Hacer el nombre, lejos
Solo había publicado crónicas y reportajes. Melanie Pérez Arias hizo desaparecer las ficciones que escribió durante la adolescencia y comienzos de la adultez. Migró a Lima, Perú, y allá, cuando dejó su trabajo de oficina, comenzó a entrenar, a hacer tortas y a narrar cuentos. Durante el primer año de la pandemia de covid-19, se animó a postularse a una maestría en escritura creativa, porque estaba harta de ser una joven promesa: “Necesito escribir mejor”, respondió cuando le preguntaron por qué quería estar allí.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Estuve a punto de llevar un nombre distinto que me salvara de llorar en las comedias románticas, pero mi madre y mis hermanas me bautizaron en una sala de cine: Melanie Griffith era una estrella a finales de los 80. Cuando ya adulta conocí a la escritora venezolana Elisa Lerner, me preguntó si me gustaba escribir, por aquello de que los periodistas tenemos a un escritor amordazado en el sótano. Le dije que sí, pero que lo hacía poco. “Entonces tienes que hacer algo con tu nombre”, respondió.
El nombre propio es una lección sobre los límites. Hasta estas letras soy yo, allá es el otro. El territorio que me nombra es vasto. Trae consigo la historia de mis padres, de los suyos, de sus padres. Si algo hubiera salido mal no estarías aquí es la farsa que nos hace sentir escogidos cuando, en realidad, todo lo que intentó matarnos tuvo que fallar para que aterrizáramos de emergencia en la vida como testimonio de los fracasos de la muerte. Lo sé, porque el cordón que me unía a mi madre en el vientre me abrazó como una boa constrictor. Nací, sin embargo, un viernes de abril por la mañana. Morada, como para probar un punto sobre el dolor.
Mi nombre significa negra. Me lo explicó un párroco al darme el tercer sacramento. Viene de la bilis, que da su carácter a los melancólicos; y está unido en su raíz con la melanina, el pigmento que oscurece la piel para protegerla del sol. Una profesora de la universidad lo acentuaba en la i para darle una entonación francesa: Melaní. Un amigo que nació en Michigan me contó que es un nombre con una amplia tradición entre el white trash norteamericano. Se me iluminó la cara. Como si pudiera ser también la mujer de un predicador de Ohio, una cajera de Walmart con dos hijos pequeños o una ex reina de belleza local adicta a las metanfetaminas.
Me hubiera encantado llamarme Miranda o Catalina, en honor a nuestro único prócer sensual, pero entendí a tiempo que el mío es uno de esos nombres que hay que construir, llenarlo de significado en el oficio, hacer algo con él y esto es lo que hago: escribo, entre otras cosas, para llenar mi nombre. Lo hago lejos de Venezuela, donde están los míos. Escribo en Perú, mi país de acogida, luego de atravesar los años puercos de la primera migración.
Cuando hace ya casi tres años dejé mi trabajo de oficina y pude trabajar desde casa como freelance, hice tres cosas: aprendí a preparar tortas, empecé a entrenar y escribí un cuento. Luego otro, uno más y así.
Hasta entonces solo había hecho, en rigor, crónicas y reportajes. No conservo las ficciones que escribía en los últimos años de la adolescencia ni en los primeros de la adultez. Luego de un tiempo escribiendo cuentos noté que me repetía. Desarrollé predilección por el efecto sorpresa, dejaba sin resolver juegos cacofónicos, confundía historia con anécdota.
Corría el primer año de la pandemia cuando me asaltó el pánico de la mediocridad. A escribir se aprende escribiendo, claro, pero yo necesitaba algo más. Entonces postulé a la maestría en escritura creativa de la Universidad Católica del Perú. En la entrevista me preguntaron por qué quería ingresar. Dije la verdad: “Porque necesito escribir mejor. Estoy harta de ser una joven promesa”.
A clases llegué sin método ni formación ni caja de herramientas. Solo mis lecturas desordenadas, caóticas e insuficientes, un texto de prueba y algo de entusiasmo. El segundo examen de admisión era escribir en vivo a partir de una consigna. Hice un relato corto sobre un niño que juega al béisbol y es fan de Ozzie Guillén. Al final del primer año me publicaron un cuento de 500 palabras en Espinela, la revista académica de la maestría en literatura de la universidad. Tomé una foto de la página y se la mandé por WhatsApp a mi papá, que vive en Venezuela.
No sé si soy buena, pero mejoro y ese es un buen lugar para estar. Duermo poco, acepto trabajos hasta en Año Nuevo para cubrir los gastos, hago lo que todo el mundo. Me agotan las discusiones sobre si es posible enseñar a escribir, porque no tengo tiempo que perder. Cuando aprendí a usar el estilo indirecto libre, estaba tan feliz que me compré un vestido verde perico, luego me senté a llorar en el centro comercial. Aprenderlo me había tomado más tiempo del previsto. No entendía cómo algo tan fluido a vista de página, sencillo para otros, me resultaba tan difícil de lograr. Me sentí protozoaria. Diminuta. Sobrepasada por la potencia de la técnica. Pero estuve contenta por la oportunidad de intentar algo que, siendo más grande que yo, me contiene.
De haber estado en Caracas, habría ido a tomar una cerveza con amigos. Pero de haber estado allá, quizá nunca me habría animado a escribir.
No ficción, no de este modo.
Es difícil rastrear el origen de una vocación literaria. A James Salter le sobrevino a los 30 años, luego de una carrera militar. A esa edad murió Emily Brontë luego de terminar Cumbres borrascosas. Borges publicó una traducción de El príncipe feliz, de Oscar Wilde, a los 9 años. Quién sabe nada. Hace poco escuché al escritor Jeremías Gamboa decir que empezamos a escribir cuando nos sentimos irremediablemente solos. Pensé en los años de la enfermedad que se llevó a mi mamá, en aquellas ficciones desaparecidas y, aunque no me gusta atribuirle a la migración mis faltas de carácter, me pareció lógico volver a escribir ahora.
Aquí.
Luego vino el asunto de ponerme al día. Si la atención es una moneda, estos años la he invertido en páginas peruanas. Estudiar en una universidad local me ha motivado a una exploración del terreno. Nuestras lecturas también se instalan en el nombre y, aunque en cada etapa de la vida escogemos qué tradición o géneros nos interesan, comer, beber y leer peruano (en este “ya que estamos” que es asumirse migrante, cuando se abandona el deseo infantil de volver a la madre), me ha ayudado a entender un par de cosas, a construir referentes comunes con la tierra que piso. También me pregunto cuánto ayuda, si lo hace, a la integración del extranjero cierta avidez por la literatura del país de acogida.
Aterricé aquí sin haber leído bien a Julio Ramón Ribeyro, y ahora encuentro que tuvo razón en todo. Descubrí la ternura de arrabal de Oswaldo Reynoso, su vigencia feroz 60 años después; una falta absoluta de vínculo con Arguedas; un amor indulgente por Bryce; el riesgo que, bien lo sé, encarna olvidar algún nombre, versus la libertad de estar fuera del circuito, ajena a las pasiones de los entornos literarios, de sus relaciones filiales. Vamos, que este país tiene un premio Nobel. Es fascinante atestiguar la influencia de Mario Vargas Llosa, ese sol, desde una posición lateral. Percibo su estela, tanto como lo haría una escritora argentina o boliviana, pero tengo un lugar privilegiado en la función de su omnipresencia.
Esto, además, me ha develado la enorme deuda que tengo con mi propia tradición, y nos lleva de frente al tema del lenguaje. Escribimos en la lengua materna. Los sonidos con los que crecimos nos dictan las palabras. De donde vengo, los carros no son autos, ni sus ventanas son lunas, pero esto no es tan importante como parece, porque la historia decide las palabras que necesita. Una vez presenté a la evaluación de mi clase un cuento llamado “Dugout” y hablamos más de béisbol que de literatura, revisamos las reglas, la distribución del campo, la jerga. Pura ganancia, si me preguntan, pero esa anécdota me reveló el carácter hiperlocal de mi herencia literaria, de la cual tengo que hacerme cargo.
Pienso, también, que la única razón por la que tengo estas obviedades por problemas es porque decidí aprender a escribir tarde, en compañía, afuera. Aunque, y esto lo hemos escuchado cientos de veces sin que deje de ser cierto, escribir es una actividad solitaria, el camino del taller implica someter los textos tempranos a la mirada ajena. No es una ruta mejor o peor que otras, pero es una dinámica muy frágil en la que se agradecen los comentarios de alumnos y profesores que están lejos de la complacencia pero también de la crueldad.
Jhumpa Lahiri, esa estrella en mi firmamento personal, cursó el programa de escritura creativa de la Universidad de Boston: “Antes de entrar, la parte de mí que escribía era insegura, secreta y estaba atemorizada. Lo escondía porque casi me avergonzaba. No creía en lo que hacía y lo consideraba irrelevante (…). En ese entorno noté un calor y un refugio que no tenía nada que ver con mis otras clases, en las que no sentía la misma conexión”. Eso es tan real como difícil de conseguir. Es evidente que, además de necesitar oxígeno para la escritura, yo estaba sedienta de comunidad, una sensación que nos alcanzó a todos con la pandemia, pero que a los migrantes nos hirió dos veces.
Así que, en definitiva, he escogido el camino del mal. Escribir es difícil si quiere hacerse bien. Por eso tengo problemas con las visiones románticas de la literatura. Aunque no llego a ser cínica, tampoco entiendo el desgarro ni el apremio. Me emociona más pensarlo como un trabajo. Algo que hacer con la imaginación. Un empeño en poner el nombre como quien pone el cuerpo en un sacrificio ritual.
En clase nos hablan de la familia literaria y pienso enseguida que soy nieta de Delia Fiallo, hija de la telenovela. Mi primera aspiración, de adolescente, era escribir las descripciones de los vestidos de gala del Miss Venezuela. “Bañada en una cascada de organza con incrustaciones de Swarovski, el modelo que luce Miss Falcón es una fantasía onírica de un atardecer en los Médanos de Coro”. Con esos antecedentes, no puedo darme el lujo de entender a la literatura como una mezcla de inspiración y polvo de hadas. Corro demasiados riesgos de convertirme en una poeta de Instagram o, peor, en una escritora combatiente. Por eso envidio a quienes le atribuyen un influjo liberador y, no en pocos casos, sanador. Como si pudiera salvarnos de algo: no lo hace.
Ah, pero el malestar.
Cuando escribo poco, porque el deber apremia o la vida pasa, llego a extrañar esa inquietud que se me instala entre el plexo y la garganta. Tal parece que me gusta estar allí, ponerme en ese lugar incómodo, tantas veces divertido, a medio camino entre la exposición y el misterio. Nadie dijo que sería fácil esto de hacer algo con el nombre. Vaciarlo cuantas veces haga falta en un ejercicio de desprendimiento, para llenarlo otra vez, con algo nuevo, como una alforja que se lleva a cuestas de una frontera a la otra.
Además, he descubierto que mi pasatiempo favorito es pasar inadvertida detrás de este nombre sonoro de estrella de autocine rural.
Tener ideas, ponerles mi nombre encima como a un territorio conquistado.
Una ilusión de propiedad.
Un deseo, que no es poca cosa.
¿Acaso no son curiosas las apetencias de las criaturas que vamos a morir?
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Melanie Pérez Arias
Periodista y escritora venezolana radicada en Lima, Perú. Caraqueña. Ucevista. No defiendo a policías.