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La encienden con bombillos, no con candela

La encienden con bombillos, no con candela

Era la década de los 80 y acababan de inaugurar el Museo de los Niños. En su colegio hicieron un concurso de dibujos, cuyo premio sería un paseo a ese sitio en el que los niños podían jugar, aprender y soñar. Carmen Noelia Rodríguez pintó la Cruz del Ávila, que solía encenderse el 1ro de diciembre de cada año. Ahora ella es docente y cuenta con gracia esa anécdota que es, también, una estampa del país de aquellos tiempos. 

La encienden con bombillos, no con candela
ILUSTRACIONES: ROBERT DUGARTE

Cuando era niña, vivía con mis padres y mis hermanos en un barrio de Petare. Era la década de los 80 y estudiaba en el turno de la mañana, por lo que a mediodía, al salir de la escuela, lamentaba el sol y el calor que nos pegaba al caminar el trecho cuesta arriba y las escaleras desiguales para llegar mi casa.

Estudiaba en la escuela municipal Simón Bolívar, ubicada en Las Vegas de Petare, y nuestra casa estaba en la Zona Siete del barrio José Félix Ribas. Todos los días, mis hermanos y yo, acompañados por mi mamá, íbamos y retornábamos de la escuela caminando. Si bien era un trayecto de unos 20 minutos a pie, no representaba mayor esfuerzo para nosotros. Era parte de nuestra rutina. Solo nos pesaba, como dije ya, el sol del mediodía y el calor. Pero era algo que olvidábamos cuando llegábamos a la casa y nos poníamos a jugar. 

Una mañana, estando en el salón de clases, entre el desorden y el bullicio que se formaba apenas quedábamos solos, fuimos sorprendidos por la maestra. En general, no nos encontraba así, pero en ese momento el niño que se encargaba de vigilar y avisar cuando ella se acercaba se había distraído. 

La maestra llegó al salón y dio un grito que nos hizo temblar:

—¡Silencio! —se escapó de su garganta de voz sonora, y todos quedamos petrificados. 

Luego se sentó y repitió el sermón que ya todos conocíamos: 

—Salgo un momento y ustedes hacen un desastre. Es increíble que no puedan estar quietos…

A estas palabras, que casi sabíamos de memoria, agregó algo que nos entusiasmó: 

—Yo que venía a darles una buena noticia y los consigo así. Me provoca no decir nada…

La encienden con bombillos, no con candela

Ante la insistencia de mis compañeros más osados, porque yo era bastante tímida como para decir algo que escuchara un adulto, la maestra explicó que en la escuela harían un concurso de pintura y los dos ganadores de cada salón irían a un paseo para conocer el Museo de los Niños.

Este museo era una institución privada en cuyos espacios los niños tenían la oportunidad de aprender y conocer sobre la ciencia, la tecnología y el arte a través de juegos y otras actividades recreativas. Recién había sido inaugurado el año anterior, 1982, en los espacios de Parque Central, en Caracas, por Alicia Pietri de Caldera, esposa del entonces expresidente Rafael Caldera. 

En la escuela apenas sabíamos qué se hacía en ese museo por los mensajes que se transmitían en la televisión. En esa época no existía el aluvión informativo al que están expuestos los niños ahora y todo mundo en la actualidad. Pero si era para los niños, debía ser divertido, pensábamos todos. Además, premio es premio y todos en el salón queríamos ser premiados. 

La maestra nos dijo que en el Museo de los Niños se pagaba entrada y que los ganadores del concurso entrarían gratis, algo que alegró a muchos de nosotros, que de broma habíamos ido a la playa alguna vez en nuestras vidas.

Jasmila —una de mis dos mejores amiguitas del salón— y yo nos entusiasmamos con la idea de hacer cada una un dibujo muy hermoso. A pesar de que solo teníamos 8 años, nos tomamos muy en serio ganar ese concurso. Ana —mi otra amiguita—, siempre más descreída que nosotras, ni siquiera lo intentó y nos dijo con sorna: 

—Eso es mentira. Van a ganar los hijos de las maestras, como siempre; o al final no darán ningún premio y no llevarán a nadie de paseo.

Ese día Jasmila y yo nos dedicamos a pensar durante el recreo qué podíamos hacer. Ella me dijo casi al final que dibujaría una playa, porque era un paisaje fácil y bonito. Yo, sin decidirme aún, me fui a mi casa pensando. Mientras avanzaba por la calle principal del barrio, atravesando las diferentes zonas numeradas del uno hasta mi destino, el siete, pensaba cuál podía ser mi dibujo. Y en el trayecto se me ocurrió algo interesante: la Cruz del Ávila.

Esa misma tarde, sobre mi cama y con los colores de mi hermana mayor, que siempre estaban más grandes y completos que los míos, me puse a trazar lo que pensé sería un dibujo ganador. Pinté la nueva Cruz del Ávila, que había sido encendida por primera vez en diciembre de 1982, en el sector Papelón en el Cerro Ávila. Esta sustituía una antigua cruz inaugurada en 1963 por un estadounidense que trabajaba en la Electricidad de Caracas y que tuvo la idea de crear una estructura de luz que simbolizara la Navidad caraqueña. 

El detalle era que, como ya dije, en esa época no existía Internet ni las redes sociales: no éramos niños enterados de todo como los de hoy en día. Por lo tanto, dibujé la cruz como la imaginaba, porque nunca la había visto. Desde mi casa en Petare no se veía, y nunca pasaba por algún lugar desde donde se viese en horas de la noche.

La encienden con bombillos, no con candela

A mis 8 años, tenía fresca la idea de esta cruz, porque el día que la iban a encender en el Ávila, la gente del barrio decía que se irían de Petare a Caracas a verla. Yo, sin mucho entusiasmo, pensé en algún momento que también me hubiese gustado ver cómo la encendían. Pero quizá por ser tan niña y por saber que este deseo era un imposible (porque no teníamos carro para andar en la calle de noche), fue algo que descarté y no le presté más atención hasta el día en que supe del concurso.

El día pautado para la entrega de los dibujos, muy orgullosa, lo llevé dentro de una revista de las que traía el periódico los domingos, para que no se me arrugara. A nadie le dije qué había dibujado, y tampoco lo mostré en ningún momento. Solo lo vería la maestra una vez que lo tuviese en sus manos. Todo ese misterio era porque mi papá decía siempre que uno no debía contar lo que deseaba para que las cosas se dieran y salieran bien. Yo quería ganar el premio; como no era mala dibujando, con no contar a nadie mi tema tenía el triunfo asegurado.

Mi maestra era una señora que tenía una voz que me hacía recordar a Celia Cruz, cuyas canciones resonaban en mi casa los fines de semana, cuando mi papá las ponía en su tocadiscos. Esa maestra siempre estaba cantando mientras corregía los cuadernos o escribía en el pizarrón. Ahora que soy docente, no sé cómo hacía las dos cosas a la vez, pero a mí me gustaba oírla y aún la recuerdo con agrado. Con el paso del tiempo, y con mi propia experiencia, me he dado cuenta de que cada docente llega a tener un estilo pedagógico y una personalidad que lo hace especial. Es una de las maravillas de esta profesión, que cada uno le pone su corazón y su modo de ser a esta labor. 

Una vez que entramos al salón y nos sentamos en los pupitres alineados en filas, la maestra nos fue llamando a uno por uno para que nos acercáramos a entregarle el dibujo. Cuando fue mi turno, ella tomó mi hoja y se quedó mirándola un buen rato. Yo volví a mi asiento y no podía apartar mis ojos de la cara extrañada de la maestra. 

La encienden con bombillos, no con candela

Al terminar de recibirlos, luego de unos minutos, la maestra me llamó a su escritorio. No tenía idea de cuál era el motivo, y me acerqué un poco temerosa. 

—Niña mía, ¿por qué pintaste a un señor prendiéndole fuego a una cruz? ¿En tu casa no van a la iglesia? —me preguntó con una voz entre curiosa y extrañada. 

Sentí un calor terrible en el cuello y temía dar una explicación, así que solo bajé la mirada. 

—Mamita, no está mal tu dibujo, solo que no lo puedo poner en la pared para mostrarlo, porque imagínate, van a decir que yo te estoy mandando a echarle candela a las iglesias y a las cruces… —me dijo con un tono dulce. 

Por fin me salió la voz y como pude le expliqué que era la Cruz del Ávila, que la habían encendido el 1ro de diciembre del año pasado.

La maestra estalló en una carcajada que inundó el salón, así como Celia con su voz melodiosa llenaba mi casa los fines de semana. 

—¡Ay, mamita, me asustaste! —me dijo cariñosa —¡Yo pensé que eras familia de brujas…! 

La maestra me aseguró que guardaría mi dibujo porque le gustaba mucho y le daba mucha risa (no dejaba de reír), pero que yo debía hacer otro rapidísimo ahí mismo. 

—Mamita, haz una cruz. Pero ponle bombillitos, no un señor prendiéndola en candela; la Cruz del Ávila la encienden con bombillos, no con candela. 

Eso hice apresurada durante el recreo, en el salón de clases con mis creyones gastados e incompletos. Ni siquiera pude pintar el cielo porque no tenía el azul. Ya no pensaba en ganar, solo en cumplir. Hice una cruz llena de pepitas amarillas y esta vez, para que no pensaran que la cruz tenía lechina, puse una flecha que salía de las pepitas y escribí: “Bombillos”. 

Y luego entregué la hoja a la maestra. 

Los dibujos se mostraron durante una semana entera, y había que esperar que vinieran unos profesores de otro lugar, o algo así, para que eligieran a los ganadores.

Pero al final nadie fue a la escuela. No eligieron a ningún ganador y, un tiempo después, nos explicaron que el paseo no se podría hacer. Ana se burlaba de Jasmila y de mí, porque habíamos creído que lo del concurso era cierto. 

Ella siempre adivinaba. Y como desconfiaba de todo, acertaba.

Hoy soy docente. Encontré mi vocación en enseñar. Siempre recuerdo esta historia de cuando estaba en la posición de mis estudiantes. Al contar estas anécdotas en reuniones familiares o a mi hija, a veces entre risas, siempre escucho frases como “A ti sí te pasaban cosas…”. Y es verdad, pero no es solo a mí, porque si nos ponemos a pensar con cuidado veremos que a todos nos pasan cosas. Y yo creo que hay que conservar esas vivencias, recordándolas, compartiéndolas, escribiéndolas, permitiendo que nos hagan sonreír o llorar, o al menos que sirvan para distraer a otros. 

Después de tantos años, al recordar mi dibujo del encendido de la Cruz del Ávila, no puedo dejar de reírme. Con el tiempo me fui haciendo adulta y atrás fue quedando esa timidez de mi infancia. Aún recuerdo el calor sofocante en el cuello porque me sentía apenada al ver que la maestra no entendía mi dibujo. Y pienso también en mi mamá, de la que se salvó. Porque a ella, que ni siquiera se enteró de mi dibujo, estuvieron a punto de acusarla de bruja.

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Soy caraqueña, nacida en el año 1975. Licenciada en educación y especialista en educación de adultos; docente de profesión y corazón. Amo los libros, el arte, la escritura y la naturaleza.

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