Elio ya no se siente desamparado
Cuando le llegó la descarga hormonal típica de la adolescencia, Elio Guerrero supo que le gustaban los hombres. Prefirió ocultarlo porque sabía que su familia, conservadora como era, no lo aceptaría. Y tenía razón: cuando lo descubrieron, su madre lo llevó a varios centros religiosos con la esperanza de que “curaran” la homosexualidad de su hijo.
ILUSTRACIONES: CARLOS LEOPOLDO MACHADO
La pastora evangélica susurraba oraciones para sus adentros. La mujer, de pelo rubio y muy corto, vestía una bata blanca. Frente a ella, acostado boca abajo, en una suerte de camilla, estaba Elio Guerrero escuchando la sarta de frases que pronunciaba: plegarias al cielo para que él cambiara. Para que dejara de ser quien era. Para que dejara de ser quien siempre había sido. Para que, según ella, pudiera ser agradable ante los ojos de Dios.
Aquella tarde de 2004 hacía calor dentro de la pequeña habitación, perteneciente a un centro evangélico llamado Ministerio de Liberación y Restauración Fuerzas de Búfalo, ubicado en el corazón de Maracay, capital del estado Aragua, en el centro-norte de Venezuela. Quedaba apenas a unas cuadras de distancia de la casa en la que entonces Elio, estudiante de ingeniería en computación, vivía con sus padres.
En el salón principal del centro evangélico había decenas de largos bancos de madera. Destacaban dos grandes cuernos de búfalo incrustados en una de las paredes. Había un olor rancio, desagradable, que a Elio le recordó al almizcle.
Él llegó allí acompañado de su mamá, que era católica. Ambos tenían la costumbre de ir cada domingo a las misas en la Catedral de San José de Maracay. Por las noches, ella no se iba a dormir sin rezarle a Dios, pero ahí estaba poniendo su fe en ese centro protestante en el que, según le habían dicho, “curaban” a los homosexuales.
Las plegarias de la mujer de bata blanca dejaron de ser murmullos y fueron tomando fuerza hasta convertirse en gritos exasperados.
—¡Escupe, escupe todo el semen que has tragado! —vociferaba, al tiempo que le daba golpecitos en el cuello como para hacerlo vomitar.
A sus 23 años de edad, Elio nunca había mantenido relaciones sexuales. Ni siquiera había tenido novio. Fue tardío su despertar sexual. De niño, jamás sintió atracción por nadie: ni por chicas ni por chicos. La sexualidad no era un tema en el que pensara. Pasó su infancia abstraído, en un mundo de fantasía, jugando con legos, dibujando y coloreando casitas felices. Le gustaba cuidar los roedores y periquitos que tenía como mascotas, y pasear por los alrededores de su casa montado en su bicicleta.
Llegó al bachillerato y comenzó a sentir la descarga de hormonas típica de la adolescencia: sin darse cuenta, en algún momento, empezó a fijarse en sus compañeros de clase con un interés muy distinto. Le atraían los vellos en sus axilas, el pelo en sus pechos, el cambio de sus voces de agudas a graves, la aparición de la manzana de Adán y sus músculos incipientes.
Los escuchaba hablar de las compañeras que les gustaban, de cómo les “echaban los perros”. Algunos, de hecho, tenían novias. Y comentaban que mantenían sexo con ellas. Pero a él no le gustaba ninguna. Fue por aquella época que, explorando sus gustos y deseos, confirmó lo que pasaba: definitivamente le atraían los hombres.
Se sintió extraño. Distinto. Raro.
Entonces tuvo miedo: pensó que si se lo decía a sus padres podría ser rechazado por ellos y por toda su familia, que era muy conservadora, de modo que prefirió callarlo.
Así pasó el tiempo y comenzó en la Universidad Bicentenaria de Aragua. Era un muchacho aplicado, tranquilo: no fumaba ni consumía drogas, no tomaba, no salía de noche.
Estaba por graduarse cuando, un mes antes de que lo llevaran con la pastora, su mamá entró a su habitación sin tocar antes la puerta. Elio estaba viendo imágenes de hombres desnudos. Cerró la laptop bruscamente y se tapó con la sábana, pero igual su mamá se dio cuenta de que estaba haciendo “algo extraño”.
—Quiero hablar contigo —le dijo ella días después.
Él intuyó hacia dónde se iba a dirigir la conversación y, sin esperar a que empezara a hablar, rotundo, le dijo:
—Sí, mamá, soy homosexual.
Ella empezó a llorar.
—¿Qué hice mal? —preguntaba entre sollozos–. Tú lo que estás es confundido, hijo. Es una etapa, debes hacer deportes, cosas de hombre, para que cambies.
La señora buscó apoyo en su esposo.
—¿Es que acaso tú quieres ponerte tacones? ¿Quieres ser una mujer? Te voy a decir algo: todos los hombres homosexuales están destinados a morir de sida y solos. ¿Eso es lo que quieres para tu vida? Prefiero un hijo muerto que marico —le increpó él.
Elio sintió el dolor de una herida profunda.
Consternado, pensó en el suicidio. Estaba entre la tristeza y la rabia, entre la decepción y el resentimiento. Lo intentó: tomó unas pastillas para acabar con su vida.
Al día siguiente, despertó en el Hospital Central de Maracay. Tenía una sonda en la nariz y otra en el pene. Los médicos le pidieron explicaciones y, cuando dijo lo que ocurría, lo remitieron al psiquiatra del centro, quien, contrario a lo que esperaban sus padres, le dijo:
—Eso es lo que tú eres, es tu naturaleza. Eres un hombre valioso, tú vales por lo que eres, no por tu orientación. Eres un joven guapo, brillante, te estás graduando. Eres inteligente, trabajador.
Como en la psiquiatría no encontraron las respuestas que esperaban, los papás de Elio insistieron en llevarlo con una psicóloga, que, en la primera sesión, le dijo:
—Eso no se puede cambiar. Eso es lo que tú eres, tú tienes que aprender a vivir con eso, eso eres tú y así naciste.
Así que la madre de Elio, tan frustrada como insistente, siguió en busca de otros espacios que ayudaran a su hijo en lo que ella consideraba que era una confusión propia de la edad. Fue así que escuchó que en “Fuerzas de Búfalo”, supuestamente podían, a través de oraciones, revertir la “tendencia homosexual” de su muchacho.
Después de aquella tarde calurosa en la que escuchó a la pastora de ese centro gritar que escupiera el semen que había tragado, Elio le dijo a su madre, enfáticamente, que no quería volver allí.
Comenzó a mantener con ellos una postura distante y firme: dejó de hablarle a su padre, dejó de comer en familia y casi no compartía con ellos. Al punto que pasaba hasta cinco horas encerrado en su habitación.
Dos semanas después, cansados de su parquedad, sus padres se le acercaron para decirle que había un grupo evangélico que organizaba un próximo encuentro en un lugar montañoso en Los Teques, en el vecino estado Miranda. Trataron de convencerlo de que ese retiro lo ayudaría a encontrarse con Dios para, de esta manera, encontrarse consigo mismo.
Elio sabía que, en el fondo, se trataba de otra “terapia de conversión”. Aun así, aceptó: en esa época seguía siendo dependiente económicamente de sus padres y, pensaba, no podía negarse.
Así llegó a un retiro con un grupo llamado “Contra la Corriente”. Era un lugar precioso en medio de unas montañas. En la tarde, la niebla bajaba y abrazaba toda la casa. Los recibió Israel Medina Torrealba, quien daba su testimonio como “ex-homosexual”.
—Yo también sufrí mucho, pero aquí estoy sirviendo a la voluntad de Dios. Me estoy reparando. Estoy empezando a sentir deseos por las mujeres.
Antes de comenzar la actividad, les hicieron una encuesta a los asistentes. Les preguntaron si eran homosexuales, si padecían de VIH, si habían cometido algún homicidio, si eran delincuentes, si eran santeros o si practicaban brujería.
Luego, los separaron en grupos de acuerdo con sus respuestas.
Elio estaba con otros 15 muchachos homosexuales. Algunos habían sido travestis. Uno tenía VIH. Elio escuchaba sus historias, impresionado. Nada de lo que contaban le había ocurrido a él. También se sintió diferente en ese grupo, al que obligaron a escuchar charlas sobre el papel del hombre dado por Dios.
—Hay que cumplir con el plan de Dios de ser un hombre de familia, de ser cabeza de familia y no cola —les decían—. ¿Cómo te estás sintiendo? ¿Cómo va la no masturbación? ¿Has tenido sueños eróticos con mujeres?
—Tenemos que empezar a leer esta literatura para cambiar —decía, por su parte, el líder del grupo, quien sostenía la copia de un libro que les entregaron a todos los participantes, escrito por Andrew Comiskey, un líder cristiano estadounidense que también luchaba por tratar de frenar su atracción hacia los hombres.
A Elio le gustaba leer. Pasaba horas inmerso en los mundos creados por Hans Christian Andersen, Alejandro Dumas, John Katzenbach, Bram Stoker, Jane Austen, Jorge Isaacs, Herman Melville y Mary Shelley. Pero no quería leer a Comiskey: apenas le echó una rápida ojeada al libro, lo llevó a su casa y lo tiró debajo de su cama. Nunca lo leyó. Y un día, mientras limpiaba su habitación, lo botó.
Sin embargo, al volver a casa después de aquel retiro, Elio empezó a preguntarse si realmente era posible cambiar. Por unas semanas, trató de dejar de pensar en hombres. Pero era inútil. Recordaba las palabras del psiquiatra y de la psicóloga. Que no había nada de malo en él. Que era normal. Que no era raro.
Se dedicó a prepararse para la defensa de su tesis, que fue un éxito. Meses después, en marzo de 2005, se graduó, y al cabo de dos meses consiguió trabajo como programador en el centro de desarrollo de software de una biblioteca virtual. Le pagaban muy bien. Quiso seguir viviendo con sus padres para ahorrar. Pensó en comprarse un carro, pero al final decidió usar ese dinero para viajar a Europa por primera vez.
Comenzó a usar plataformas de internet para conocer hombres y salió con varios de ellos. Aunque se sentía más libre, en el fondo no se aceptaba del todo. Algo hacía que las palabras de los pastores resonaran en su cabeza. Habían calado en alguna parte de su inconsciente. Su mamá volvió a insistirle que fuera a otro sitio. Él, inseguro todavía de sí mismo, un poco avergonzado, aceptó. Se percibía a sí mismo como una persona manipulable. Comenzó a verse como “un homosexual en recuperación”.
Así fue que, a mediados de 2005, ya con 24 años de edad, asistió a otro retiro de un fin de semana, esta vez de un grupo llamado Visión G12 (por los 12 apóstoles), que tiene su sede en Turmero, otra pequeña ciudad del estado Aragua. Otros grupos religiosos ven a G12 como una secta porque demanda mucho tiempo, energía y recursos de sus seguidores.
En el retiro, en un área rural que Elio no reconocía y que parecía un colegio abandonado, también los dividieron por categorías: homosexual, delincuente, santero y homicida. Les dieron una serie de charlas y luego un baño colectivo de agua helada en un espacio reducido. El propósito, decían, era normalizar la desnudez del cuerpo masculino.
En el último día, los ayudantes del pastor principal, que no se encontraba en el lugar, metieron a varios de los jóvenes, incluyendo a Elio, en un cuarto. Los pusieron en círculo y les ordenaron que empezaran a orar sin cesar. Que oraran hasta que no tuvieran aire en los pulmones: tenían que dedicar, hasta su último aliento, a hablar con Dios. Los demás daban vueltas por fuera del círculo, viéndolos, vigilándolos.
De pronto, les dijeron que no oraran más y que empezaran a gritar.
—¡Griten, griten, para que el Espíritu Santo obre en ustedes! No pueden dejar de gritar, no pueden dejar de gritar.
La decena de muchachos gritaba sin parar. Elio sentía la garganta cansada. Estaba sin fuerzas. Muchos, como él, sentían que les faltaba el aire.
—¡Sigan gritando! ¡Sigan gritando!
Algunos se desplomaron en el piso.
—¡Ese es el Espíritu Santo! ¡Ay! ¡Ese es el Espíritu Santo! ¡Aleluya, ese es el Espíritu Santo, te está renovando!
A los que seguían de pie y dejaban de gritar para tomar aire, empezaban a darles zancadillas en la parte de atrás de sus rodillas para que cayeran al piso.
—¡Sigue orando! ¡Sigue gritando para que el Espíritu Santo obre en ti! ¡Si dejas de gritar, ese es el demonio, ese es el demonio, no dejes de gritar, de alabar!
Los regresaron a Turmero en un autobús. Los recibía una pancarta que decía: “Bienvenidos, hombres renovados”. Era como una gran fiesta en la que su familia lo esperaba.
Ese fue, para Elio, un punto de quiebre. Después de aquello se sintió en un abismo, sin fe. Dejó de ir a misa. Desistió de rezarle a Dios todas las noches. Sintió un gran rencor por sus padres por haberlo obligado a ir a esos lugares.
—Vamos a ir a otro reencuentro que están organizando —le dijo su mamá días después.
Pero ya era suficiente. La tercera no fue la vencida: Elio se vio a sí mismo, graduado y con trabajo, y supo que no quería seguir perdiendo el tiempo y las energías en esos encuentros que no le generaban ningún bienestar. Todo lo contrario. Se puso por delante de los caprichos y deseos de su madre y de su padre. Pensó en él. En complacerse a sí mismo. Y fue claro:
—No tengo tiempo para seguir en nada de eso, sigue tú yendo a tu iglesia —le dijo a su mamá.
En su mirada, Elio reflejaba todo el resentimiento que tenía en ese momento. Su tono de voz era firme, como nunca antes. Quizá fue verlo así, tan decidido, lo que llevó a la señora a resignarse.
—Está bien—dijo.
Y nunca más volvió a insistir.
Elio era su hijo y era lo único que importaba.
Elio había perdido la conexión espiritual y buscaba reconectarse consigo mismo y reconciliarse con el mundo que creía hostil. Quería demostrarle a sus padres que era un buen muchacho. Se hizo activista de derechos humanos en Amnistía Internacional, trabajó con niños con necesidades especiales, sembró árboles en una organización de concientización ambiental, repartió condones con una ONG que impartía educación sobre el VIH/SIDA y recogió plásticos en la playa.
Y, finalmente, logró que sus padres lo aceptaran: le pidieron perdón y bendijeron la primera relación amorosa que tuvo.
Ahora vive lejos de ellos.
Desde 2017, Elio está en Washington, en una pequeña zona rural que queda a tres horas de Seattle. Trabaja en una granja. Comenzó recogiendo manzanas, y luego fue ascendiendo: llegó a trabajar en la bodega y se convirtió en el operador de la línea de clasificación y empaque de las manzanas. Le ha gustado la vida tranquila y rural. Allí ha pintado, ha hecho jardinería, ha acumulado decenas de plantas en su casa, y ha leído plácidamente en medio de la quietud del pueblo.
En Semana Santa de 2022, por primera vez después de todo lo que vivió, fue a la iglesia. Se ha vuelto a sentir conectado con Dios. En las noches, vuelve a hablar con él. Ya no se siente rechazado ni desamparado por nadie.
Ni por él mismo, que es lo más importante.
2150 Lecturas
Carlos Seijas Meneses
Nací el 27 de abril de 1995. Desde pequeño, me gusta leer, imaginar y crear historias. Esto me condujo al periodismo, carrera que estudié en la Universidad Católica Andrés Bello. Me gradué en 2018. He trabajado en El Nacional, TalCual, El Tiempo, Crónica Uno, Connectas, Armando Info y EFE.