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Érika encontró respuestas para esas preguntas

Ene 15, 2021

Érika descubrió que tenía una portentosa voz para cantar y conmover. Decidió entonces salir de los Andes venezolanos, donde creció y se formó, para forjarse una carrera en los mejores escenarios del mundo. En ese viaje, la vida la puso ante una encrucijada. Esta historia resultó finalista de la 3ra edición del Premio Lo Mejor de Nos.

Ilustraciones: Robert Dugarte

Érika Ramírez está acostada, pero no duerme. Se pregunta cómo llegó ahí. Tiene un parche en el ojo izquierdo. Le da miedo quitárselo y levantarse. Inmóvil, tararea canciones: canciones sin letra. 

Trata de calmarse. Sin el parche, siente que mira a través de un vidrio estrellado. Si se levanta pierde el equilibrio. Como los padres cuando quieren que sus hijos se tranquilicen, Érika se arrulla a sí misma. Los suyos no lo hacen porque viven en Mérida y ella no los llama, pues, ¿cómo explicarles que pasó de tener un trabajo garantizado en la Ópera de Naples, en Florida, Estados Unidos, a estar inmovilizada, con un parche en el ojo izquierdo, en una pensión en Lima, Perú?

Aún no consigue la respuesta. Como tantas otras que encontró en su vida, Érika debe hallarla en el camino.

A los 8 años, ingresó a la sede de El Sistema, en Mérida, a aprender música. La educación, entonces, era estricta. Los chicos no tenían recreo. Apenas terminaba sus lecciones de flauta transversa, Érika se lanzaba por el pasamano de unas escaleras que conectaban el edificio con la calle. En casa la esperaban sus padres José Gregorio y Elena, y sus gatos y perros. La niña adoraba a los animales tanto como a la música. Al crecer, quiso ser veterinaria. Se imaginaba haciendo cirugías, poniendo vacunas. Pero para estudiar la carrera, tenía que irse de Mérida a Barquisimeto, estado Lara, y sus padres no la dejaron porque, para ellos, todavía estaba pequeña.

Le sugirieron que presentara la prueba para bioanálisis en la Universidad de Los Andes (ULA) y ella les hizo caso. Aprobó el examen.

Mientras preparaba los papeles para su ingreso, comenzó a llorar.

—¿Qué te pasa? —le preguntó su papá

—¡Es que tengo que entrar a la universidad! —respondió entre lágrimas.

—¡Milixa! —la llamó por su segundo nombre. No reaccionaba—. ¿Qué te duele?

Érika, hasta entonces, compartía su amor por los animales con sus presentaciones de flauta transversa. No quería estudiar bioanálisis.

—Es que no voy a poder estudiar música —le dijo aún sollozando.

—¡Tú eres músico!

—¿En serio? 

—¡Sí! ¿Sabes por qué? —añadió—. Porque si no, no te doliera. 

Las palabras de su padre la llevaron a considerar una opción en la que ella —a pesar de los esfuerzos que hacía por sobrellevar el bachillerato a la par de su formación musical— no había pensado: estudiar música.

Esa fue la primera respuesta que encontró, pero no sería la única.  

En 2004, ingresó a la Escuela de Música de la ULA. Escogió la mención de ejecución instrumental y eligió la flauta transversa. Pronto, mientras estudiaba, comenzó a preguntarse por qué ciertas canciones la hacían sentir distinto. Memorizaba partituras y al ejecutarlas experimentaba un sentimiento que no sabía explicar. No le había ocurrido antes. A varios compañeros les preguntó si ellos al tocar sentían algo. “¿Algo como qué?”, le preguntaban con mala cara, como si estuviera loca.

Una tarde lluviosa practicó en la facultad con una chelista, una violinista, una pianista y una mezzosoprano. Érika no conocía el repertorio —en casa solo había memorizado su parte— pero cuando escuchó a la cantante, sin entender lo que pronunciaba, quiso llorar. Preguntó a sus compañeras si sintieron lo mismo. Ellas respondieron que sí y le buscaron explicación a la melancolía: una le respondió que tenía la menstruación, otra que se ponía triste con la lluvia. A la semana siguiente armaron otra vez el ensamble y volvió a suceder. Entonces Érika acudió a un profesor.

Profe, sabe que algo me está ocurriendo. Yo quiero saber de qué se trata lo que estamos tocando. Sé el nombre del compositor, pero no sé nada de la obra.

Él la miró igual que su papá cuando le preguntó qué le dolía. 

—Usted no puede estar alegre cuando está interpretando eso —respondió. 

—¿Por qué?

El profesor le explicó que la canción que tocaban era la más larga y famosa del compositor alemán Johann Sebastian Bach. Basada en el capítulo 26 y 27 del Evangelio de Mateo y los poemas de Picander, La Pasión según San Mateo es una ópera que narra los últimos días de Jesucristo: desde la traición de Judas y la negación de Pedro, hasta su crucifixión y resurrección. Lo que más conmovía a Érika era el momento en el que María dice: “Solo mi corazón sangra”, después de que bajan a Jesús de la cruz.

Entonces entendió que lo importante era sentir la música, sumergirse en ella.

Esa fue la segunda respuesta.

 

Al cabo de un tiempo, su profesora de flauta se fue del país y no hubo reemplazo. Como desde niña participó en coros eclesiásticos, Érika aprovechaba el tiempo libre asistiendo como oyente a las clases del profesor William Alvarado, que impartía canto lírico en la facultad. La atendía cuando estaba libre o cuando ella, sin inscribirse, iba a su clase para ocupar el puesto de algún estudiante que hubiera faltado. Era insistente.

—¿Qué estaré pagando yo con usted…? —le preguntaba, un poco en broma.

Con más de 40 años de trayectoria, el profesor Alvarado vio que Érika tenía potencial: al principio él la supervisaba, pero luego ella vocalizaba sola. Haber estado 14 años tocando flauta la había preparado para cantar. Alvarado le entregó una partitura del Magnificat, un canto litúrgico navideño del siglo XVIII. Fue un reto para ella porque no sabía nada de latín. El profesor le apuntó la fonética en la partitura y le explicó cómo pronunciarla. La canción la obligaba a pasar de una octava musical a otra, por lo que debía hacer saltos con la voz. Lo que cantaba eran arias, piezas operísticas diseñadas para un solista sin coro.

Dos meses después, un director de orquesta le dijo que quería montar el Magnificat para diciembre. Érika se emocionó. Podía ser candidata a uno de los cinco solos porque se sabía la obra, pero prefirió participar en el coro. A medida que se aproximaba la fecha del concierto dejó el miedo: se acercó a su amigo, le dijo que se sabía el “Et exultavit”, aria del Magnificat, y este le respondió que harían una audición para los solistas.

Érika practicó muy bien su parte. Al llegar a la audición notó que no era la única aspirante.

—¿Quién va primero? —preguntó su amigo. 

Nerviosa, dijo que ella.

El Magnificat es otra pieza de Bach. Narra el momento en el que el arcángel Gabriel le anuncia a María que tendrá a Jesús. María, emocionada, visita a su prima Isabel y ella, cuando la ve, le dice: “Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito sea el fruto de tu vientre”.

Terminó de cantar su aria y la siguiente muchacha dijo que no quería pasar, que le dieran la obra a Érika.

Y lo mismo las demás. 

—Bueno, aquí, delante de todos, Érika se queda con las dos funciones —dijo el director. 

Tenía una voz para cantar y conmover.

Fue allí donde Érika encontró su tercera respuesta.

 

La cuarta respuesta fueron, más bien, dos avisos.

Después de aquella presentación, Érika comenzó a cursar también la mención de canto lírico. Y como había entendido que una cantante se forja en los escenarios, se presentó con todas las orquestas de Mérida. Asistió a galas de ópera en Maracaibo, Barquisimeto y Valencia. Solo le faltaba Caracas, pero las cosas empezaron a complicarse.

En 2010, Simon Rattle, entonces director de la Filarmónica de Berlín, montaría la ópera Carmen, de Georges Bizet, en el Teatro Teresa Carreño. Las funciones eran en la sala Ríos Reyna. Érika viajó, pero el gobierno canceló la función para hacer un mitin. Ella consideró que era una falta de respeto con los músicos reconocidos que venían de Europa.

Esto la alarmó y descartó irse a Caracas, que era una idea que se le había cruzado por la mente.

Ya el profesor Alvarado le había dicho que su carrera como cantante lírico en Venezuela se estancaría si se quedaba.

Ese fue el primer aviso.

El segundo tardó un poco en llegar. Fue en 2015, cinco años después del primero. Ya había egresado como licenciada en música mención ejecución instrumental y canto lírico, conocía Europa y quería regresar para una maestría. Mientras esperaba una oportunidad, un amigo la recomendó con las autoridades de la Universidad de Kentucky, Estados Unidos: les habló de ella, de su talento, del repertorio que tenía montado.

Poco tiempo después, de esa universidad le enviaron un correo, pero estaba en inglés y no supo responderlo. Después la llamaron por teléfono. Ella estaba en pijamas cuando atendió: le dijeron que la universidad contaba con una maestría en canto lírico y que ella podía optar por una beca para extranjeros.

Quedó en shock.

Habló con sus papás, y ellos, además de felicitarla, le preguntaron: “¿Y ahora?”. Ella no sabía inglés, así que empezó a prepararse para el Toefl, prueba que deben superar los extranjeros que deseen estudiar en Estados Unidos. Mientras, viajó a Estados Unidos y presentó la prueba. De 200 participantes, ganó una de las 20 becas para la maestría. La universidad le dio un permiso no solo para que aprobara el Toefl, sino para que renovara su pasaporte, que estaba por vencerse.

Al volver, Érika comenzó a ir al Saime a gestionar la renovación del pasaporte, pero era engorroso. Allí le repetían: “Venga tal día. Haga tal cosa…”. Estuvo varios días intentando hasta que alguien le dijo: “Mire, páguele a un gestor”. Ella no quiso hacerlo, para no ser parte de la corrupción, pero empezó a sentirse secuestrada.

No le quedó más opción.

Ese fue el segundo aviso: debía irse de Venezuela.

Y así lo hizo en 2017.

 

La quinta respuesta la busca ahora mientras está en una pensión de Lima, Perú.

Es noviembre de 2018. Lleva un mes en cama acumulando deudas. Érika, acostada, no come ni quiere ver a nadie. Acude al médico con frecuencia. Ha estado haciéndose exámenes, gastando sus ahorros. Había pensado que su paso por Estados Unidos sería breve. Y lo fue, pero no por las razones que ella creía. Mientras estudiaba en Kentucky, se mudó con una amiga a Florida, para aliviar gastos. Daba clases de música. Un día una compañera le dijo:

—Érika, alguien mandó una solicitud tuya a la Ópera de Naples, que está haciendo audiciones. 

Al principio, ella desestimaba la propuesta porque se veía en Chicago, Boston, Nueva York. En Naples, a dos horas de Miami, no se proyectaría. Pero igual fue a la entrevista. La ópera le ofreció cantar y una visa de artista. Esa visa se la otorgan a personas con habilidades extraordinarias en las artes. A diferencia de la visa de turista, esta le permite tres años de permanencia y estabilidad laboral. Era una oferta irresistible, pero llegaba un poco tarde porque su visa de turista estaba por vencerse y debía salir del país para poder renovarla. De no hacerlo, quedaría como ilegal mientras esperaba que la ópera concretara los trámites.

Érika no quería regresar a Venezuela. A través de un amigo se enteró de que Sinfonía por el Perú, movimiento fundado por el tenor Juan Diego Flores, buscaba profesores. Como muchos que dejaron El Sistema, ella vio en esa oportunidad la posibilidad de un reencuentro. Y entonces salió de Estados Unidos con esa ilusión.

Pero la llegada, en agosto de 2018, no fue como esperaba. Para trabajar en Sinfonía por el Perú debía sacar el Permiso Temporal de Permanencia (PTP), requisito que legaliza el estatus migratorio de los venezolanos en ese país. Mientras obtenía ese documento, le tocó trabajar en Gamarra, un mercado popular de venta de ropa, al igual que muchos otros migrantes. Cada vez que iba a tramitar el PTP, veía las colas y recordaba Venezuela.

Mientras tanto, buscaba alternativas para cantar.

Presentó en el Conservatorio Nacional de Lima una propuesta para hacer allí un recital. Para su sorpresa, se la aprobaron en septiembre y le dieron fecha de concierto para el 16 de octubre. Tenía el repertorio, pero no al pianista. De una lista que le dieron, llamó a varios candidatos. Uno de ellos era Miguel Castro. Apenas reconoció su acento andino, pensó: “Este es”.

Él aceptó acompañarla. Apenas se conocieron, encontraron semejanzas en sus historias. Él es de San Cristóbal, ella de Mérida, ambas ciudades de los Andes venezolanos. Él había logrado entrar como profesor en el conservatorio luego de trabajar como mesonero. También había visto las colas para tramitar el PTP.

Durante un mes ensayaron una hora todas las mañanas. Luego, Érika trabajaba desde las 10:00 de la mañana y a las 8:00 de la noche iba a la pensión y descansaba. Se aferraba al recital mientras esperaba que le aprobaran el PTP y, en Estados Unidos, la visa de artista.

Hasta que llegó el día del concierto.

Antes de que el público ingresara al Salón Dorado del Teatro Municipal de Lima, Érika le pidió a Miguel hacer un último ensayo breve. Luego Miguel le preguntó si estaba lista y ella respondió que sí. Entonces el público entró. Durante 60 minutos interpretaron un repertorio de música clásica y venezolana. Al finalizar, Érika se enteró de que muchos no habían podido ingresar a la sala porque el espacio se había quedado pequeño. Allí se reencontró con el profesor Alvarado, quien la felicitó por el concierto: un mes en Lima y ya se había presentado en uno de los escenarios más importantes. No era poca cosa.

Ese fue un día feliz.

Uno muy distinto a los que vendrían tres días después.

Érika comenzó a sentirse mal. Llamó a Miguel para contarle y se encontraron en un centro comercial. Le dijo que estaba viendo doble, que había comenzado a marearse mucho y que por eso se había puesto un parche en el ojo izquierdo. Él intentó calmarla: le dijo que todo estaría bien, le sugirió que fuera al médico, y ella, en los siguientes días, acudió a varios.

Recibió diagnósticos distintos: le hablaron de enfermedades terminales, de tumores en el cerebro, de parálisis ocular.

Llamó a su hermana, angustiada ante la posibilidad de que lo que le ocurría fuese grave, pero le pidió que no hablara con sus padres. No quería asustarlos.

Érika entonces se olvidó de Estados Unidos, de la Ópera de Naples, de la visa de artista, de su carrera como cantante lírica: no se sentía dueña ni de su propio cuerpo. Solo quería estar bien.

Días después, le diagnosticaron diplopía ocular: Érika percibía dos imágenes de la realidad. Le prescribieron un relajante. Necesitaba reposo, quedarse en cama el mayor tiempo posible. Pero no lo lograba.

Así es que, acostada en un cuarto de esa pensión, se hacía una y otra vez esa misma pregunta. ¿Cómo todo había cambiado en tan poco tiempo?

Después se mudó a la casa de la familia de Miguel porque no podía pagar la pensión. Ya no le quedaban los ahorros que había traído desde Estados Unidos. Allí, un día, se desahogó por primera vez: le dijo a la mamá de Miguel que sentía que lo que le sucedía era una “cura de humildad”. Ella, que se proyectaba en tantos lugares, cantando en tantos sitios, ahora no podía hacer nada. Solo podía aferrarse a sus recuerdos.

A su infancia: tenía cuatro perros y muchos gatos. Una vez el veterinario le dijo que tenía sangre porque poner vacunas no la atemorizaba. En Navidad su familia armaba un quinteto: ella y su papá eran los solistas, su mamá y sus hermanos los acompañantes.

A su universidad: hizo su servicio comunitario en Mucuchíes. El concierto fue en un garaje y al salir cenó con su primera profesora de flauta transversa. Aquella noche lloraron, no se veían desde las clases en El Sistema. En su época de estudiante hizo talleres, pasantías y masterclasses con Montserrat Caballé. Se presentó en Salamanca, Madrid, Cataluña y Florencia. Al salir, el público la recibía con flores.

Se sentía sola, pero descubrió que la música la acompañó durante todo este tiempo. Como no podía cantar, empezó a tararear canciones: canciones sin letra.

Una mañana de enero de 2019, luego de tres meses convaleciente, Érika deja de ver doble.

Llama al médico:

—Doctor, ¡ya puedo ver bien!

—Érika —le dice—, si te sientes segura, quítate el parche.

Al principio le da miedo porque teme que vuelva a suceder. Pero lo hace. Como no quiere alarmar a sus padres, espera que la última resonancia magnética confirme que no tiene nada. Entonces los llama.

Su mamá, muy tranquila, le dice:

—Todo va a estar bien.

Y esa es la última respuesta: una respuesta certera porque, en efecto, ahora siente que todo está bien. Mientras da clases de canto en medio de la pandemia de covid-19 —y juega con un gato que se monta en la computadora, presiona las teclas, tapa la cámara— Érika se siente feliz. Ya lleva un año en Florida trabajando con la Ópera de Naples. Ya tiene su visa de artista. La vida ha retomado su curso, ya nada está detenido.

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Veo películas, escribo, doy clases en la Universidad Católica Andrés Bello de Guayana y escucho ˂i˃hardstyle˂/i˃. Solo soy consistentemente feliz en lo último.

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