El natural y sanador efecto del temblor
Una rara enfermedad ha acompañado, desde los 4 años de edad, a Jacqueline Goldberg. En la búsqueda de descifrar sus misterios, la poeta y narradora escribió «El cuarto de los temblores» (Oscar Todtmann Editores), del cual ofrecemos algunos fragmentos. Se trata de un libro que cabalga entre distintos géneros hasta dejar oír una íntima y poderosa voz que pone en orden recuerdos de toda una vida marcada por el temblor.
Fotografías: Andrea Sandoval (portada) / Raphael Goldberg
«No estamos aquí para sanar nuestras enfermedades,
sino para que nuestras enfermedades nos sanen».
Carl Jung
«La salud como literatura, como escritura,
consiste en inventar un pueblo que falta».
Gilles Deleuze
El temblor me antecede. Proviene de una catástrofe trazada sin margen, sin nombre, sin fe.
Hace mucho anhelo escribir sobre el temblor. No sobre lo que se observa en el trepidar de mis manos. No acerca de derrames, sustos nacidos de sus desacatos. Escribir sobre la precaria materialidad del temblor. Su duración. Su vacuidad. Eso que por impronunciable sostiene. Porque cuando aparece ha comenzado a desaparecer y a aparecer de nuevo.
Temblar ha sido la más voluntaria de mis involuntades.
Alguien dijo que el día que escribiese sobre el temblor, dejaría de temblar. Que cuando tallara en vocablos todo lo que vibra desde mi infancia, nada volvería a estremecerme.
Pero nunca escribí. Un poco por incrédula, otro tanto porque temo no temblar. La desaparición del mal me dejaría a la intemperie, sería una desconocida de mí.
Comienzo esta tarea de escribirme por quienes algún día preguntarán. Acaso nietos, sobrinos. Quiero que conste aquello que el temblor ha impedido: lo endilgado, lo presentido, su cautela.
〈…〉
En el anchuroso árbol familiar,
se presume que solo yo tiemblo,
solo yo tiemblo y escribo.
Solo yo escribo mientras tiemblo.
¿Temblará alguien más tarde?
¿Temblará un lejano pariente en el instante de su muerte?
Jamás lo sabré.
Estoy sola en el árbol,
sola en el temblor.
〈…〉
Mis padres son los primeros en verlo aparecer. Tengo 4 años. Estamos en torno a la mesa de la cocina. Es enorme. Tiene cuernos, cola, escamas, hocico, alas, pezuñas, joroba. Aúlla, ladra, ronronea. Intentan que retroceda. No lo hace. Se vierte. El temblor es lobo, murciélago, hidra, pantera, medusa.
〈…〉
Siempre «normal» el resultado de encefalogramas, radiografías, perfiles sanguíneos, miradas escrutadoras.
Normal.
Es la desgracia.
Se espera un exabrupto, anomalía, un pozo, un fin.
〈…〉
Me llevan a Caracas para ser examinada por una importante pediatra, la primera mujer que obtuvo el título de Ciencias Médicas en Venezuela. Lya Imber de Coronil es amiga de mi abuela, o quizá hija de una amiga de mi abuela. Estoy en el Hospital Infantil J.M. de los Ríos, en una sala de espera aireada, azul. Dice
que estoy sana. Contempla mi temblor, lo ataja, le da alas.
Repite que estoy sana.
Así comienzan viajes a través del temblor.
Travesías para vencerme.
〈…〉
Tengo 12 años. Es preciso hallar los repliegues del temblor. Me hospitalizan en la Universidad de California. Me arrojan toda la tarde a una sala para que haga manualidades junto a niños con cáncer. No quiero comer. Mi padre me rapta, me lleva al restaurante del centro médico. Duermo sola junto a una cama vacía. Al día siguiente, mi padre regresa; estoy ya conectada a tubos por los que entra y sale sangre. Son exámenes de hormonas de crecimiento. Además, soy pequeña. Tampoco esa tragedia arroja respuestas. Seguiré siendo pequeña. Seguiré temblando.
El resto del viaje es bondadoso, surcamos enrevesadas autopistas, vamos a parques de cine, a San Francisco y sus jardines japoneses. A los riscos y a la mar.
〈…〉
Tengo 13 años. Mi padre me lleva a un neurólogo en el Mont Sinai Hospital de Miami. Me inyectan yodo, me encierran en un tomógrafo computarizado. Siguen tras la pista del temblor. Los ruidos del tecnológico féretro –recién inventado– me hacen temblar aún más. También hay un médico que me pide que detenga el movimiento. Dice que la máquina no capta los escalones de mi cerebro. De nuevo tiemblo. Como antes y más.
El examen arroja incógnitas, promesas de que quizá, más adelante, un día, la pubertad y los años me aplacarán. Eso no ocurrió. Para compensar el martirio recorro con mi padre la ciudad lluviosa, vamos a centros comerciales, compramos ropajes para un día estrenar.
〈…〉
No quiero ir al colegio. Tengo 6 años. Los niños se burlan de mis dientes amarillos, pero sobre todo de mi temblor. Dicen cosas espantosas, me bajan las bragas, me encierran en el armario.
Una mañana anuncio a mi padre que no voy al colegio.
No intenta convencerme. Nos asomaremos a nuestro nuevo apartamento, aún en obras. Subimos seis pisos por escaleras a oscuras. Huele a cemento y pintura. Nuestra casa será inmensa, luminosa, con una habitación y un baño para mí.
Luego mi padre me conduce dócilmente. Ya nada importa.
Hay un lugar donde esconderme, temblar a mi anchas y un día comenzar a escribir.
〈…〉
También ocurren idas a barrios lejanos, de los que es difícil volver.
Vemos a un yerbatero camino a la frontera. Lo esperan tullidos, leprosos, ancianos, señoras tristes.
Vemos a un chino que llena mi espalda con agujas y ventosas.
Vemos a un médico naturista que me prohíbe comer tomate.
Vemos a un hombre que mide mi energía con extraños aparatos giratorios. Dicen que estoy sobrecargada, que es la razón del temblor.
Viajes.
Tantos pequeños viajes.
〈…〉
Durante un ancho tiempo no hay más expediciones a mi averno. Algo en mis padres se vacía. No escucho sus conversaciones nocturnas. Quizá lloran, se lamentan, se culpan.
〈…〉
La desesperación de una madre no admite llegadero.
Vamos a ver a una médium parlante. Una bruja. Detesta que le digan bruja. Como remuneración exige una rosa roja.
La primera cita sucede una tarde temprano. Esperamos horas para ser atendidas. La mujer con turbante nos hace recorrer la sala, el comedor y llegar al fondo de la casa, un patio techado en el que aguarda su sala de sesiones. Pasa sus manos por todo mi cuerpo, sin tocarlo. Dice que en otra vida fui una niña pianista, que morí trágicamente en los días en que nacía a esta otra vida. Mi madre no dejará de hablar por mucho tiempo de ello, presa de una sensación de maleficio.
Me da como tarea dormir junto a un vaso de agua cubierto con un plato, en la mañana debo beberlo, rezar, rogar. Desde entonces bebo agua al despertar.
La segunda vez vamos a la casa verde de la avenida diez para una sesión espiritista. Tras el mismo recorrido por la casa, llegamos a un salón sin ventanas, con sillas que rápidamente son ocupadas por desconocidos. Me siento junto a mi madre, en un costado. Hablan, rezan, fuman. De pronto, aquella mujer enorme, cubana supe después, comienza a hablar como hombre. Al mismo tiempo los monos encerrados en las jaulas del patio dan alaridos. Jalo a mi madre por el vestido de flores y llorando, muy asustada, ruego que nos vayamos. Nos vamos.
〈…〉
Ya adulta quiero desarroparme de la casa verde. Los hermanos Socorro, no demasiado dispuestos a buscar leedoras de cartas, en su irrestricto afecto, me llevan.
Una tarde nos detenemos frente a la reja, ella sale y dice que no nos atenderá. Volvemos, pero no recuerdo si entramos, si nos leyó las cartas. Por momentos creo que sí, pero que nada dijo. Esa visita, a la puerta, al cuarto luego –si es verdad que se produjo, Marco dice que no, Milagros que sí– al menos sirvió para arrancarme aquella desazón a la que a veces vuelvo, preguntándome por qué los monos exaltados tan salvajemente, por qué la bruja me arrimó a una pianista muerta, por qué mi madre, judía y universitaria, terminó buscando muertos ajenos.
〈…〉
Describir el temblor.
Otorgarle nombres propios.
Hacerme un código para diferenciarlo
de un dolor de cabeza,
de un orgasmo.
Hacerlo difícil.
Es escandaloso, pero no duele,
no se escucha,
no hace eco en otra parte de mi cuerpo.
Es involuntario. Animal. Un asco.
Movimiento mínimo.
Pulsión traidora.
Traición.
〈…〉
Primera práctica de laboratorio en el colegio de monjas.
Soy nueva. Estoy en cuarto año de bachillerato. Tengo 15 años. La religiosa que enseña Biología pide que vaya al estante por los tubos de ensayo. Quiero negarme. Quiero pedir ayuda. No lo hago. Tiemblo. Ocho tubos de vidrio caen al suelo y estallan. Las compañeras de clase me miran. No sé si ríen. Quiero pulverizarme. Me regañan. Prometo que no volverá a ocurrir.
Así los cercos.
〈…〉
Mi caligrafía es una trama de garabatos que se aferran a la infancia. Jamás cambiarán. Es fea, zigzagueante, ajena a márgenes. Indescifrable.
En la escuela primaria me torturan con docenas de planas. Creen que puedo llegar a tener la caligrafía que impone el Método Palmer, angostada entre las mínimas rayas del cuaderno.
Demoro inmensas horas en una retahíla que otros consiguen en minutos. Por ello me impiden salir a recreos. Raras veces consigo terminar los exámenes. Ruego minutos. Quiero tener otra mano, una extensión que consiga dar tinta a todo lo que aprendo y pienso. Escribir a mano es tortura. Duele.
Escribir me rompe. A veces sangro. Cuando la piel logra cicatrizar, vuelve a abrirse. Vivo en la herida. Un día nacen callos. Me socorren con su exceso engrosado, endurecido y deforme. Tengo un callo en el dedo medio, otro en el meñique. El primero a causa del roce del bolígrafo o el lápiz. El otro por la excesiva fricción contra el cuaderno. Son feos, terminan manchados, agrietados.
Durezas mías.
Antes de los 10 años escribo perfectamente en una máquina eléctrica. Primero en una Olivetti de la óptica de mis padres. Luego en otra que es mía y ocupa el centro del escritorio en la habitación propia. Así me hago escritora. Tipeo trabajos para la escuela y poemas. Resúmenes de Historia e historias sobre el amor que no llega. Así me hago llanto.
La máquina de escribir es la prótesis anhelada. Los maestros no lo comprenden. Preguntan a mis padres quién escribe por mí. Las explicaciones no bastan. Insisten en una escritura manual.
Un día se permiten trabajos escolares tecleados. Los compañeros que por años me acosaron quieren ser amigos. Se disputan conformar grupos de estudio conmigo. Soy la única que teclea. La única que posee una máquina mágica. Termino escribiendo en soledad, haciendo tareas de otros, ofrendando mi pequeño don.
Tengo 13 años. Estoy en tercer año de bachillerato. Es obligatorio tomar apuntes con bolígrafo. La tinta azul es el enemigo. El temblor me hace sudar, el sudor deja una estela en el cuaderno, la estela genera regaños, repeticiones,
frustraciones. Soy Sísifo en una cuesta de líneas borroneadas, que gotean. Cuando creo que se ha volcado al olvido, los fantasmas se descalzan, exigen, ajustician.
En mi primer año de universidad, una profesora impide que exima su materia y me obliga a una prueba final. Dice que alguien como yo, con tantas dificultades de comunicación, no puede aprobar una materia que se llama precisamente Comunicación y Lenguaje. Repito y consigo una calificación baja, mediocre, ajena.
Luego, mucho después, culminando el Doctorado en Ciencias Sociales, repruebo el examen de suficiencia en lengua inglesa. Ni siquiera lo leen. Debo llevar una orden médica que obliga a permitirme redactar la cuartilla exigida en una computadora portátil e imprimirla en el propio salón de clases. Mis compañeros de examen, todos adultos, creen estar en presencia de una criatura poderosa y humillada. Finalmente apruebo, me gradúo, no intento rencor.
Los docentes no son los únicos que desuellan mi feo escribir. Todo trámite burocrático es bofetada: el expendio de cédula de identidad y pasaporte, operaciones bancarias, planillas de emigración o inmigración, recibos.
Mi firma es la identidad del temblor. Se trata de una firma sospechosa, que criminaliza.
〈…〉
Oficiantes del pulso.
Me pregunto si se detienen a pensar
en el beneficio de no temblar
cirujanos,
relojeros,
ingenieros nucleares,
dentistas,
dibujantes,
costureras,
manipuladores de explosivos.
Nunca quise ser astronauta, porque tiemblo.
No imaginé ser florista, porque tiemblo.
No soñé ser genetista, porque tiemblo.
Pude haber evitado otras maniobras de la yertitud, como la maternidad, la cocina, la poesía.
La vida es ya una tarea de precisión. Por eso no se me da atrapar libélulas, freír huevos de codorniz, agujerear el cemento para que brote una vieja lava.
〈…〉
El temblor es la intimidad expuesta. Aquello que el entramado social ha de aceptar. Pero que no acepta. Nunca falta una mirada, una pregunta.
El temblor es una marca que borra cualquier otro indicio que de normalidad haya en mí.
Toda discapacidad es paredón.
〈…〉
Dice Susan Sontag, en La enfermedad y sus metáforas, que al nacer cada persona posee una «ciudadanía dual, en el reino de los sanos y en el reino de los enfermos». Temblar hace que por segundos viva en un reino, luego
en otro.
No es la enfermedad pérdida o exceso, ya lo dijo Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, grande en ese género en obra que es el relato clínico: «Hay siempre una reacción por parte del organismo o individuo
afectado para restaurar, reponer, compensar, y para preservar su identidad, por muy extraños que puedan ser los medios».
Temblar pervierte toda idea de enfermedad. «No es nada, con eso se vive», me escupen señoras, parientes, médicos. Es cierto. Pero tiemblo. La salud es un paréntesis en el funambulismo de mis manos.
〈…〉
Desde hace nada el temblor tiene probable nombre propio. Se supone que se trata de un mal congénito, alojado en el gen DYT11 del cromosoma 7q21-q22, que produce una llamada distonía mioclónica. Lo digo sin certeza, pues mientras escribo estas cuartillas no he conseguido hacerme el examen genético que permitirá comprobarlo. Debo asumir que la descripción de la patología concuerda exactamente con aspectos clínicos.
〈…〉
Tengo una enfermedad rara, minoritaria.
De sacudidas fulgurantes, siempre visibles.
Enfermedad huérfana. Sin espejo retrovisor.
Dicen que mi esperanza de vida es normal.
No así mi esperanza.
〈…〉
Escribe David Berceli en Liberación del trauma: «En nuestra sociedad, el temblor es considerado un signo de debilidad, por lo tanto en vez de seguir el natural y sanador efecto del temblor anestesiamos nuestro dolor con fármacos, alcohol u otros sedantes. Pero es el cuerpo el que recurre al temblor para volver al equilibrio. Si una gacela es atacada por un león y logra escapar, veremos que temblará por un rato. Este temblor es una forma de sacudir el exceso de carga energética. Luego de liberada la adrenalina, la gacela vuelve al rebaño, tomando agua de la laguna como si nada hubiera pasado. También los seres humanos: en la mujer, después de haber parido, aparece el temblor». Y concluye: «El temblor es lo que cierra el círculo y significa el regreso al equilibrio, a la normalidad».
Fue en un refugio antiaéreo en el Líbano, en 1979, donde Berceli apreció por vez primera temblores y círculos. Protegiéndose de las explosiones y del caos del exterior, los niños temblaban prendidos de sus padres. Pudo observar algo más: mientras los padres consolaban a sus hijos, permanecían calmos.
Años más tarde, mientras trabajaba con refugiados de la guerra en Sudán, notó algo similar. Cuando se producían explosiones u otras señales de peligro, la única responsabilidad de los adultos era tomar a los niños y rápidamente llevarlos a un lugar seguro. Una vez más los niños respondían temblando. Los adultos no mostraban ningún signo de temor, ningún temblor.
Cuando Berceli interrogó a los adultos, pasado el peligro, estos explicaron que habían esquivado su miedo para no evidenciar síntomas de angustia que asustaran a sus hijos.
El tiempo pasó y el médico volvió a observar. Los niños habían conseguido reponerse del trauma, mientras que los adultos desarrollaron síntomas debido al efecto residual del miedo: algunos, incluso, padecían estrés postraumático.
Temblar como refugio y medicina.
Temblar al borde del temblor. Para sanar.
〈…〉
El escritor Francisco Javier Pérez cuenta que Julio César Salas –etnólogo, historiador, abogado, lingüista, sociólogo venezolano– pasó sus postreros días «yacente, inmóvil, semienmudecido» en lo que los niños llamaban «el cuarto de los temblores». En su casa merideña acabó «colmado de cuidados familiares y de atención médica». No hay noticias en su biografía de que temblara, ni de cuántos ajenos temblores huyó.
Yo, semienmudecida y móvil, he forjado jaulas para protegerme de mi propio temblor. Donde seguir temblando.
〈…〉
NOTA BENE
〈ANTES DE IMPRIMIRSE ESTE LIBRO〉
Alguien dijo que el día que escribiese sobre el temblor dejaría de temblar. Que cuando tallara en vocablos todo lo que en mí vibra desde la infancia, nada volvería a estremecerse.
He escrito un libro sobre el temblor.
Tiemblo.
Aún tiemblo.
Fragmentos escogidos para La vida de nos del libro El cuarto de los temblores (O.T. Ediciones, 2018)
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Jacqueline Goldberg
Poeta, narradora, ensayista, editora y autora de libros infantiles y testimoniales. Anhelo un género que lo contenga todo, una gramática del silencio y la poesía.