Gladys remando con la mente en contra
Durante una estancia en Barcelona, una escritora hizo las veces de cuidadora de una señora venezolana cuya hija migrante tuvo que arrancársela del corazón para enviarla de vuelta a Caracas. En ese breve tiempo compartido, la autora supo de una vida atormentada por el temor a los «abusadores», pero también la historia de una pintora extraviada en los laberintos de su recuerdo.
Fotografías: Álbum familiar
Gladys habitaba varios lugares a la vez. El apartamento de Barcelona se repetía idéntico como en un espejo. Había otro arriba. O al lado. O abajo. Al menos eso es lo que sentía ella a sus 77 años llenos de vívidas alucinaciones y achaques. Le pedía a Inés, su cuidadora, que la llevara a corroborarlo. Juntas, recorrían el pequeño piso catalán. Necesitaba comprobar a dónde conducían las puertas, cuál era la puerta que llevaba al apartamento-espejo. Inés desistía de negar su teoría y le seguía la corriente. En el fondo sabe que sí pueden existir otras realidades.
Si no, no fuera escritora.
Hacía frío en ese invierno del recién inaugurado 2018. Y un poco de oscuridad en el apartamento. Pero había que ahorrar electricidad. No es como en Venezuela, donde “todo se derrocha”. Entonces la vivienda se volvía un poco lúgubre, además de fría. Y Gladys lo sentía más que Inés. Sin embargo, le recordaba a cada rato: “Apaga la calefacción”.
Fue a España de la mano de su hija en su proyecto de emigración. Ya los dos jóvenes nietos estaban en Europa, cada uno en un país diferente. María, su hija divorciada, se la llevó contra viento y marea de la soleada Caracas, así como a su vieja mascota Doggy, que apenas puede oír y ver.
La anciana tenía una movilidad muy reducida, por lo que Inés debía aplicar la “deambulación asistida” prescrita en el informe médico. Llevarla al baño, levantarla de la cama, acostarla, voltearla de lado cuando se lo pedía. No dejarla sola nunca, por si los “abusadores” aparecían. Con una mente que le jugaba siempre en contra, Gladys trataba de sobrellevar los días. Su voluntad de normalidad era inútil la mayoría de las veces, no evitaba que de vez en cuando maltratara y se llevara por delante a sus seres queridos con palabras hirientes. Aunque al rato, o al día siguiente, lo olvidaba y volvía a ser una mujer cariñosa y sonriente. Y todo volvía a comenzar.
No solo había dos apartamentos. En su cabeza a menudo también había dos Marías. Incluso le preguntaba a una por la otra. De nada servía que la propia María le afirmara que ella era una sola, la que le hablaba.
María hizo todos los trámites posibles para que su madre viviera su postrero tiempo con ella en España. Confiaba en conseguir el beneficio del emigrante retornado, un hogar geriátrico público, cualquier ayuda. Pero todo fue en vano, así que debía regresarla a Caracas. Dadas sus limitaciones físicas y mentales, tenía que vivir bajo cuidado profesional. No había quien pudiera financiarle un asilo geriátrico y, además, María tiene su descendencia a cargo.
Ella era su única prole y se preguntaba cómo partirse el corazón en dos. Al final entendió que le tocaba arrancarse a su madre para no arrancarse a sus hijos. Entonces hizo lo necesario para devolverla a Venezuela. Con el corazón rasgado, pero sin detenerse. Quizá podía pagar el asilo en Caracas, donde ya la conocían pues estuvo un tiempo bajo su cuidado. Ahí esperaban a “la chama”, como le decían. Estaría bien. ¿Estaría bien, después de todo?
Mientras tanto, María contactó a Inés, la madre de una amiga venezolana, para que la cuidara durante los días que le restaban en la ciudad catalana, pues ella no podía faltar al trabajo, y a eso se sumaban los complicados preparativos del viaje.
Esos últimos días allá no fueron amables. Cielo gris en la ciutat y mucho invierno en aposentos donde había que ahorrar en la factura de energía eléctrica.
Gladys era hija de Secundino y Emeteria, él español, ella indígena de La Grita, una población de los Andes venezolanos. Nació en la región de Falcón, pero su vida se desarrolló en Caracas. A su padre, que llegó a ser un comerciante de antigüedades, lo recordaba a diario, por lo que su cuidadora infería que tuvo un lazo muy especial con él. De su madre contaba que el esposo le cambió el nombre por el de Carmen.
Se casó con Francisco, español de Galicia, a los 25 años. Todas sus memorias de parentela estaban en una especie de bruma, de entre la cual en algunos momentos se asomaba alguien. Repentinamente se acordaba de un suceso en especial, y echaba el cuento.
Por diez días Inés escuchó todos los relatos. La llevó pacientemente al baño unas diez veces al día, la acostó, le puso videos musicales en Youtube para distraerla; en especial la hipnotizaban los de la bailaora y cantaora Carmen Amaya, la Bien pagá. Cantaron boleros. Gladys la retrató con marcador en una cartulina. Leyeron oraciones. Una vez bailaron. Se contaron chistes picantes. Casi se confesaron. Inés la escuchó. Sobre todo, ella la escuchaba.
Gladys vivía remando siempre con la mente en contra. Psicosis esquizoafectiva con delirio de perjuicio, decía el informe. Muchos psicotrópicos desde temprano en la vida. Psiquiatras y más psiquiatras. Remar y remar, esforzarse, aunque no pareciera, y los lazos resintiéndose. Nada de eso impidió que la suya haya sido una existencia extraordinaria.
Diez días para contarle todo lo que alcanzó su memoria.
Que trabajó durante años en la Coca-Cola. Producto de eso, le dieron un vale con el cual podía pedir un refresco gratis en cualquier parte del mundo. Recordaba o inventaba el de París, el de Nueva York, el de Puerto Rico y Trinidad. Es que ella viajó mucho, gracias a su padre pródigo.
Que conducía un Volkswagen rojo que después fue verde. Que fue abusada a los 16 años y en su momento no se lo contó ni a sus padres (ni a nadie). Ahora lo contaba cada vez que podía. Y se sentía mejor haciéndolo, como si se quitara un peso de encima.
Que escribió un libro autobiográfico y lo ofreció a una conocida editorial. Fue rechazado y le indicaron seguir intentando en otras editoriales, pues era una buena historia su vida. Una abogada lo quiso publicar, pero ante el temor de que difundieran morbosamente su episodio de abuso sexual, rompió el manuscrito en pedazos y lo lanzó al Guaire. Desde arriba, en la baranda, contempló alejarse los pedazos de papel con rapidez, pensando que ojalá fuera así de rápido el olvido.
Que fue pintora. En eso su tutor fue Pascual Navarro, el excéntrico pintor del grupo Los Disidentes que vivía en el hotel Savoy de Sabana Grande. Llegaron incluso a hacer obras a cuatro manos. Casualidad o no, Pascual también “remaba”. Fue internado varias veces, como ella. “Por eso nos llevábamos tan bien”, le dijo a Inés. En el piso de arriba del Gran Café, hasta hace poco, estuvo en una pared una vieja foto de ambos.
Que recibió clases de arte en la Universidad Central de Venezuela y en la Cristóbal Rojas. Obtuvo varias menciones honoríficas, entre ellas una de la Torre de la Prensa, con Pascual. El afecto que sentía por los suyos, especialmente por su hija, se revela en muchos de sus cuadros. Abundan retratos de María, y luego los de su nieta.
Y ese es el clímax de esta historia.
Su maravillosa vida, y no el inexorable declive físico y mental en un marco de salida y vuelta a la patria.
—Escribe sobre mí —le dijo a Inés.
—Entonces, píntame —le contestó ella.
—Ya no me funciona bien el brazo. Pero sí, mañana te pintaré.
Los agresores que a menudo querían abusar de ella venían de todos lados: de un hoyo en la pared o del piso de la cama, de una habitación-espejo. La manoseaban. Se convertían en esqueletos que ella apaleaba. Sus visiones la aterraban y no hacía caso a razones, aunque entendía que apenas pudieran ser solo eso, visiones. Inés no se lo decía, pero suponía que los agresores eran uno solo: el de aquel día que dañó su juventud y el resto de las edades. El mismo de siempre, el que trataba de engañarla con diferentes rostros.
También veía conspiraciones por doquier. Podían venir de su hija, de sus nietos, de los funcionarios de los asilos. De su cuidadora. Era muy convincente en sus relatos, así que Inés tampoco está segura de cuáles cosas eran mentira y cuáles verdad. Pero supone que las cosas del dolor son todas verdaderas. Ella lo sabe por experiencia: que el dolor es más tangible que la felicidad. Y más memorioso, por ende.
Sus pinturas revelan una propuesta estética. Los rostros están pintados con conocimiento de técnica. Hay hermosas perspectivas, vírgenes, iglesias, barcazas, trazos impresionistas, estampas coloridas, como ese sofá de rayas rojas y verdes. Quizá eran luces y colores abriéndose paso entre las sombras de su cabeza.
A veces olvidaba que tenía un esposo y una hija. ¿Cómo cuidarlos, si ella era incapaz de cuidar de sí misma? ¿Quién es la hija de quién? María toda la vida se sintió la madre de su madre. Siempre la tuvo que cuidar, al costo de no vivir por completo.
Dos Marías. Ya en Caracas, para Gladys eso fue muy útil, tomando en cuenta que había una en Barcelona y otra que la confortaba muy vívidamente. Cuál era la verdadera, lo decidía ella…
Inés la visitó un día en la casa hogar, en Caracas, y la encontró en la silla de ruedas en un balcón, observando el horizonte de una tarde un poco nublada. Rieron recordando el día cuando la asustó por uno de sus episodios psicóticos. Le contó que ahí nadie le ponía videos de la Bien pagá, le repitió algunas historias, con leves variaciones, volvió a recordar a Pascual Navarro y su porte estrafalario.
Le dijo que había vuelto a pintar, mas no a caminar. Le volvió a pedir que le explicara eso del Internet y del Instagram, la aplicación en la que su hija le creó un usuario con sus obras (migaleriahoy). Le confesó que las de barcazas en La Guaira le agradaban porque se imaginaba remando y remando. Aunque el viento, que era su mente, soplara en contra.
Los objetos y personas se seguían duplicando. Eran dos apartamentos, dos Marías, los dos nombres de su madre criolla e indígena. Emeteria, Carmen. Y dos países.
El domingo 10 de junio fue un día único para ella, de fiesta. Sin motivo concreto de celebración, un joven y los encargados de la casa hogar la homenajearon con canciones y serenatas. El 11 de junio de 2018 “la chama” Gladys partió en paz.
Una sola, sin dualidades.
8674 Lecturas
Inés González
Amo la palabra y no encuentro otra razón para justificar esta pasión. Por eso estudié Letras. Gente de signos (2018) se titula mi opera prima de relatos. Entre la narración y la poesía, quiero seguir admirando y recodificando el mundo.
Que linda crónica mi colega. ¿Sabes a qué me recordó? A mi abuelita… Contaba un montón de historias, pero cuando yo era niña, era super fuerte y lúcida. Luego entré en la aburriscencia -adolescencia- y la rebeldía me alejó de muchas cosas. Claro también de ella. Una vez, cuando ya había partido a los cielos, leí un libro acerca de cómo funciona la mente humana y algunos experimentos que se habían hecho con gente senil. Allí caí en cuenta lo que dejé de disfrutarla y lo mucho que hubiese podido hacer con ella de tener y dominar esos conocimientos.
Físicamente soy idéntica. Mucha gente del pueblo me reconoce como su nieta. Ahora le pido que me cuide y que rece por mi, porque siempre sanó a quien lo necesitó de manera altruista, simplemente con una oración que decía en voz baja. Y que nadie sabe. Así la recuerdo.
Que bueno que Gladys y tú se volvieran a ver. Que suerte haber cuidado a alguien tan importante