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Dos jóvenes venezolanas, hijas de una española, migran juntas a España. Luego de año y medio viviendo en la casa de un familiar lejano, cada una toma un rumbo distinto. Comienzan a buscar su propio camino en un país que no es el de ellas. Y dejan de verse. Esta es la historia de un reencuentro. Una historia en la que se solapan viajes, mudanzas y recuerdos. 

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

Vi a mi padre levantando a la bebé. Era muy pequeña, tenía la piel roja y el cabello oscuro. 

—¡Esa va a ser bien morena! —exclamó mi tía mientras veía embobada cómo mi papá se llevaba a la bebé hasta su pecho—. ¡Ha salido Robles Robles! —sentenció.

Yo miraba la escena guardando distancia, como si ya no fuera parte de algo. Ver cómo mi padre abrazaba a la bebé, mientras todos los demás la miraban extasiados, me llevó a hacer una pregunta que solo una niña de 3 años haría en esas circunstancias:

—¿Y a mí ya no me quieren?

Todos voltearon a verme. Mi abuela, con una cara que estaba entre la angustia y la diversión, respondió:

—¡Claro que te queremos, mi amor!

Ese es el primer recuerdo que tengo de mi hermana Anakarina.

Y es el que viene a mí ahora que espero sentada, viendo por la ventana de un tren que debería salir dentro de cinco minutos. Tengo mariposas en el estómago y un nudo en el pecho. Hace tres meses que no veo a mi hermana. Nunca habíamos estado separadas tanto tiempo. 

Una mañana de neblina, en medio de las protestas de 2017 —esos días turbulentos en los que la gente salía a protestar en contra del régimen de Maduro y las supuestas fuerzas de seguridad reprimían a la población violentamente—, Anakarina entró en mi cuarto.

—Me voy contigo.

La miré, sorprendida.

—¿No vas a terminar la carrera?

—Aunque la termine no me va a servir de nada.

Estaba en 4to año de derecho en la Universidad Central de Venezuela.

Fue así como llegamos a un acuerdo con un primo lejano: nos compró el boleto de avión para finales de septiembre de 2017. El día que salimos de Venezuela, ni siquiera me dio tiempo de despedirme de los perros. Fue todo tan precipitado que aún siento como si algo quedó pendiente, abierto. Una herida. 

Al llegar a España empezamos a vivir con unos tíos abuelos. Lejanos. El plan era esperar tres meses y, a partir de allí, solicitar la nacionalidad bajo el argumento de que nuestra madre era española, pero por problemas burocráticos dentro del Consulado de España en Venezuela, esos tres meses se convirtieron en un año y medio.

Sin papeles y sin ingreso fijo, por las noches mi hermana y yo llorábamos en la misma cama, una de espalda a la otra, preguntándonos cuánto tiempo más tendríamos que esperar para conseguir la tan ansiada independencia. 

—Tiene que haber una forma de que podamos legalizar nuestra situación —dijo convencida.

—Yo creo que deberíamos irnos a Uruguay. Quizá ahí sea todo un poco más fácil.

—Está bien. Si no podemos legalizar nuestro estatus en los próximos meses, pues nos vamos a Uruguay. ¡Pero no me voy a ir de aquí sin haberlo intentado! ¡Somos hijas de una española, algo debemos poder hacer!

Siempre me consideré la más fuerte por ser la mayor, pero, para ese momento, me quedaban pocas fuerzas. 

Al final, cada una tuvo que agarrar por su lado, buscar su propio rumbo en un país que no era el nuestro. 

Había quedado con mi hermana a las 10:00 de la noche en el Burger King de la Rambla Nova en Tarragona. Mientras que yo había encontrado trabajo en una parafarmacia manejada por chinos en Barcelona, ella había encontrado empleo sirviendo comida rápida a casi 100 kilómetros de distancia, en la ciudad de Tarragona.

—¿Y en dónde vas a trabajar? —le pregunté en un mensaje. 

—En un Burger King.

Al leerlo, sentí un bajón. Recuerdo cómo se tensó mi mandíbula.

—¿Y qué tal?

—Bastante bien. En realidad, es mejor de lo que esperaba.

Eso suavizó un poco mi bruxismo.

—Me alegro, chama. Ya sabes que, si te tratan mal o algo, los mandas a la mierda. Por el dinero no te preocupes que yo te ayudo.

—Tranquila, chama. Estoy bien.

El mar Mediterráneo es mucho más oscuro que el mar Caribe. Siempre me ha parecido más solemne. Con la mirada fija en esas profundidades, una pregunta, que pululaba en mi cabeza desde que mi hermana había logrado su independencia, era si se sentiría igual de miserable que yo con su nueva vida. Eso me daba miedo. No quería que ella pasara por lo mismo que yo estaba pasando.

De pequeñas siempre fui la más extrovertida. Recuerdo una vez que mi hermana hacía exactamente lo mismo que hacía yo, y me daba rabia.

—¡Karina no deja de imitarme! —le grité molesta a mi papá.

—¿Quieres saber por qué tu hermana hace lo mismo que tú? 

Lo miré expectante, con el ceño fruncido.

—Porque te admira. 

Cuando yo cursaba 4to grado de primaria y ella estaba en 2do, durante uno de los recreos, un niño mucho más pequeño que yo me tocó el brazo con timidez.

—Están molestando a Anakarina —me dijo.

Corrí lo más rápido que pude hasta donde ella estaba, y encontré a mi hermana encogida en un banquito. Un niño sostenía un peluche de pokemon, y lo movía delante de ella, burlándose.

Me le acerqué por detrás y le arranqué el peluche con violencia.

—¿Tú qué haces con el peluche de mi hermana? Si te vuelves a meter con ella, te voy a reventar esa cabeza de bombillo que tienes. ¿Me oíste?

Le devolví el peluche a mi hermana, ella me dio las gracias y siguió jugando como si nada.

Al llegar a la caja, en donde despachaban la comida, vi a mi hermana con el uniforme del Burger y una gorra con visera que tenía bordada una mini hamburguesa. Me pareció que se veía bonita, con mucha más vitalidad de la que recordaba. Había una fila de personas esperando, y me sentí agobiada. Ella, por su parte, seguía atendiendo a los clientes. Conversaba, sonreía, incluso podía escuchar lo que decía desde donde estaba, algo inusual considerando que siempre hablaba muy bajito.

Me senté en una de las mesas que quedaban apartadas, pero desde donde podía seguir viéndola. Era rápida, mucho más que yo en mi trabajo. Se movía de aquí para allá con facilidad: sacaba un pedido, guardaba una orden, cobraba. Me costó reconocerla. El nudo que tenía en la garganta desapareció para convertirse en un cosquilleo en el pecho que bajaba hasta el estómago. La miraba sin poder dejar de sonreír como boba. 

Al terminar su turno, nos reunimos y nos fuimos caminando juntas a su casa.

Lo primero que noté al entrar al apartamento fue lo bien que olía. Lo segundo, lo ordenado que estaba. Se veía impoluto.

Me indicó dónde estaba cada cosa y, cuando llegamos a la habitación, no pude evitar reírme: había dos camas, una perfectamente hecha, y la otra sin hacer.

Cuando éramos niñas, dormíamos en la misma habitación. Pero cuando cumplí 13 años quise dormir sola. Mi papá se las ingenió para arreglar una habitación pequeña, en un espacio desaprovechado de la casa, y, a partir de entonces, pude manejarme como quise: en el clóset, la ropa ordenada por colores; mis libros, del más pequeño al más grande; y la ropa sucia en la cesta de la ropa sucia. Ella, en cambio, siempre fue más despistada con esas cosas, y yo no lo soportaba.

Anakarina señaló la cama perfecta y dijo:

—Esa es la tuya. Te puse las sábanas de Pikachu.

—¿Para cazar pokemones mientras duermo?

Reímos las dos.

Esa noche dormí muy bien. Me desperté pronto, creo que serían las 6:00 de la mañana, pero me quedé en la cama. Al otro lado, Anakarina dormía plácidamente, con la boca abierta, como siempre.

La recordé de pequeña, con sus botas de lluvia y su muñequito de Hércules en una mano. De pronto, sentí un cosquilleo que me subía a los ojos. No quería que el tiempo siguiera corriendo, pero tampoco quería desperdiciar momentos de estar con ella. 

A veces es difícil ser persona. 

Para el almuerzo de ese día, hice una pasta y ella un pollo al horno. Y, cuando estuvo listo, nos sentamos a comer, una frente a la otra.

—¿Cuándo aprendiste a cocinar?

—La necesidad obliga. ¿Está bueno? Lo sazoné con soja, miel y jengibre.

—Elegancia…

—Elegancia nada. ¡Está bueno! ¿Cómo te va con los chinos? —me preguntó.

—Bueno. Son imbéciles y la encargada es una estúpida. Es una gritona y grosera. Cada vez que me equivoco, gruñe; pero ahí voy. ¿Tú qué tal?

—Bien. Solo tuve un encontronazo con un pendejo los primeros días, pero luego lo echaron. A veces, los horarios son un poco malos. Ahora solo tenemos que aguantarnos un año así para que nos renueven la residencia. Al menos ya no vivimos mantenidas, ni ilegales.

—Aunque reconozco que me haces falta —empecé a llorar.

—Pero, chama, no llores. Todo está bien —me dijo entre la risa y la incomodidad.

—Lo sé. Pero no puedo evitar sentirme así. 

En mi cabeza, no dejaba de pensar en el momento en que tuviera que volver a la soledad de Barcelona. No quería.

Mientras ella estaba en el trabajo, fui hasta la habitación y miré su cama deshecha. En su repisa, me llamó la atención ver una botella de vidrio muy pequeña. La agarré para detallarla y ahí la reconocí. Era la botella que pidió durante el vuelo que hicimos de Venezuela a España hacía ya dos años.

Esa fue la primera vez que ambas viajábamos a otro país. Ella pidió un vino tinto y yo un vino blanco. Nos sentíamos opulentas. Cuando terminé mi botellita de vino, la guardé en el bolso, porque no quería olvidar ese momento.

No sabía que ella había hecho lo mismo. 

Dejé la botella en su sitio y fui hasta su escritorio. Allí estaban sus dibujos, sus lápices y sus plumas. Me alegró ver que, a pesar de todo, seguía dibujando. Por mi parte, sentí, después de mucho tiempo, esa presión en el pecho de querer retomar la escritura. Aproveché una de nuestras salidas para comprar una libreta. En la portada, tenía una llama con lentes de sol. Me pareció muy graciosa y motivadora. Luego ordenamos unas pizzas y almorzamos en casa.

—No quiero que se acabe este fin de semana.

—Yo tampoco —respondió.

—Puedes venir a visitarme más seguido, si quieres. Lo único es que igual te sale muy caro estar comprando el boleto.

—No importa.

—¿A qué hora tienes pensado agarrar el tren?

Sentí una piedra en el estómago.

—No sé. ¿A qué hora entras a trabajar hoy?

—A las 7:00 de la noche.

Empaqué mis maletas y salimos a tomar un café. Al entrar al local, vimos la barra llena de platos, tazas y demás. Solo había una chica para atender, cobrar y recoger las mesas. Por su acento, me di cuenta de que no era española, lo más seguro es que fuera peruana. Le pedimos dos cafés y nos sentamos en la parte de afuera. 

—La vida del inmigrante —suspiré.

—La vida del inmigrante pobre.

—Si tuviéramos plata, todo sería diferente.

—Pero dentro de lo malo, al menos ahora tenemos papeles, chama.

—Me alegra ver que estás bien —dije.

—Sí. La verdad es que el Burger está muy bien.

—Yo me refiero a todo. Me alegra ver que eres una adulta independiente. Me ha sorprendido lo limpia que tienes la casa.

—¡Limpié porque tú venías! ¡Y he cocinado también por ti! Normalmente suelo cenar nuggets grasientos que sobran cuando cerramos el Burger.

—La verdad es que yo me siento muy miserable en Barcelona. Odio trabajar con chinos, odio compartir piso con cinco desconocidos, odio que todo sea tan caro.

—¿Y por qué no cambias de trabajo? ¿O de piso?

—Tengo miedo de no encontrar otro trabajo y que luego no me renueven el permiso.

—Te entiendo. Pero al menos ahora podemos vernos más seguido. Además, piensa que hemos pasado por cosas peores. Esto también pasará.

—Esto también pasará —repetí, como un mantra.

De pronto, sentí tranquilidad. Recordé la frase favorita de mi padre: “Todo pasa”.

Caminamos hasta la estación y, después de un rato en el andén, una voz salió de las cornetas: “Barcelona, Estació de França. Andén 2”. Mi hermana y yo nos quedamos viendo cómo el tren entraba a la estación. Se me aceleró el corazón. Empecé a llorar. Quise disimular. No quería incomodarla, tampoco quería parecer dramática. Así que me sequé las lágrimas torpemente y volteé a verla para despedirme. 

Sus cachetes estaban muy rojos. El rímel creó una sombra negra debajo de sus ojos empapados. Se me hacía tan raro verla así y, al mismo tiempo, me conmovió sentirla tan cerca.

—Te quiero mucho —le susurré.

—Y yo a ti. Puedes venir cuando quieras. Solo avísame y, si tengo que cambiar el turno con alguien, lo hago —dijo con voz quebradiza y la cara como un tomate.

—No me quiero ir —dije rompiendo a llorar otra vez. El rostro de mi hermana se contrajo y también empezó a llorar.

No dijo nada. En realidad, tampoco esperaba que lo hiciera. Solo quería que supiera lo que sentía. Subí al tren y me quedé en la puerta viéndola, moviendo mi mano de un lado a otro. Ella hacía lo mismo.

–Sí. Chao, chamita.

—Nos vemos.

Mientras buscaba asiento, vi a través de la ventana cómo mi hermana me seguía. Cuando encontré un asiento junto a la ventana, me senté. Ella se quedó quieta del otro lado junto a mí. Escuché el pitido que indicaba el cierre de puertas y, en pocos segundos, el tren empezó a moverse muy despacio.

Abrí el bolso, saqué la libreta con la llama. La abrí en la primera página y me quedé pensando cómo empezar. 

Hace mucho tiempo que no escribo algo. Estoy camino a Barcelona. Pasé el fin de semana con mi hermana en Tarragona. Me he dado cuenta de algo que no había sido capaz de entender antes: hemos crecido. Y eso duele. Pero me alegra.

el aula e-nos

Esta historia fue producida en el curso La emoción es la clave, dictado por Héctor Torres, en El Aula e-nos.

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Nací en Caracas pero me crié en San Antonio de Los Altos. En Venezuela me llamaban española y aquí en España creen que vengo de Islas Canarias. Extranjera, para los amigos. Socióloga en la UCV. Escribo porque me gusta y me ayuda a mantener un poco la estabilidad con el mundo.

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