En La Guajira quien no negocia no sobrevive
La Guajira venezolana es un universo muy particular, donde todo es posible y todo tiene su precio. Lo sabe muy bien Teiruma, una mujer wayuu que lleva gasolina de contrabando hasta Maicao. Durante el cierre de la frontera con Colombia, decretado por el gobierno venezolano en 2015, un militar consintió que pasara la “caleta” a cambio de sexo. Una y otra vez.
Ilustraciones: Robert Dugarte
—Usted no va a pasar. No la dejaré pasar la gasolina que lleva ahí.
—¿Cuánto vale ujté? Porque ujté tiene precio.
—No valgo bolívares —le respondió el uniformado de verde a Teiruma, quien iba al volante de su camión azul 350—. Consiéntame. Ese es el pago.
Quien no negocia en la Guajira no sobrevive.
Ovejos a cambio de perdones, pedazos de tierra por doncellas, combustible y comida por millones de bolívares en fajos de billetes de cien… Y sexo. Sexo por traerse la plata. Quien no negocia en la Guajira no sobrevive.
Teiruma estaba en la cola del punto de control de El Rabito, comunidad wayuu de la Guajira venezolana, junto con decenas de broncos, caprices, otros 350 y toyotas. Eran las 10:30 de la noche y su hijo, de 10 años, se había quedado dormido antes de atravesar el puente sobre el río Limón. Eran solo ellos dos con unas 12 pipas azules detrás, cargadas de gasolina.
Las dos camionetas que iban adelante arrancaron y Teiruma avanzó con el vidrio abajo. Le faltaba menos para acelerar a toda velocidad por la Troncal del Caribe y, al fin, salir a Paraguachón. En media hora debía estar del otro lado, porque en tiempo y no en kilómetros se mide la distancia en la frontera norte entre Venezuela y Colombia. Y ese tiempo, a su vez, se calcula según los mecates –alcabalas improvisadas– que instalen en las trochas.
El hombre blanco, alto y fornido le hizo señas con las manos para que se estacionara en la orilla, donde terminaba el asfalto. En el vozarrón que dio las buenas noches Teiruma le notó un marcado acento andino. Era nuevo en la zona.
—Me muestra los papeles de la unidad, por favor. Y su cédula de identidad.
Teiruma le dio la carpeta marrón en la que solía llevar los documentos del camión y su cédula. Él agarró el paquete, apretándole la mano y viéndola fijamente. Ella volteó la mirada a su hijo. Y pensó: «Qué arrechera. Lo sádico se le ve en la cara».
—Están en regla. ¿Qué lleva allá atrás?
—Gasolina. Ujté sabe que llevo gasolina.
—Y usted sabe que eso es contrabando, que es delito y que no debo dejarla seguir… Pero… podemos arreglarnos —sugirió el militar.
Teiruma lo miró, levantando la ceja.
—¿Cómo que po-de-mos-arre-glar-nos?
Era aceptar lo que él decía o no cobrar los 240 mil bolívares que le pagaría el “Coyote” por la carga, con los que a su vez ella podría cumplir con las dos cuotas del camión que tenía vencidas. Entonces decidió bajarse del 350, cuidándose de no hacer ruido para que su hijo no se despertara y viera, o sospechara, lo que se disponía a hacer.
Teiruma adelante y el militar detrás caminaron en silencio hacia un cují seco, a unos veinte metros de la vía. Ahí, en la trilla, de pie, ella se subió la manta y él se bajó los pantalones. Ella correspondió al beso forzado, pero de inmediato despegó bruscamente su cara de la del hombre bien afeitado.
—No me apretéis las tetas —le dijo, cerrando las mandíbulas.
—No está pa′ exigir, mamita. Abráceme y consiéntame o se le cae el negocio.
Nadie vio nada. Desde las 2 de la tarde no había luz en El Rabito.
Era octubre de 2015. Desde el mes anterior, no había paso vehicular ni peatonal en la frontera por decisión del presidente Nicolás Maduro, quien había decretado un Estado de excepción. La Guardia Nacional Bolivariana y el Ejército tomaron los tres municipios del Zulia que limitan con Colombia, pero su poder se sentía más en la Guajira, donde el contrabando es lo corriente y es, prácticamente, el sustento de toda la población.
Pero para los wayuu, la medida gubernamental no representaba un problema: ese territorio, para ellos, no tiene divisiones. Es lo que denominan la “Gran Nación Wayuu”, que abarca su territorio ancestral. Conocen muy bien el desierto. Por eso hicieron trochas, largas y cortas, por las que aún van y vienen.
Aguantó el dolor. Desde hacía más de un año, cuando la dejó su marido, no la penetraba ningún hombre. Soportó el manoseo y los lamidos por unos cinco minutos, calcula ella. Se sentía como un pedazo de carne. Quería llorar, pero se contenía, pensando: “Ya va a terminar”.
Se subió las pantaletas y se bajó la manta colorida, de flores.
—Usted es arrecha —le dijo con sarcasmo el militar, mientras se acomodaba el uniforme.
Ella le sostuvo la mirada.
—Vamos, que necesito arrancar.
A las 8:00 de la mañana siguiente, después de comerse dos deditos de queso –tequeños– y un jugo de tomate de árbol junto con su hijo, Teiruma venía de vuelta hacia Maracaibo con la plata en su mochila. Se sentía tranquila porque le pagaría a su tío el mes caído por el camión y el que estaba a punto de vencerse, pero se sentía rara: la imagen del tipo apretujándola y recostándola al tronco le taladraba el pensamiento. Le rogaba a Maleiwa no encontrárselo de vuelta. Y si no era ese dios, o cualquier de los suyos, pensaba en el Dios de los cristianos, en el que también cree.
Dos veces a la semana, Teiruma llevaba a Maicao la gasolina que, junto con un primo, cargaba en bombas de Maracaibo y de Mara. La caleta la tenían en un barrio de la zona noroeste de Maracaibo, donde se asienta el 40 por ciento de la población wayuu, y donde la policía y la guardia solo entran para matraquear. Ahí también vive en una casa que comenzó a construirle la Misión Vivienda, pero que ella terminó cuando comenzó el “bachaqueo”, después de separarse del hombre con el que vivió por cinco años.
El militar le montó cacería. A las dos semanas, le propuso el mismo trueque y ella no vio otra opción que consentirlo en el matorral. En Maicao la esperaban, antes del amanecer, con la segunda caleta.
Días después, fue a Los Filúos, un sector comercial a unos cinco minutos de Paraguaipoa, a visitar a una tía. Juntas fueron al mercado para comprar el almuerzo. Cuando al fin negoció un ovejo con un paisano, caminó al tarantín donde vendían arroz, harina, pasta, y se tropezó con el alijuna (no wayuu). Se puso fría. Temblaba. Pero no le bajó la mirada.
—Señorita, dichosos los ojos que la ven. ¿Cómo ha estado?
—Bien. Muy bien.
—¿Cuándo me visita de nuevo? Hoy puede hacerlo —dijo y se carcajeó.
Esa noche Teiruma tenía que llevar otra caleta a Maicao.
Lloró. Lloró mucho, mientras se vestía. “No quiero hacerlo. Vergación. No quiero”, se repetía a sí misma. Pero era pagarle el peaje al militar catire o tener un problema con los paisanos por el dinero que les debía: el que usó para terminar su casa.
Se calmó y decidió ser práctica. No se puso pantaletas.
—Usted es amarga —le dijo el militar, riéndose, horas después—. Pero es hermosa.
Teiruma mide 1 metro 75. Es trigueña, de pelo negrísimo, lacio, hasta los hombros. Tiene cutis de durazno y pestañas largas. La manta le oculta las piernas gruesas y las caderas anchas. Pero él ya se las conocía.
—Vamos. De una.
Tronaba y relampagueaba. Teiruma no quería que le cayera el aguacero. Andaba sola.
Los soldados sabían en lo que andaba su superior con “La Guajirita”. Se miraron y rieron cuando ella se bajó del camión. La culpa no la abandonaba. “Me siento puta”, pensaba. Pero la necesidad le recordaba que tenía que pasar otra caleta.
Susurrándole que ella le gustaba, el uniformado la llevó hacia el monte. Le dijo que pronto lo trasladarían a Táchira y que no la vería más, que le diera su número de teléfono para que se vieran de nuevo y que esta vez fuera cariñosa.
Teiruma no respondió.
Debajo del cují, se subió la manta y levantó los brazos.
—Dale puej.
—¿Usted se cree que qué? Que solamente meterlo me da placer—. Y la empujó.
Forcejearon.
Ella se contuvo. Dejó que él hiciera con su cuerpo lo que le diera la gana. “Es la última vez que te doy el gusto hijueputa”, pensó.
Ese tercer encuentro garantizó la plata de la tercera caleta. Con lo que ganaría, terminaría de pagar su 350 y el tío le haría el traspaso. Ya no tendría que contrabandear gasolina, aunque sí ha seguido haciéndolo con harina, arroz y ron. Vive con el hijo en su casa. Sigue sin marido. “No le aguanto más verga a ningún desgracia’o”, se dice a sí misma cada vez que recuerda al militar catire, al que le hizo saber que, definitivamente, en la Guajira, quien no negocia, no sobrevive.
Disponible en versión gráfica
Esta historia fue escrita en el Seminario de Periodismo Narrativo “El pulso y alma de la crónica”, de Cigarrera Bigott, en 2017.
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Ana Karolina Mendoza
Soy venezolana y periodista. Escucho a la gente, leo y escribo. Cubrí sucesos en La Verdad y promoví la cultura desde Versión Final. Ahora echo los cuentos de la «Gran Nación Wayuu» en Wayuunaiki. Represento a IPYS en Zulia y doy clases en la Unica.
Me gusta la manera en que se introduce el tema político en un relato visto desde una perspectiva bastante subjetiva, sin embargo, asertivo en lo que se refiere a una crónica, felicidades a la autora.
Desgarrador y conmovedor a la vez. Sigue escribiendo y denunciando , asi sea en la ficción.
Una historia que llega. Mujer fuerte y resilente, sometida a abusos pero no vencida. Excelente historia, muy buen ritmo.