Escuchar el rugido de los camiones
Desde muy niño, Alcides aprendió de su padre el negocio de distribuir cosechas. Cada mañana, salían en un camión a recorrer mercados de Caripe, el pueblo del estado Monagas en el que vivían, y de otras localidades cercanas. Sentían que ese oficio siempre les daría prosperidad.
Fotografías: Luis Boada
Alcides mira hacia el pequeño huerto que sembró en el patio de su casa. Hay matas de plátano, café, naranja, apio España, perejil y muchas más. Tiene 80 años y dice, con orgullo, que en enero de 2021 cumplirá 81. Se le nota vigoroso. Camina con soltura; apenas cojea de la pierna derecha, a consecuencia de una embestida que le dio un toro hace años. Siempre viste pantalón de pinzas y guayabera muy bien planchada. Acostumbra llevar en el bolsillo un peine de mano pequeño que saca, a cada rato, para echarse el pelo hacia un lado.
—Como se peinan los caballeros —dice.
Del huerto sacará los aliños para darle sazón a la carne de las hallacas que preparará en diciembre junto a su esposa y a seis de sus siete hijos. Solo faltarán la hija y un par de nietos que migraron. A ellos no deja de extrañarlos.
Alcides se aferra al campo. Nació en Caripe, un pueblo del norte de Monagas, en el oriente venezolano, que parece un jardín natural de grandes dimensiones. El clima frío de su tierra contrasta con el calor de Maturín, la capital del estado, donde ahora vive.
De su padre aprendió a labrar la tierra y el negocio de vender las cosechas. Alcides era el compañero inseparable de El Indio, como cariñosamente le decían al señor en el pueblo. Cuando tenía 10 años, siempre ocupaba el puesto de copiloto en el camión donde trasladaban las cosechas que ofrecían en los mercados, tanto de Caripe como de otros pueblos y ciudades.
Eran los años 50. Entonces Venezuela comenzaba a ser pujante. Mientras el mundo curaba las cicatrices de la Segunda Guerra Mundial, el país disfrutaba de los ingresos provenientes de la explotación petrolera y tenía el Producto Interno Bruto per cápita más alto del mundo. La familia de Alcides, sin embargo, poca importancia le daba al furor que causaba el petróleo. Siguieron en el campo. Porque por aquellos días, cultivar la tierra daba frutos. Y los daba en abundancia. El comercio de café, frutas, verduras y hortalizas era un negocio próspero. Al menos para ellos.
Muy temprano, padre e hijo salían a recorrer los más de 52 kilómetros de distancia que hay entre Caripe y Maturín.
—¿Para dónde vamos hoy? —le preguntaba Alcides antes de salir.
—Hay que llevar la carga a Maturín, ¿traes cobija? Mira que hace frío; no te vayas a encoger aún más en la vía. Vaya y busque la cobija para que le dé calor —bromeaba El Indio.
En el camino, Alcides escuchaba anécdotas que le relataba el padre, muchas vinculadas a las faenas del campo. Si bien no era una familia adinerada, sí contaban con todo lo que necesitaban para estar cómodos.
Pero una mañana de septiembre de 1955 hubo un cambio de rumbo.
Alcides no quería levantarse. Se sentía cansado, abrazaba las sábanas. Aunque debía ir junto a su padre a Maturín a entregar una cosecha de café, decidió regalarse unos minutos adicionales de sueño. Entonces un grito de espanto lo sacó de la cama: era la voz aterrorizada de su madre.
Creyendo que algo le pasaba, corrió hacia donde estaba para ayudarla. Al asomarse al corredor vio la silueta de ella sobre el cuerpo de su padre: él estaba tendido en el piso con un cinturón cortándole el cuello.
La madre lloraba, pedía ayuda.
Quería arrebatárselo a la muerte, pero ya era tarde.
Alcides, que era un adolescente de 15 años, fijó los ojos en el rostro del hombre que yacía en el piso. Recordó todos los viajes, las largas conversaciones, todas las anécdotas junto a él. Sintió rabia. Su padre acababa de partir a un nuevo viaje. Y se había ido así, solo, sin avisarle.
Tras la muerte de El Indio, la familia debió entregar el camión para pagar una deuda pendiente. Y, para subsistir, comenzaron a vender empanadas, que preparaba la madre; otras veces yuca o café. Alcides trabajaba en lo que podía para ayudarla a mantener a sus seis hermanos menores. Se volvió un agricultor experto. Labró la tierra hasta que luego de cumplir 22 años decidió parar.
Seducido por el boom petrolero, decidió irse a Caripito, un pueblo ubicado a dos horas y media de Caripe, para trabajar en la Creole Petroleum Corporation, empresa estadounidense que se había establecido en Monagas para explotar petróleo. Había escuchado que podían ofrecerle un buen sueldo. Allí lo contrataron y le fue bien. Pero al cabo de un par de años, se retiró porque sintió que en la Creole solo estaba destinado a ser obrero.
No volvió a Caripe. Se quedó en Caripito, donde en 1966 se casó con una joven del pueblo con quien tuvo siete hijos. Durante una década se dedicó a trabajar para empresas de la zona que distribuían café y con el dinero que ahorró, levantó una tienda propia en la que vendía frutas, verduras, hortalizas y alimentos no perecederos. Era un negocio próspero. Entrado en sus 30 cumplió un sueño: compró su propio camión y retomó los recorridos que habían quedado en pausa tras la muerte de su padre.
Compartía sus labores entre la tienda y la distribución de verduras y hortalizas en el camión, tanto en mercados de Caripito como de Maturín. Las ganancias de sus ventas le permitían vivir sin mayores preocupaciones económicas. Alcides, sin embargo, quería irse a la ciudad. No se veía por siempre en Caripito. Así que más adelante, en la década de los 80, vendió la tienda y decidió mudarse a Maturín, capital del estado Monagas, junto a toda su familia. Allí montó tres locales, donde igualmente ofrecía verduras, hortalizas, granos, frutas y alimentos no perecederos.
Cuando José Ángel y Rafael, dos de sus hijos, se hicieron adultos, se entusiasmaron con la idea de hacer crecer el negocio. Quisieron apoyar a su padre en el oficio de distribuir alimentos, tal como este lo había hecho con ese abuelo al que no conocieron.
Incorporaron dos nuevos camiones que sustituyeron al viejo. Se les ocurrió comercializar gallinas. Irían hasta Maracay, en el centro del país, a comprarlas para luego venderlas en Monagas al mayor y al detal. Estaban convencidos de que sería rentable.
En 1994, los viajes eran frecuentes y el negocio próspero. Se la pasaban recorriendo los casi 600 kilómetros que separan a Maturín de Maracay. Siete horas aproximadamente por carretera. En esos recorridos encontraban no pocos obstáculos. En los puestos de control eran costumbre las requisas, las solicitudes de documentos y las retenciones de la mercancía. Siempre había algún contratiempo que solían superar cuando le entregaban parte del cargamento a los guardias nacionales.
Una vez, un día de 2010, un hecho sobrepasó los abusos a los cuales habían estado sometidos durante más de una década.
—¿Para dónde va la carga? —le preguntó un militar.
—Para Maturín, oficial.
–¿Tiene permiso para el traslado?
—Sí, claro. Aquí lo llevo.
—¡Retengan el camión!
—¿Por qué?, ¿qué falta? Todo está en regla.
—No me le den paso a este camión.
Al cabo de unas horas, les devolvieron el vehículo, pero antes los guardias se encargaron de bajar hasta la última gallina que llevaban en la parte trasera para venderlas a la gente del pueblo. Toda la inversión se había perdido.
Para evitar más incidentes como ese, entendieron que les resultaba mejor negociar con los militares. En los siguientes recorridos, parte de la carga de gallinas se iba quedando en manos de los funcionarios para que les permitieran continuar el viaje. Era eso o resignarse a perder toda la mercancía. Y no dejaban de sentirse indignados. Sobre todo, porque antes se habían sentido esperanzados con Hugo Chávez Frías, quien en ese entonces gobernaba el país, y en sus discursos decía que iba a reivindicar la labor de los trabajadores del campo. Alcides y su familia solo encontraban obstáculos para poder continuar con su oficio. Obstáculos que en los años venideros se multiplicarían, pero que siempre encontraban la forma de sortear.
El país fue cambiando a una velocidad vertiginosa. Avanzó hacia una crisis que trastocó la vida diaria de la gente. En los mercados no había comida, escaseaba el dinero en efectivo, fallaban los servicios públicos. Las personas comenzaron a migrar. En 2017, aunque Alcides se esmeraba en las ventas, una feroz hiperinflación diluía los ingresos. Por eso se les hacía difícil reponer el inventario de la tienda. Y fue así que decidieron quedarse solo con el negocio de compra y venta de gallinas.
Las carreteras se hicieron cada vez más inseguras porque en ellas operaban bandas delictivas que atacaban a los conductores. Transitarlas por la noche era riesgoso. Aun así, la familia no paralizó los camiones. Los viajes continuaron. Y los desafíos también: después de que Venezuela disfrutara durante décadas de la abundancia petrolera y de gasolina gratis, el combustible comenzó a escasear. Eso significaba un problema para la distribución de la mercancía. Tenían que hacer recorridos más cortos. Ya no podían planificar las rutas que transitarían.
Los viajes que comenzaron en los años 50 están detenidos. Ahora los camiones están atascados en largas colas de estaciones de servicio. Allí también hay guardias nacionales: están controlando quién ingresa a recibir unos cuantos litros de gasolina. Los hijos de Alcides se turnan en jornadas agotadoras. Se van siempre por la noche y pueden pasar allí entre 12 y 24 horas. Dicen que de nada les ha valido tener salvoconducto de la Alcaldía de Maturín, otorgado a los sectores prioritarios, entre ellos el del transporte de alimentos. La decisión de dejarlos entrar a la gasolinera depende siempre del estado de ánimo de los funcionarios. Si la suerte les acompaña logran unos 20 litros de gasolina, que no alcanza para hacer recorridos entre ciudades. Por eso se mantienen surtiendo solo unos pocos negocios en Maturín.
Alcides se queda en casa esperando a que vuelvan.
—No queremos parar definitivamente los camiones. Si lo hacemos, ¿de qué vivimos entonces? —se pregunta Alcides.
Confiesa no tener la energía de antes, porque los años no pasan en vano. Espera que el negocio que ahora está en manos de sus hijos vuelva a ser productivo. Mientras, atiende su pequeño huerto. Allí sigue, sereno, contemplando ese pedazo de tierra fértil. Que para él representa el recuerdo de aquellos años de bonanza en los que cultivaba la tierra y recorría grandes distancias con su padre. Su aspiración es llegar a los 100 años. No quiere partir a su último viaje sin antes escuchar el rugir de los camiones, ese sonido que le hace recordar aquellos días felices. Cierra los ojos y se recuerda allí sentado al lado de su padre, listo para ofrecer las mejores cosechas.
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Esta historia forma parte de La Ruta del Hambre, un proyecto editorial desarrollado por nuestra red de narradores, en el 3er año del programa formativo de La Vida de Nos Itinerante.
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Vanessa Leonett
Soy periodista y tengo 33 años. Formo parte del equipo web de El Pitazo. Desde niña me apasiona escribir y conectar con las emociones a través de las palabras. Creo que la vida está llena de historias y solo hay que estar atentos para descubrirlas y contarlas.
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