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Fabiana sigue hablando con ella

Jul 02, 2019

Una nieta que sueña con ella. Una ilusión que prolonga la vida. Mary Lía Aristimuño falleció de un cáncer hematológico en el Hospital Manuel Núñez Tovar de Maturín. Ocurrió un día de 2016, cuando ya era un centro médico lleno de carencias. Su hermana Liamir estuvo con ella en las horas más difíciles y en este testimonio pone en orden sus recuerdos y los significados escondidos en ellos.

Fotografías: Álbum familiar

 

Desde sus 3 años de edad, Fabiana habla con ella.

—Mamá, estoy feliz. Mamaíta vino y me abrazó.

Aunque no puede tener recuerdos de ella, siempre dice verla y conversar con “mamaíta”, como llama a Mary Lía, mi hermana mayor.

El anecdotario de papá siempre dibujaba a la Maturín progresista de los años 50. Esa en la que los Aristimuño, mi familia, eran los dueños del hotel de viajeros y del Cristo del Santo Sepulcro que prestaban para la procesión de Semana Santa. Una familia próspera con bases sólidas.

—Papá no me dejó ir a Caracas —llegó a comentar Mary Lía, alguna vez, sin reproches y con una sonrisa.

Por eso no se fue a estudiar medicina, que era su deseo. Se quedó en Maturín, la capital de Monagas, donde no pudo más que hacer algunos cursos que le permitieran trabajar como secretaria. Eso fue suficiente para llevar una vida tranquila, comprar su Zephyr azul, divertirse e intentar formar un hogar. Se casó una vez. Se divorció. Tuvo un pequinés blanco con manchas negras. El nombre era obvio: Dominó.

Tenía una manera relajada de ver la vida y, aunque durante su vida adulta las dificultades se presentaron una y otra vez, ella siempre sonreía. Era amable, alegre, bochinchera. Amaba sin exigencias. La dulzura no le cabía en su cuerpo menudo. Ese que sobrevivió a un accidente de tránsito aterrador.

Ese que la sostuvo durante sus 64 años.

Con la madurez, la vida se le hacía más sencilla. Necesitaba mucho, pero no pedía nada. El país le exigía mayor esfuerzo y ella aceptaba con naturalidad su “destino”, sin lamentos. Si se le escapaba alguna pequeña queja, de inmediato la disfrazaba con algo jocoso.

Ya cercana a los 40 años y sin intención de formar familia, decidió tener a Mariolim, su única hija, fruto de una relación que no resultó. En adelante Mary Lía ya no estaría sola. Se dedicó en cuerpo y alma a criarla hasta que las responsabilidades se invirtieron. Y sí, fue su compañera hasta su último día.

 

A mediados de agosto de 2012, con una Venezuela en decadencia y el colapso de su sistema de salud, Mary Lía recibió el diagnóstico: mieloma múltiple, un cáncer hematológico que se origina en la médula ósea. Más adelante se agregaría una leucemia.

Como cualquier ciudadano de la desaparecida clase media-alta, aún con ilusión de ser de estirpe “Aristimuñera”, ella dependía ahora del menguado sistema de salud pública. Enfermar, en este contexto, era casi una muerte anunciada. Una desgracia.

Las consultas médicas se hicieron cotidianas. Los laboratorios eran parte de la rutina semanal. Muestras, biopsias… y la espera constante de resultados que presagiaran alguna esperanza. Pero nunca fue así. El pronóstico era un muy cercano silencio para aquellas sonrisas.

Sin embargo, su espíritu alegre guardaba ilusión.

La acompañé apenas un par de días durante su primer hospedaje en el frío y oscuro ambulatorio José María Vargas de Maturín, donde estuvo un mes rodeada de otras siete camas. Junto a su hija Mariolim, mi otra hermana, Gilmir, y las morochas, sus vecinas, la lavamos, la afeitamos, la peinamos, la abrazamos. Ya se hacía común que fueran los familiares quienes tuvieran que ocuparse de asear a sus enfermos, suministrarles medicamentos, insumos, alimentación, todo.

—Si se van a quedar acompañando a la señora, recuerden no traer nada de valor y cerrar la puerta —comentó una de las enfermeras.

¿Cómo dormir luego de aquella advertencia?

Era el preludio de noches largas, sentada en una silla plástica al lado de su cama de hospital, vestida con las sábanas traídas de casa. Las conversaciones daban paso a su sueño. Yo apenas lograba cerrar los ojos por instantes.

Así pasaron los días desde aquel diagnóstico, que se hacía más dramático cuando el recorrido por las farmacias nos frustraba: no se conseguía el tratamiento completo. Ahora las enfermedades vienen acompañadas de farmacias vacías, de intentos por conseguir, con los familiares en el exilio, lo que aquí no hay.

En diciembre de 2012 le asignaron uno de los cuartos del Hospital Manuel Núñez Tovar de Maturín. Dos camas. Un baño. Hedor a abandono, a coleto remojado en agua sucia, a polvo, a desesperanza.

Nuevamente nos tocó lavarla, afeitarla, peinarla, abrazarla.

Allí también pasé un par de noches. Pero con un privilegio: nos habíamos quedado solas. Esta vez también corté sus uñas, limpié sus oídos y cambié su pañal varias veces. De nuevo las dos noches fueron largas. Muy largas.

Y mientras recurríamos a las anécdotas felices de juventud, nos burlábamos de todo aquello: del baño lleno de hongos verdes a pesar del cloro que llevamos para limpiar, de los envases de refresco cortados a la mitad para recoger las gotas de agua que salían del tubo oxidado donde alguna vez hubo una ducha, de sentirnos reinas porque aquel cuarto con paredes húmedas y pintura desconchada era solo para nosotras. Para nosotras y para los piojos que se le pegaron en ese lugar.

—En la noche, cierren con seguro y pongan algo pesado detrás de la puerta. Ningún médico vendrá después de las 8:00, así que no abran a nadie.

La advertencia de una enfermera, ese 24 de diciembre, me desveló y, efectivamente, a las 11:00 de la noche alguien intentó abrir la puerta. Nunca supimos quién.

La mañana siguiente despertamos coreando la canción que le compuso Ivo, un cantante muy recordado de los años 70, su admirador de juventud: “Mary Lía, Mary Lía yo te quiero. Mary Lía, Mary Lía yo te adoro”.

 

Con el nuevo año, la “Yiyi”, como le decíamos, regresó a su casa. Le dieron el alta aunque su salud empeoraba. Seguía bajando de peso. Desmejoraba rápidamente. Le dolía todo y no se sostenía en pie. Levantarla de la cama era agotador. Sin embargo, aun sin fuerzas, ella era un bochinche constante. Aun en medio de sus dolores, ella siempre se reía, incluso de sí misma.

—Agárrame gorda, que me puedo desbaratar —me decía mientras me hacía cosquillas en las piernas—. ¿Y después cómo me recoges y me pegas?

Reía, pero estaba resignada.

Y en medio de todo aquello, también se asomaba la vida: Fabiana, la que aún no sabía que vendría a alargarle la vida, cuando parecía que se le apagaba lentamente. Una súbita energía se apoderó de ella: sería abuela. Mariolim estaba embarazada.

Fue al traumatólogo. Se repitió los exámenes. Hizo terapias. Tenía un nuevo motivo.

—¡Bueno, muchacha, párate! ¿O es que tú piensas poner a mi nieta a pasar hambre desde ahorita? ¡Mario, párate que ya el desayuno está en la mesa!

Mariolim no lo podía creer. Ese fin de semana Mary Lía se levantó y preparó arroz, plátanos, ensalada y merluzas fritas.

Volvió a caminar sin andadera dos meses antes de que naciera Fabiana. Intentó volver a ser la misma. Decía que tenía que curarse para atender a su nieta. Y así fue. Corrió, sí, corrió a conocerla el día que nació. La cuidó desde entonces. La dormía junto a ella. Le curó el ombligo, le dio los primeros teteros, la enseñó a caminar, a comer, a bañarse, a empujar el banquito para subirse a la cama. Fabiana parecía entender que “mamaíta” no la podía cargar.

 

Pero en 2016 volvimos a vivir la agonía de la despedida. Esta vez la de ella. Un año antes, había muerto papá. Se fue luego de un día entero pretendiendo que lo recibieran en alguna terapia intensiva de la zona norte del estado Anzoátegui. No había camas. Seis días en una clínica privada que la familia ayudó a pagar. Catorce días en casa, desahuciado. La rutina de cuidarlo transcurría entre buscar oxígeno, pañales y medicamentos inexistentes.

Mary Lía recayó. Un día en una clínica. Un par de días más en el hospital donde ya no podían hacer nada por ella. Cinco días en el Centro Médico de Maturín para hacerle más exámenes. Cuatro días en casa. Otro par de noches juntas. Le costaba respirar. Las sonrisas ya no eran tan constantes.

Volvimos al hospital. Pero esta vez no había una habitación para ella. No había privilegios. No había reinas riéndose de los hongos del baño. La sala de trauma shock del Hospital Manuel Núñez Tovar estaba repleta de gente. Quizá diez camas clínicas remendadas y aglomeradas. Unas seis camillas escasamente dejaban espacio para caminar entre una y otra. Sábanas de flores de colores, de rayas, de cuadros, de personajes de dibujos animados. El hedor a coleto remojado en agua sucia regresó y acompañó al de la sangre, el sudor, la saliva, la comida.

Cuerdas y envases de jugo equilibraban las extremidades enyesadas de un par de pacientes. Solo permitían dos acompañantes, pero quien quisiera podía entrar y salir. Aquello parecía un mercado en domingo. Era tan confuso. Había tanta bulla como chiripas.

La llegada de unos reos heridos y sus familiares me asustó. No había una puerta para cerrar. Tampoco hubo la advertencia de alguna enfermera. Temí que sucediera algo peor, si es que acaso eso era posible.

A Mary Lía le tocó una camilla en la que apenas cabía a pesar de su delgadez. Manipularla era tropezar con el acompañante del vecino, era tocar algo que no deseabas tocar, era añorar los buenos tiempos de aquella familia próspera, de la estirpe “Aristimuñera”.

Esperábamos que le colocasen las plaquetas que Mariolim logró conseguir. Mary Lía tenía los valores sanguíneos muy bajos. Esperábamos que resistiera a ese punto de su enfermedad para iniciar, según lo previsto, un nuevo ciclo de quimioterapias. Esperábamos que se hicieran todos los intentos, porque para eso están los médicos.

De pronto Yiyi comenzó a sangrar por la nariz. También por la boca. Con mi mano derecha levanté su cabeza y procuré despejar sus vías respiratorias. El resto de la familia entraba y salía como todos los demás. A mí nadie me iba a sacar de allí. Gastaba gasas y algodones desmedidamente. Los arrojaba en una bolsa amarrada a las patas de la camilla.

Mariolim volvió a entrar. Permaneció del lado derecho acariciando su cabello. Yo, a la izquierda. Pensó que su intento por respirar era señal de mejoría. La miré y entendió que no era así.

—¡¿Me pueden ayudar?! —imploré a los médicos.

La respuesta de la residente nos ubicó en la realidad. Mary Lía moría en medio del caos, de la indiferencia de quienes juraron salvar vidas. Rodeada de extraños que comprendían ese escenario mejor que nosotros. Entonces cumplí la orden de la joven de bata blanca: limpié la sangre y esperé.

Mariolim se recostó de su pecho. Lloró. Cuando el corazón de Mary Lía dejó de latir, lloré con ella.

A Juan Carlos, el menor de los hermanos, le tocó llevarla hasta la morgue y suministrar sus datos de identificación. Pensé que esa era una tarea para el hombre de la familia. Pero no era así. No es tarea de nadie caminar entre cadáveres desnudos amontonados en el piso.

 

Hoy, a sus 5 años, Fabiana sigue hablando con ella.

—Mamá, estoy feliz. Mamaíta vino y me abrazó. Me dijo que me va a cuidar para que nunca me pase nada. Ella era la que más me quería.

 


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

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Conocí el periodismo en las salas de redacción a las que me llevaba mi papá. Él también me enseñó el amor por las letras mientras me cantaba, me leía o me contaba sus vivencias. Mi práctica es desde la docencia en las aulas de la Universidad Santa María, donde también me formé. Mamá heterodoxa de humanos y peludos. Con una pasión creciente por aprender a narrar historias.

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