Eso que les vino en la sangre
Han sentido la adrenalina que recorre el cuerpo cuando la vida de otros pende de un hilo. Han vivido minutos intensos en ambulancias, hospitales, salas de espera y urgencias. Han atendido a heridos en accidentes de tránsito o por armas de fuego, damnificados, parturientas e infartados. Saben actuar con precisión y mesura ante una catástrofe. Y se empeñan en enseñar eso a todo el que lo necesite. Yham Perdomo y Norys Celis son esposos, paramédicos y profesores de la Fundación Venemergencia.
FOTOGRAFÍAS: MARTHA VIAÑA
¿Es un quirófano? Hay camillas cubiertas con tela quirúrgica. Hay un monitor para vigilar ritmos cardíacos, parales para colgar tratamientos endovenosos, inyectadoras, bombas de oxígeno, vendas, gasas, alcohol. En una de las camillas hay un maniquí de un cuerpo humano masculino en tamaño real. Y dentro de un armario, más figuras así: hombres, mujeres, bebés, niños, embarazadas, todo de plástico.
Norys Celis y Yham Perdomo entran a la habitación como quien ha llegado a su reino.
—Esto puede ser una sala de partos, una sala de cirugías, una unidad de cuidados intensivos. Tenemos todo para convertir este espacio en lo que quieras —sonríen.
Ellos han sentido la adrenalina que recorre el cuerpo, como un corrientazo, cuando la vida de otros pende de un hilo. Han vivido minutos intensos en ambulancias, hospitales, salas de espera y urgencias. En compañía de médicos, han atendido a heridos en accidentes de tránsito o por armas de fuego, damnificados, parturientas, infartados. Han aplicado electroshock, antídotos para mordidas de serpientes. Podría decirse que al fragor de tantas angustias han ido macerando la calma: saben desenvolverse con mesura y precisión. La serenidad parece ser un superpoder que les permite saber qué hacer y cómo actuar ante una catástrofe para preservar la vida de ellos y la de quienes les rodean.
—Nosotros nunca nos desesperamos —dice Yham—. Quienes nos han visto trabajar en una ambulancia se sorprenden porque a veces ni nos hace falta hablar entre nosotros…
—…Nos vemos cara a cara y ya sabemos cómo proceder —agrega Norys.
Es como si fuera una danza. Hay complicidad, mucha sincronía. Y es lo que se empeñan en compartir con otros; lo que enseñan aquí, en este salón que puede ser un quirófano, una sala de partos, una sala de urgencia, una unidad de cuidados intensivos, lo que sea.
Es la sede de la Fundación Venemergencia.
Dicen que tal vez esto les vino en la sangre.
Yham Perdomo, hijo de dos médicos —traumatólogo él, internista ella—, desde muy pequeño acompañaba a sus padres al trabajo. Creció en pasillos de hospitales de Caracas mientras ellos pasaban consulta. Aprendió a tomar la tensión, a inyectar y a entender la caligrafía enrevesada de los doctores. Todavía no se había cruzado con Norys Celis, pero en esa época ella estaba, como él, aprendiendo.
Nacida del vientre de una mujer adventista y voluntaria de la Cruz Roja, Norys iba con ella a misiones en las que dictaba charlas de distintos temas de salud. La veía insistir en la prevención y tratamiento de quemaduras. La señora se había sumado a ese grupo luego de que sus primeros hijos, unos gemelos, murieron, siendo bebés, por inhalación de humo de fuegos artificiales.
Con esa historia a cuestas, Norys y Yham se conocieron en la adolescencia. Estudiaron juntos en el liceo. Se hicieron novios y, al cabo de varios años, en 1994, se casaron. Ella se graduó de fisioterapeuta y pasaba consultas privadas; mientras él, aficionado a los animales, comenzó a trabajar en una tienda de peces. Tuvieron dos hijos. Y llevaban una vida normal, sin mayores contratiempos, hasta que la vida los puso ante un desafío que lo determinaría todo.
Un domingo de 1998, Yham salió con unos amigos a manejar bicicleta en el Ávila y se perdieron. Quedaron atrapados en unos arenales en una zona boscosa de la montaña. Un grupo de rescate que hacía vida en el cerro llegó hasta donde estaban y los sacó sanos y salvos.
El asunto no pasó a mayores, pero Yham quedó marcado por la experiencia. La semana siguiente, aún conmocionado por lo que había vivido, decidió incorporarse al grupo que lo había rescatado. Y Norys fue con él. No tenían otra aspiración que aprender más sobre primeros auxilios y sumarse como voluntarios.
Pasaron un año en la fase de adiestramiento, y cuando estaban terminando llegó la verdadera prueba de fuego.
O, más bien, de agua.
A mediados de diciembre de 1999 en el país llovía a cántaros. Sobre todo en La Guaira, donde los caraqueños suelen ir a pasar días de sol frente al Caribe, los chaparrones no paraban: llovía de día, llovía de noche. Se comenzaron a desbordar los ríos; del Ávila, la montaña que divide a Caracas del litoral, se desprendían enormes rocas y árboles, y un lodazal de corriente endemoniada se llevaba todo a su paso. Había muertos, desaparecidos, damnificados, familias desmembradas, gente sin otra cosa que la ropa que llevaba puesta.
En medio de la devastación, estaban Norys y Yham tratando de aplicar lo que habían aprendido en el grupo de rescate. Fueron días de mucho trabajo. De lágrimas y de quién sabe cuántos muertos. Vieron cosas terribles que luego prefirieron olvidar. Se quedaron con la sensación de que en la contingencia hubo muy buenas intenciones pero poquísima gente preparada para atender emergencias a gran escala. Entonces la cabeza se les convirtió en un torbellino de dudas:
¿Dónde estudian los paramédicos en Venezuela?
¿Se puede hacer una carrera de paramédico?
¿Alguna institución seria los certifica?
¿Cuál?
Para los esposos, aquellas preguntas devinieron en leitmotiv. Volvieron a formulárselas dos años después, en 2002, cuando durante disturbios que colmaban las calles del este de Caracas tuvieron que salir corriendo con sus hijos, asfixiados por las bombas lacrimógenas, a una clínica cercana.
Y una vez más se las hicieron el 22 de noviembre de ese año. Ocurrió que un carro atropelló a la madre de Norys en la Panamericana, la carretera que une a Caracas con los Altos Mirandinos. El auto que la impactó se dio a la fuga y la señora quedó tendida en el asfalto, sola, durante unas tres horas. Algunas personas que pasaban por ahí, en lugar de auxiliarla, robaron varias de sus pertenencias. Cuando llegó una ambulancia, la recogieron y la llevaron al Hospital Victorino Santaella, en Los Teques, en vez de al Periférico de Coche, que desde ese punto de la vía quedaba a apenas 15 minutos.
Cuando Norys llegó al hospital, supo que el traslado había sido inadecuado, que a su madre no la habían atendido a tiempo y que la habían presentado como una indigente. “¡Pero cómo van a decir eso, si mi mamá hasta tiene el pelo recién pintado y las uñas hechas porque ya viene la Navidad!”, respondió indignada.
Semanas después, al pie de la cama, mientras la señora agonizaba, Norys recordó todo su pasado: a su esposo perdido en el Ávila, la tragedia de La Guaira, a ella corriendo con sus hijos a una clínica. Y fue como si de pronto se le revelara una misión: le prometió a su madre que iba a dedicar su vida entera a enseñar primeros auxilios.
Para que a ninguna persona le tocara ese final que ella estaba teniendo.
Nadie enseña lo que no sabe.
Norys y Yham siguieron formándose en el grupo de rescate. Él empezó a trabajar formalmente en el área —primero en Protección Civil, luego en el departamento de salud de una alcaldía de Caracas y después en un servicio público de ambulancias— y ella seguía manteniendo su consulta como fisioterapeuta.
Un día de 2008, la Sociedad Venezolana de Medicina de Emergencia y Desastre los invitió a una capacitación que llevarían a cabo en alianza con el Decanato de Medicina de la Universidad Central de Venezuela. El programa, cuyo objetivo era formar a técnicos en rescate y emergencia prehospitalaria, duraba 1 mil 200 horas académicas. Entre el trabajo, los hijos y el grupo de rescate, a los esposos no les quedaba mucho tiempo libre. Pero cuando vieron que el pénsum era muy completo —anatomía, fisiología, entre otras materias— se dieron cuenta de que allí estaban las respuestas a esas preguntas que tanto les habían rondado la mente.
Dijeron que sí: durante un año no dejaron de asistir a las clases cada sábado. Aprendieron mucho. Y se hicieron profes: al terminar, comenzaron a darle clases a la siguiente cohorte.
Iniciaron el camino que nunca abandonarían.
La promesa estaba siendo cumplida.
Así, en gerundio.
Un tiempo después, un doctor, que era jefe de Yham, debía impartir un curso pero no quería hacerlo solo. Era jefe de operaciones de Venemergencia. Entonces llamó a Yham para preguntarle si se animaba a acompañarlo a dar esas clases. Yham tenía más que soltura para enseñar y no lo dudó.
Así conoció qué era Venemergencia, una plataforma que habían ideado dos estudiantes de medicina de la Universidad Central de Venezuela. Andrés González y Luis Velásquez, en sus prácticas hospitalarias, se fueron dando cuenta de que las personas acudían a las salas de emergencia para atender situaciones de salud que podían haberse resuelto en casa. O que iban al hospital cuando ya era demasiado tarde. Los jóvenes sentían que era necesario ofrecer orientación para ayudar a los pacientes a tomar mejores decisiones.
Al principio, dieron cursos gratuitos de primeros auxilios los fines de semana. Luego algunas empresas comenzaron a contactarlos para que les dieran talleres a su personal (como ese al que iría Yham). Venemergencia siguió evolucionando, entendiendo cómo generar valor hasta convertirse en una empresa pionera en telemedicina y atención médica domiciliaria.
En 2009, los doctores Luis y Andrés se empeñaron en dar un paso más allá de ese propósito: querían crear una fundación que se encargara del adiestramiento, no solo del personal, sino de todo aquel que lo necesitara.
¿Quién era el indicado para ello?
Llamaron nuevamente a Yham y le contaron.
—Yo no puedo, porque no tengo mucho tiempo libre, pero mi esposa sí.
Entonces los reunieron en el comedor de la sede de Venemergencia y les dieron más detalles del proyecto: soñaban con formar brigadas comunitarias, en distintos barrios de Caracas, para que ante una emergencia los mismos vecinos supieran qué hacer sin esperar a que llegara una ambulancia. El razonamiento era lógico: en la mayoría de los barrios, las ambulancias no pueden estacionarse en las puertas de las casas, a las que se llega subiendo cientos de escalones; entonces, una brigada capacitada podría estabilizar al paciente y, mientras la ambulancia va en camino, bajarlo hasta donde podrá buscarlo.
¿Cómo se podía costear algo como eso? Con los ingresos que obtendrían a través de cursos a instituciones privadas.
—Es que el conocimiento no puede ser egoísta —les dijo uno de los doctores en aquella reunión.
Esa frase parecía ser la premisa que englobaba todo: se trataba de poner el conocimiento al servicio de quien lo pudiera necesitar.
Y otra vez llegó a la mente de Norys aquella promesa que le hizo a su mamá.
Ella no podía decir que no. Y comenzó a trabajar en la formación de esas brigadas, mientras, en paralelo, seguía con otras ocupaciones.
En 2012, el doctor Andrés llamó a Norys para que lo ayudara con un asunto administrativo, y aprovechó la reunión para hacerle una petición:
—¿Por qué no te quedas aquí a tiempo completo?
Le insistió en que podía coordinar el diplomado que la Fundación Venemergencia comenzaría a dictar con el aval de la Universidad Simón Bolívar. El programa era para formar a Proveedores de Auxilio Médico de Emergencia (PAME), y estaba dirigido al personal de salud. ¿Por qué? Porque la experiencia les decía que hay muchas cosas que los médicos no aprenden en sus carreras porque nadie se los enseña. Como consecuencia, en las emergencias hay un gran muro que separa lo que ocurre afuera de los hospitales de lo que se vive dentro. Solo con formación esa línea podría borrarse, de modo que la atención para los pacientes fuera más integral. Es decir, que los médicos entiendan a los paramédicos y los paramédicos entiendan a los médicos. Que hablen el mismo lenguaje.
Norys, desde luego, se quedó. Y Yham, quien más tarde renunció a sus demás trabajos, se incorporó también a tiempo completo.
Mucha agua ha corrido desde entonces.
Se convirtieron en los coordinadores del diplomado que ya lleva 8 cohortes y unos 150 egresados. En la plantilla de docentes hay internistas, intensivistas, pediatras, psiquiatras, gineco-obstetras: especialistas que saben cómo debe ser el abordaje prehospitalario ante cada situación. Los participantes no solo aprenden aspectos teóricos, sino que también cumplen con un período de pasantías tanto en ambulancias como en emergencias de hospitales.
A comienzos de 2022, decidieron tocar la puerta en el Hospital José María Vargas, acaso el más antiguo de Caracas, para que los estudiantes del diplomado pudieran cumplir ahí sus pasantías. Norys y Yham fueron con sus camisas de la Fundación Venemergencia y con un mensaje claro: no venimos a pedir, venimos a tratar de ayudar.
No solo ofrecieron la mano de obra de los pasantes, sino que prometieron dar cursos a médicos, enfermeras y enfermeros sobre, por ejemplo, soporte básico de vida, cosa que, aunque parezca insólito, no se enseña en las escuelas de medicina.
Y allí están. Contentos con lo que ha sido una experiencia tan enriquecedora como exitosa, porque han comenzado a ver cómo esa línea divisoria que separa el hospital de la calle es cada vez más tenue.
Desde que Norys y Yahm llegaron a la Fundación Venemergencia han capacitado a unas 13 mil personas en todas las líneas formativas de la institución: cursos de primeros auxilios a empresas, el diplomado y la educación comunitaria. Han dado clases desde cuidados intensivos en ambulancias hasta primeros auxilios ante mordeduras de serpientes. A niños de preescolar, a médicos, a estudiantes de medicina…
Pueden pasar horas y horas relatando anécdotas de alto voltaje que han acumulado a lo largo de estos años. Cómo asesoraron a un médico indígena de Amazonas sobre el protocolo a seguir con un paciente que había sido mordido por una mapanare. Cómo trabajaron como paramédicos en las protestas de 2014 y 2017 para apoyar a sus alumnos (que estaban manifestando o que intentaban ayudar a los heridos). Cómo construyeron un pequeño centro de operaciones en la fundación durante los apagones de 2019, para que los venezolanos migrantes pudieran saber de sus familiares incomunicados dentro del país.
—Estamos preparados para escenarios así, en los que la mayoría no sabe qué hacer —dice Yham.
Aunque ya suman 17 años dando clases, todavía se emocionan cuando los reconocen como maestros. En la calle, en el supermercado o incluso entre renombrados profesionales de la salud. Hace un tiempo, Norys fue a presentar una ponencia en un congreso de medicina en el Centro Médico Docente La Trinidad. Entre las eminencias que estaban allí reunidas, había una que la conocía: “¡Profe, profe!”, corrió a abrazarla apenas la vio.
Era un doctor al que le había dado clase cuando era un jovencito comenzando su 1er año de medicina.
—Que eso sucediera… que nos reconocieran como profesores allí, entre los especialistas más connotados… para mí, para nosotros, lo fue todo.
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Erick Lezama
Sobreviví al cáncer para contar la vida con sus luces y sombras. Soy periodista-narrador y editor senior de La Vida de Nos, donde cada día conjugo los verbos creer y crear. Tengo la certeza de que las historias son puentes en los que nos encontramos con los demás y con nosotros mismos.