Insistir en la luz en medio de la oscuridad
Una profesora que sale de madrugada de su casa para intentar llegar al colegio en el que trabaja. Un pueblo del estado Mérida, en Los Andes venezolanos, a oscuras. Una larga espera para que pase un bus (o para que alguien le dé la cola). Unas hermanas docentes que, al terminar de dar clases, se dedican a vender víveres para poder redondear sus sueldos. Esta historia obtuvo mención publicación en la 4ta edición del Premio Lo Mejor de Nos.
ILUSTRACIONES: CARLOS LEOPOLDO MACHADO
Cuando la profesora Fabiola González salió a la calle, aún estaba muy oscuro. Era de madrugada. Como desde hacía varios meses, la mayoría de los postes de luz permanecían apagados. Lo único que alumbraba eran los bombillos encendidos en los porches y fachadas de las casas vecinas. Acomodando el peso de su bolso en su hombro, y apoyada sobre el bastón que la ayudaba a andar, se dispuso a subir la empinada cuesta.
Al cruzar la esquina, entró en una zona de oscuridad absoluta. También atravesó el lugar donde antes se reunía la gente a esperar el transporte público, que ya no funcionaba. Sin más alternativa, siguió caminando, junto a las fugaces sombras de otros trabajadores que, como ella, ya habían salido a la calle para llegar temprano a sus trabajos.
A sus 40 años, y con la dificultad de la atrofia muscular en su pierna derecha, que le quedó luego de sobrevivir al síndrome de Guillain-Barré que sufrió en 2012, a Fabiola le resultaba muy difícil ascender los casi 2 kilómetros que había desde la puerta de su casa hasta la entrada de la comunidad rural de El Salado.
No era la primera vez que le tocaba irse a pie. Cuando no podía echarle gasolina al pequeño Ford Fiesta de la familia, se veía obligada a pedir colas o a caminar. La semana anterior había estado 48 horas en una estación de servicio, pero el combustible se acabó y se devolvió con el tanque vacío.
Por eso, ahora caminaba. Iba lento, aunque le urgía llegar al liceo en el que trabaja como profesora desde hace 15 años, y del que es subdirectora académica. Esa mañana de mayo de 2021, tenía una reunión importante. Cruzó las principales calles de Ejido, su pueblo del estado Mérida, en Los Andes venezolanos; y cuando por fin llegó a la parada del sector Alfredo Lara, a la entrada de la comunidad de El Salado, ya empezaba a clarear el día.
Hasta allí podía llegar a pie. La ruta no le permitía continuar, tenía que aguardar la parada: 6 kilómetros la separaban de su destino. Otras dos profesoras recibieron a Fabiola con un abrazo. Y en pocos minutos, más miembros del personal del liceo y algunos alumnos fueron llegando.
Intercambiaban quejas, también sonrisas y hasta algún chiste.
El buen humor y la camaradería reinaban en el ambiente. En el ánimo de ninguno había espacio para la impaciencia. No importaba que el bus rojo, el único que cubría los 14 kilómetros de ruta y que pasaba por el frente de la institución, tardara tanto. Solía demorar de 2 a 3 horas en hacer todo el recorrido, por lo que nadie se inquietaba ya por su demora.
Además, en ese punto de la vía, solía ir al tope de su capacidad, por lo que era una rareza que se detuviese. Algunos de los pasajeros no disponían de dinero en efectivo suficiente para cancelar el pasaje. O no habían podido recargar la tarjeta magnética, que era la otra forma de pago. De cualquier manera, el costo del pasaje de toda una semana superaba el salario que cobraba cualquiera de los profesores en un mes.
Por todas estas razones, los que se concentraban en la parada aspiraban a alguna cola. A causa de la pandemia de covid-19, muchos conductores se negaban a montar pasajeros en sus carros. Solo paraban camiones y camionetas, a donde se trepaban con dificultad, ayudándose unos con otros para, una vez arriba, aferrarse con fuerza a barandas y travesaños. Con todo y lo engorroso que eso suponía, lo hacían siempre sonrientes, transformando cada nueva contrariedad en un chiste que amenizaba los casi 6 kilómetros de subida que los separaba del liceo.
Pero, claro está, Fabiola no podía encaramarse en ningún carro. Su pierna enferma no se lo permitía. A las 6:50 de la mañana, pasó en su carro el profesor Ramón. El vehículo iba abarrotado de gente a la que le estaba dando la cola. Fabiola se lamentó para sus adentro. En el fondo, estaba contando con él, sentía que era su última oportunidad para llegar a tiempo.
Un cuarto de hora más tarde, un bocinazo y un grito a su espalda la hicieron voltear. Ramón estaba de regreso: después de llevar a los demás, volvió a la parada en busca del resto de sus compañeros, sin darle importancia al gasto extra de gasolina.
Así, a pesar de las dificultades, la mayor parte del personal estaba en el plantel poco después de las 7:00 de la mañana.
Las aulas estaban llenas. Era evidente que alumnos y profesores hacían lo posible por sobreponerse al precario —más bien inexistente— sistema de transporte. Ese era el día fijado para que estudiantes y docentes se reencontraran en medio de la flexibilización de la cuarentena. En la biblioteca, un grupo de profesores, encabezados por Fabiola, se dedicaban a la minuciosa tarea de revisar los expedientes de los estudiantes de 5to año que se graduarían en julio. Se vivía la agitación propia del final de un año escolar marcado por obstáculos adicionales derivados del distanciamiento social.
La jornada terminó para Fabiola pasada la 1:00 de la tarde.
A esa hora, los pocos profesores con carro ya habían bajado, así que ella y otras tres compañeras salieron a la parada a esperar a que pasara el bus rojo. Transcurrieron dos horas antes de que la corriente de transeúntes que desfilaba cuesta abajo trajera una noticia que ya era costumbre: el bus rojo estaba accidentado.
Decidieron unirse a la caravana que caminaba hacia Ejido. El recorrido comenzó a ser muy desafiante para Fabiola. A pesar de los descansos que hacía, un dolor punzante se le afincaba en su pierna enferma. La molestia ya empezaba a resultar intolerable cuando un carro se orilló junto a ellas.
—¡Suban, profesoras! —gritó el conductor.
Ellas reconocieron el rostro de un exalumno al volante. Agradecidas, abordaron el vehículo. El antiguo estudiante, que las recordaba con cariño, llevó a cada una lo más cerca que pudo de sus destinos.
Fabiola se quedó en la avenida Centenario y de allí caminó un corto trecho hasta su casa, en el sector La Vega. Pasaban de las 4:00 de la tarde cuando al fin pudo quitarse los zapatos, descansar un poco, cambiarse de ropa y sentarse a almorzar.
María Elena González, hermana menor de Fabiola, vivía con ella. Cuando llegó, ya tenía rato esperándola. También era docente y trabajaba en un colegio del centro de la ciudad de Mérida. Ambas ocupaban cargos directivos y de responsabilidad en sus respectivas instituciones; las dos contaban con varios estudios de pre y posgrado; tenían muchos años de servicio en el Ministerio de Educación y contaban con la máxima calificación docente. Sin embargo, juntando sus salarios como empleadas públicas, no lograban sumar 15 dólares mensuales.
Por eso, debían ingeniárselas para hacer otras cosas. Muchos se dedicaban informalmente al comercio de bienes. Fabiola y María Elena, hijas de padres maestros, habían optado por continuar con su vocación de enseñar, una tarea que asumieron muy jóvenes, cuando aún eran estudiantes y trabajaban como orientadoras ad honoren en un centro de orientación del Instituto Radiofónico de Fe y Alegría (IRFA): su compromiso humano, cristiano y ciudadano con los cientos de adolescentes que atendían era una elección irrenunciable en sus vidas.
Desoyendo los consejos de familiares y amigos que habían migrado para buscar mejores condiciones de vida, Fabiola y María Elena se habían mantenido firmes en su decisión. Ellas respetaban las opiniones de los otros, pero consideraban que su lugar estaba aquí, en su país, contribuyendo a la formación de las generaciones de relevo y manteniendo viva la esperanza de un futuro mejor.
Ambas habían convenido afrontar las vicisitudes diarias con entusiasmo.
Con la misma energía con la que habían salido esa madrugada a la calle, empezaron al final de la tarde a vender víveres a domicilio entre sus vecinos.
Al no contar con un espacio adecuado para instalar una bodega en casa, habían comenzado a vender de forma online. Aprovechando los grupos de WhatsApp de los vecinos de su comunidad, ofrecían queso, huevos, harina de trigo, azúcar y otros víveres. Los llevaban hasta las puertas de las casas y, para ello, contaban con la ayuda de su sobrino Adrián, de 19 años.
Poco a poco habían logrado establecer una pequeña —pero fiel— clientela. Desde las últimas horas de la tarde y hasta la noche, la familia estaba muy ocupada. Mientras las hermanas recibían pedidos por teléfono y hacían despachos, Adrián recorría las calles cargando un morral con los encargos.
Aquel día, cuando las calles mal iluminadas empezaban a quedar en tinieblas, Adrián notó que se había ido la luz. Otra vez. Después de hacer la última entrega del día, se apresuró a regresar a la casa de las tías.
Fabiola, María Elena y Adrián cenaron reunidos a la luz de los bombillos led recargables que habían suplantado a las velas (porque estos eran más eficientes y económicos para alumbrar los largos y frecuentes apagones nocturnos). Agotados, compartieron la mesa y las anécdotas del día. Entre otras cosas, Fabiola contó que faltaba poco para completar el monto necesario para comprar un punto de venta, lo que les permitiría consolidar el pequeño negocio, que hasta entonces funcionaba solo con el uso de pago móvil y transferencias bancarias.
Uno a uno, se fueron retirando a descansar, a recargar energías para retomar al día siguiente esa lucha diaria. Y, aunque la vocación seguía intacta, también lo estaban las carencias y dificultades que enfrentaban para llevar esa vida con propósito que las levantaba de la cama todos los días.
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Juan Jesús González González
Nací en Maracay en 1976, pero vivo en Mérida desde 1980. Provengo de una familia de educadores. Desde 1997 trabajo como docente de educación media en la población de Ejido, estado Mérida.