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El fraile que no tuvo miedo

Feb 18, 2017

La Misión del Tukuko queda en el piedemonte de la Sierra de Perijá. Por sus solitarios caminos se llega a Colombia. Al frente de la misión está fray Nelson, de la orden de los capuchinos, quien usa las redes sociales para comunicar al mundo las noticias de esos lejanos parajes. Una noche, rodando de Machiques al Tukuko, fue protagonista de un irregular encuentro que no dudó en denunciar usando esos medios. Esta es la historia.

Fotografías: Johann Maestre

 

Aunque son las 9:40 de la noche y el camino es solitario, fray Nelson Sandoval no siente miedo. Acaba de dejar atrás una alcabala con unos 20 hombres armados. Hicieron señas para que se detuviera, apuntándole con fusiles y pistolas, pero él decidió continuar su camino.

Entonces comenzó la persecución.

Fray Nelson se dirigía a la Misión del Tukuko, en el piedemonte de la Sierra de Perijá. Estaba oscuro. Solo monte y más monte es lo que crece en esa carretera por la que se llega a Colombia en poco menos de dos horas. Desde las pocas haciendas que hay en el camino se desprende un olor a bosta de vaca. En Perijá las vacas dan buena leche y carne de primera. De resto, en esa espesura no hay más testigos que la luna.

El fraile tenía que ir a Machiques ese sábado 14 de enero. Salió a las 6 y 30, casi de noche, con pocas ganas de dejar la paz del Tukuko, pero tenía que llevar a su casa a Yorman, uno de los empleados de la casa hogar donde la iglesia, de la orden de los capuchinos, atiende a 740 alumnos desde preescolar hasta bachillerato. Además, debía comprar las verduras del hervido dominical, un sancocho con costillas de res.

En el Tukuko se pueden tocar las nubes. Desde el campanario de la iglesia de la misión se ven las cumbres de la Sierra de Perijá. Sus montañas, cuando no hay incendios forestales, son de un verde brillante. En algunas épocas del año la temperatura baja tanto que una densa neblina lo cubre todo. El eco de pájaros, monos, loros y todas las criaturas que lo convierten en uno de los ecosistemas más fascinantes de la cuenca del Lago de Maracaibo, produce una sinfonía que acompaña los amaneceres de fray Nelson desde hace nueve años, cuando lo trasladaron a estas tierras para servir como misionero.

Ya en Machiques, el fraile dejó a Yorman en su casa, pues le tocaba descansar de su semana de trabajo en la casa hogar. Compró las verduras, echó gasolina y se fue a casa de su hermana, donde también vive su mamá. Cenaron arepas con carne mechada y queso. En la sobremesa rieron cuando su hermana le contó que su mamá y su tía discutían como niñas todo el tiempo. Supo de su sobrino de cuatro meses de nacido. Y para no demorar más el regreso, como a las 9:00 se despidieron.

—Mijo, cuando lleguéis me llamáis.

—Sí, mami.

Con la bendición de su madre emprendió su viaje de regreso. No tenía apuro, así que manejaba a 60 kilómetros por hora. Era un viaje tranquilo. Iba en su jeep con los vidrios abajo para respirar la brisa olorosa a pasto verdecito. Lo acompañaba José, un joven yukpa que ayuda en los quehaceres en la casa hogar.

 

Pasaron la recta del río Yaza, a la mitad del camino entre Machiques y la Misión del Tukuko y, antes de llegar a la subida, vio una luz que se encendía y apagaba con insistencia. Se trataba de una linterna.

El fraile no se asustó. Conoce a todos en Perijá y sus alrededores. Y todos, o al menos eso creía, lo conocen a él. Pensó que eran yukpas que se quedaron varados en la carretera y lo alumbraban para que supiera que estaban allí. Redujo la velocidad.

Estaban muy cerca de un lugar conocido como El Tandil, donde hay una entrada a un camino de tierra que lleva a Cachamana, un poblado que se volvió famoso la madrugada del martes 16 de agosto de 2005, cuando un avión de la aerolínea colombiana West Caribbean se estrellara con 160 pasajeros y tripulantes a bordo. Todos murieron. El avión cayó en terrenos de la Hacienda La Cuchara. El amanecer dejó a la vista cuerpos que se confundían entre restos de fuselaje, maletas y pasaportes. Desde entonces el lugar es recordado por la tragedia.

—Fray son los guerrilleros. ¡Parate!

El pedido de José estaba lleno de miedo. Sabía que desobedecer aquella señal de alto podía traerles graves consecuencias. Para quienes viven en Perijá la convivencia con guerrilleros colombianos se ha vuelto cotidiana. Nadie se alarma de verlos pasar en sus carros rústicos. Desde el año 2000 comenzaron a verse más seguido por estos lados, hasta el punto de que todos reconocen el tácito pacto de respeto entre lugareños e insurgentes, que no suelen meterse con los indígenas barí y yukpa que habitan en buena parte del millón de hectáreas por las que se ensancha esa sierra que se explaya hacia Colombia.

Esa noche el pacto estaba a punto de hacer aguas.

—No me voy a parar —respondió el cura.

—¿Por qué, fray? —preguntó un asustado José.

—Porque no me da la gana.

A fray Nelson no le daba la gana de detenerse porque aquellos hombres vestidos con franela blanca, cinta negra en el brazo izquierdo, botas de caucho negras y pantalones también negros, no eran autoridad para andar montando alcabalas y parar a todo el que pasara por ahí. Siguió de largo y aceleró. Llevaba los vidrios abajo, por lo que escuchó con claridad el chasquido de las armas al ser cargadas.

—Fray, prendieron unas motos, allá vienen. ¡Parate! —El nerviosismo de José se avivó con aquel rugido.

—No me voy a parar. Solo me pararé si me dan voz de alto.

Era una emboscada.

Desde la alcabala, encubierta por la soledad de la noche, cinco motos con sus 10 ocupantes, entre ellos una mujer con la cara escondida en un suéter, se lanzaron tras el jeep, alcanzándolo al poco rato.

Fray Nelson tuvo que detenerse.

José no pronunció ni una sola palabra más. Eran casi las 10:00 de la noche en esa vía, abrazada por árboles tan grandes que forman túneles en unos tramos, y desnuda como una sabana en otros. Los hombres se bajaron de las motos con fusiles y pistolas muy grandes. Todos apuntaron hacia el jeep.

Uno de los hombres, el único con acento zuliano, asumió la conducción del grupo, hablando golpeado. No ocultaba su rostro. Dejaba ver su barba incipiente cortada en forma de candado y su cabello al rape estilo militar.

—¿Por qué no se detuvo?

—¿Qué sé yo si me van a matar, o me van a secuestrar? ¿Qué se yo qué van a hacer conmigo?

—No, usted tenía que pararse.

—Pues no me voy a parar, eso no tiene lógica, no tiene sentido.

—¿Usted no sabe que la guerrilla anda por aquí?

—¿Qué voy a saber yo quién anda por esta carretera a esta hora de la noche?

El careo era tenso, pero fray Sandoval está acostumbrado a hablar con firmeza. El acento del hombre le resultaba familiar. Habla de vos. Los demás del grupo hablan diferente. Son colombianos.

El único que habla de vos le pregunta al padre con renovada autoridad que quién es, para dónde van, qué van a hacer en el lugar.

—Yo soy el padre de la misión.

—¿El padre?

—Sí, el padre, y si vos sois guerrillero, tenéis que saber quién soy yo. Si vos no sabéis quién soy yo, pregúntale a los jefes tuyos quién es el padre Nelson.

A simple vista parece europeo. Tiene 46 años y su cabello al hombro se desordena en unos rulos blancos que heredó de su familia paterna, los Sandoval Corona. Los Corona son todos “cabeza blanca” como él. Nació en Machiques. Su piel es muy clara.

Sin dejar de apuntarlos con sus armas, los hombres se preguntaban entre sí qué harían con fray Nelson y José, así que decidieron esperar a su líder, quien llegó unos minutos después en uno moto.

—Este y que es el padre de la misión —le dijeron.

—Ve, ningún y que es, yo soy el padre de la misión —cortó fray Nelson—, que vos no me conozcáis no es asunto mío, pregúntenle a sus jefes quién es el padre Nelson y ellos les dirán. Y este es el vehículo de la misión.

Fray Nelson creció viendo a los capuchinos que servían en Machiques. Bautizaron a sus padres, los casaron, lo bautizaron a él, le enseñaron el catecismo. Conoció la historia de San Francisco de Asís y quiso ser misionero para ayudar a los más necesitados; de allí su hábito marrón con un cordón en la cintura. Desde los 18 años comenzó ese camino.

—Tampoco conocemos el vehículo.

—Pues véanlo bien y grábenselo porque en este carro no andan delincuentes. Es el vehículo de la misión y en él andamos los misioneros y nuestros empleados.

—¿De verdad usted es el padre? —preguntó el jefe, tratando de apaciguar los ánimos.

—Sí, yo soy el padre de la Misión del Tukuko. ¿Ustedes qué andan haciendo por aquí?

—Andamos de comisión, padre.

—¿Comisión de qué?, ustedes son guerrilleros, esa tarea le compete a la Fuerza Armada venezolana o a la policía, ustedes son grupos subversivos que andan huyendo de la justicia colombiana y tienen que estar es metidos en el monte.

Fray Nelson no es de medir palabras cuando su convicción lo asiste. Le cuesta callar cuando considera que está en juego la justicia. Su alma se quema con cada incendio forestal que arrasa miles de hectáreas cada año en la sierra. En 2015 su imagen se hizo viral en Internet mostrando fotografías de la sierra ardiendo. Las tomaba a toda hora con su Nikon y un trípode. Fotos de animales chamuscados y árboles centenarios que habían sucumbido ante las llamas. El aire que se respiraba en el Tukuko era grisáceo, causaba tos. Todo eso lo denunció y luego de cacarear por los cuatro vientos que la sierra no tenía dolientes, llegó la ayuda para sofocar el fuego. Más de 100 mil hectáreas se habían vuelto cenizas.

—Padre, no se preocupe, tranquilo, disculpe, siga adelante.

Fray Nelson encendió el jeep y retomó el trayecto que debió tomarle solo 30 minutos desde Machiques. Nunca apagó las luces del jeep, así que pudo captar detalles tan nítidos como esas fotografías que toma como aficionado con su cámara. Las motos decían Tupamaro y tenían calcomanías de Hugo Chávez y del Che Guevara. Son más de 15 años teniendo conocimiento de la presencia de guerrilleros colombianos en Venezuela y sabía identificarlos. La cinta negra en el brazo izquierdo y las botas negras de caucho le permitieron concluir que se trataba de miembros del Ejército de Liberación Nacional.

 

Pasadas las 10:00 de la noche llegó al Tukuko. Fue directo a la casa del cacique para contarle lo que les había pasado. Para los yukpas y los bari el cacique es el padre, el mentor, la figura de respeto. Todos acuden a su encuentro a pedirle consejos o poner reclamos.

El cacique no estaba, pero su esposa le dijo que era la quinta persona que llegaba con esa novedad. Le contó que a los yukpas Nerio Suárez y Sofia Serpashi, cacica de la comunidad de Ataposha, también los detuvieron con el mismo interrogatorio y les revisaron el vehículo.

—¿Quiénes son ellos para poner alcabalas en esta carretera, ni parar a un venezolano, a un colombiano, o a quien sea? —preguntó fray Nelson todavía con la sangre caliente.

Acordaron dar a conocer lo ocurrido del mejor modo que él lo sabe hacer: por las redes sociales. Esa misma noche encendió su computadora. Escribió el relato en su cuenta en Facebook, lo compartió en Instagram y levantó una polvareda de comentarios venidos de todas partes, dentro y fuera del país. No por la novedad, pues no es secreto para nadie la presencia de guerrilleros en la Sierra de Perijá, sino por el atrevimiento de montar alcabalas en territorio venezolano.

Tres días después, el 17 de enero de 2017, a fray Nelson lo visitó un general del Fuerte Macoa, adscrito a la 12° Brigada Caribe del Ejército, con sede en Machiques, acompañado de dos funcionarios del Sebin. Les contó todo, pero pensó que hacer la denuncia no tenía sentido, que no pasaría nada. Está convencido de que las autoridades venezolanas saben de la presencia de estos grupos y no hacen nada para combatirlos.

Los funcionarios que lo entrevistaron lo trataron amablemente y lo escucharon con atención. No hubo un pronunciamiento oficial ni público sobre el episodio. Ningún medio de comunicación publicó la noticia. Pero en el pueblo no se habló de otra cosa durante días.

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Egresé de LUZ en diciembre de 1999. Tengo esa constante necesidad de querer contar historias. ¿Qué sería del periodismo sin una historia? Soy una aprendiz de narradora que encuentra en la frontera colombo-venezolana un mundo apasionante.

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