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El filósofo que no pudo decir adiós

La noche del 2 de noviembre de 2008, el profesor Rafael García Torres salió a compartir en un restaurante con unos amigos. En la madrugada, llamaron a su esposa, María Álvarez, para decirle que lo habían matado. A su hija menor, Mariana Sofía García, de entonces 13 años, la despertó un grito. Ahora es periodista y escribió esta historia que obtuvo mención publicación en la 3ra edición del concurso Lo Mejor de Nos.

Fotografías: Álbum familiar 

 

Once años después del 2 de noviembre de 2008, volví a leer el titular del diario El Universal que relata la muerte de un profesor universitario de filosofía de la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB) y de la Universidad Central de Venezuela (UCV): “Mataron a un profesor en la autopista Francisco Fajardo, a la altura de la urbanización Bello Monte”.

Si pudiera recordar a mi papá a partir de algo sería por su Fiat Uno blanco. Cuidaba de ese carro con un cariño especial. La realidad económica del país era otra y a un profesor universitario de filosofía le alcanzaba para mantener su vehículo. Mensualmente llevaba su mininave de dos puertas a hacerle mantenimiento mecánico. Lo lavaba, lo aspiraba. Estaba tan blanco que un día un vecino le preguntó si lo había mandado a pintar recientemente. “No, ese es su color de agencia”, respondió orgulloso.

En ese Fiat Uno viajamos varias veces por Venezuela.

Cierro los ojos y mi mente se traslada a una vez que fuimos a Coro, estado Falcón, y a Choroní, en Aragua. Esos destinos dejaron en mí dos recuerdos mágicos: un mar en completa calma, en el que me bañé por horas junto a mis papás; y la arena de los médanos en la que mis pies se hundieron con cada paso que daba. Ambos lugares con un sol estupendo, que nos calentaba la piel sin quemarnos.

“El cadáver, un docente de 49 años de edad, fue localizado en el interior de su automóvil (…). Tripulaba un Fiat, modelo Uno, de color blanco”, continuaba la nota del periódico, publicada el 3 de noviembre de 2008.

Ese año mucho se hablaba del hampa. Los observatorios de violencia del país registraban tasas de homicidios que eran sorprendentes. Venezuela superaba estadísticas de otras naciones como Brasil y México. Entre amigos y familiares se repetía: “No te vayas tarde, es mejor que te quedes hasta mañana; mira que el hampa anda suelta”.

Solamente en Caracas había 130 homicidios por cada 100 mil habitantes en 2008. Según esas cifras, era la capital más insegura de América Latina.

Mi papá entró en esa estadística.

Y yo estaba ahí, a punto de crecer sin un papá en una Venezuela llena de contratiempos. De muchos contratiempos.

 

Rafael García Torres, mi papá, estaba enamorado de la filosofía.

“¡Rafa, cuántos libros más vas a traer a la casa…!”, le decía mi mamá cada vez que llegaba con cuatro libros bajo el brazo. “Ay, Mary, es que me los regalaron…”, insistía él medio juguetón. Así fue hasta que nos mudamos en 2001, y en el nuevo apartamento construyeron una biblioteca para los más de 2 mil ejemplares que tenía entonces.

Los días que iba a trabajar, se paraba bien temprano, se tomaba su café negro con azúcar, leía las páginas de un libro de su autor favorito, Laureano Vallenilla Lanz; o del periódico, y luego se vestía de camisa sin corbata y bluejeans. Solía llevar el rostro bien afeitado y el cabello, peinado con gelatina, hacia atrás. Y no podía faltarle el reloj en su muñeca izquierda.

Más de una vez me llevó a acompañarlo a la UCAB y a la UCV. Los estudiantes me saludaban con entusiasmo: “¡La hija más pequeña del profesor García!”, decían. La verdad es que ahí yo me aburría. No entendía nada de lo que hablaban los adultos. Pero una parte de mí estaba orgullosa de ver el respeto con el que trataban a mi papá. Era un hombre de carácter fuerte. Tenía un tono de voz muy alto, que se escuchaba desde mi casa hasta Pekín cuando conversaba por teléfono.

Creció en una casa en Coche, en el municipio Libertador de Caracas. En algún momento de su vida quiso ser sacerdote, incluso estuvo en el Seminario Santa Rosa de Lima, pero se dio cuenta de que no era lo suyo y abandonó. Después, se casó y tuvo un primer hijo, Abelardo. Luego se divorció y conoció a mi mamá, María Milagros Álvarez; ambos trabajaban en la Biblioteca Nacional, en el centro de Caracas. Un día él la invitó a almorzar, pero ella no podía porque estaba muy ocupada. Cuando volvió a la oficina le dejó en su escritorio un mango que había agarrado de un árbol de la calle. Y así empezó a conquistarla.

Se juntaron en concubinato y en 1990 nació la primera hija, Adriana. Cinco años después, nací yo. Abelardo quedó a cargo de mi papá porque quería vivir con nosotros, estar cerca de sus hermanas.

Éramos una familia de cinco personas sin lujos en un apartamento en Santa Mónica, una urbanización de clase media de la parroquia San Pedro de Caracas. Allí, los domingos no faltaban el jugo de naranja, la prensa y la música de fondo. La nuestra era una vida normal, sin sobresaltos.

 

El 2 de noviembre de 2008 a las 3:30 de la madrugada sonó un celular.

“¿Cómo que se murió?”, preguntó mi mamá desde la sala durante la llamada telefónica.

Con el grito, me desperté de sopetón.

Estaba de ese modo en el que no sabes si sigues soñando, si escuchaste bien o si te confundiste con un ruido de la calle. El sueño terminó de sacudirse cuando mi mamá regresó al cuarto con la mirada baja, la mano en el corazón y temblando. “Rafa y Abelardo tuvieron un accidente”, balbuceó.

Esa noche, mi papá y mi hermano habían ido a una reunión, en un restaurante en Chacao, con unos ex alumnos suyos del Instituto de Teología para Religiosos (ITER) que habían decidido apartarse de la vida religiosa. Querían compartir un rato agradable entre amigos y lo invitaron.

Después de esa llamada todo ocurrió muy rápido. Mi mamá se vistió, despertó a mi hermana mayor y llamaron a un taxi para que nos fuera a buscar.

A mí me llevaron a casa de mi abuela, en el centro de Caracas. Ahí me recibieron con cariño, como si todo estuviera bien. Desayuné pan con café. Mi tía me planchó el pelo. Vi Caso Cerrado y Laura en América con mi abuela, que era amante de esos programas. Pero, a ratos, cuando me acordaba de mi papá y mi hermano, sentía un bajón muy desagradable en el estómago.

Mis familiares me decían que mi papá estaba muy grave. La verdad es que yo sabía que él ya no estaba vivo. Fingía inocencia para que los adultos no se sintieran mal. Parece irónico cómo los seres humanos desarrollamos medidas de protección hacia nuestros seres queridos, incluso siendo tan pequeños. Yo solo tenía 13 años.

“Funcionarios del Vivex realizaron el hallazgo tras ser notificados por otros conductores que observaron cuando se generaba el acalorado altercado (…). A eso de las 3:00 de la madrugada sostuvo una pelea con otros sujetos que conducían un auto no identificado de color gris. La riña verbal concluyó cuando uno de los hombres le ocasionó una herida de arma de fuego y posteriormente huyeron del lugar”, escribió el periodista de El Universal.

El artículo no detalla que a mi papá le dieron tres balazos en el lado izquierdo del cuello y que una de esas balas siguió su trayectoria e hirió a mi hermano. La bala perdió fuerza y se alojó muy cerca de su médula. Los médicos prefirieron dejarla adentro porque operarla para extraerla era más peligroso: que mi hermano sobreviviera era un milagro.

En las conversaciones de los adultos pude escuchar otras versiones, diferentes a las de El Universal. Decían que nunca hubo una pelea, sino que de un carro en el que iban hombres y mujeres decidieron disparar sin ninguna razón aparente. Quizá para iniciar a alguien en una banda, por confusión, por locura. Nunca lo sabremos.

Mi mamá me llamó desde la clínica para decirme que mi hermano estaba bien, que en un rato me pasarían buscando para que lo fuera a ver… Y que teníamos que hablar.

Durante el camino hacia la clínica estaba asustada. Tenía las manos heladas. No lloraba, solo estaba seria. Hasta que entré, caminé, fui a la habitación y vi a mi hermano en la cama con una bata azul. Me desplomé. Mi compañero de tardes, mi chef favorito, el que me llevaba todos los días al colegio estaba herido.

Luego de visitar a mi hermano me llevaron a casa de una tía en El Cafetal, donde estaban reunidos varios familiares. Me senté en el mueble y era muy incómodo ver a las personas hablando a través de señas o muy bajito, como si todo fuera un secreto.

Pasaron unos minutos, hasta que me llamaron desde una habitación y ahí me dijeron: “Sofía, tu papá se puso muy grave y lamentablemente falleció”.

En ese momento sentí una profunda tristeza que no sabía cómo expresar. No podía llorar. Me costaba entender por qué eso me (nos) había pasado. Por qué alguien podía matar a otra persona inocente. Por qué mi hermano tenía que vivir algo tan horrible. Todas esas preguntas me hicieron entrar en shock.

Durante el velorio tampoco lloré, estaba tranquila, no demostraba ningún sentimiento. Mi mamá me preguntaba una vez tras otra si me sentía bien. Y sí, el problema era exactamente ese: que me sentía bien. Demasiado bien considerando lo que estaba ocurriendo.

Nadie tiene las palabras exactas para hacer sentir mejor a una esposa y tres hijos que perdieron al jefe de la familia de forma inesperada. Nadie te dice que, luego del entierro, lo peor de perder a alguien que vive contigo es cuando vuelves a casa y chocas con la realidad.

Que no lo volverás a ver. Que no se repetirán los domingos de jugo de naranja y periódicos. Que no te llevará a El Ávila con tus amigos del colegio. Que no te fastidiará por cualquier cosa.

 

Con los días, mi mamá pudo recuperar el Fiat. Lo trajeron al edificio en una grúa porque estaba muy chocado por las maniobras que hizo mi hermano desde el asiento del copiloto cuando le dispararon a mi papá. Entonces salí a escondidas al estacionamiento y lo volví a ver.

Estaba lleno de sangre seca. Tenía impactos de bala en la puerta del chofer. Era muy triste verlo así. Eran mil recuerdos en ese carro que me rompían el corazón y al mismo tiempo sentía mucho miedo al imaginarme la situación por la que pasaron mi papá y mi hermano.

“Qué injusticia”, pensé.

Dos años después de la muerte de mi papá, seguía sin aceptar lo que había pasado. Ya era una adolescente de 15 años y él seguía sin volver. En esos días fue que comencé a llorar. A llorar de verdad. A extrañar su carácter y su voz. A buscar en la biblioteca las publicaciones, apuntes, todas las huellas que dejó.

Mi mamá trató de buscar justicia. Pusieron la denuncia. Mi hermano aportó información a las autoridades para hacer retratos hablados de las personas que pudo ver en el otro carro. Recorrieron tribunales, llevaron papeles. Nada funcionó. No consiguieron a los responsables.

Doce años más tarde vivo sola en el apartamento que compraron mi papá y mi mamá. Mi hermano Abelardo fue el primero en irse a Chile con su esposa. Luego, mi hermana Adriana decidió que Argentina era un buen lugar para vivir y, unos años después, se llevó a mi mamá. Me pidieron muchísimas veces que me fuera con ellos, pero yo estaba convencida de que tenía que terminar mi carrera universitaria. Y aquí me quedé.

En la biblioteca del pasillo del apartamento hay muchos recuerdos. Tesis de grado y maestría de mis papás, publicaciones en revistas y periódicos. Y un pocotón de libros de filosofía y antropología que luchan contra el polvo para no quedar en el olvido.

Me cuesta recordar cómo se despidió mi papá aquel día que salió con mi hermano. No sé si me dio un abrazo, o un beso en la mejilla, o si solo movió las manos de un lado a otro. Simplemente no lo recuerdo. Es como si me hubieran puesto una tela negra en los ojos.

Estoy segura de que esa no era la manera en que mi papá quería despedirse de nosotros. Pero el destino, las circunstancias, o la vida misma no le permitieron decir adiós.

Quizá el vacío que me quedó en el corazón con su partida permanezca para siempre, pero daré mis pasos pensando que en algún lugar del cielo hay un padre orgulloso de su hija más chiquita que ahora es periodista.

Y que escribe estas líneas para él.

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Nací en Caracas, Venezuela, en 1995. Soy comunicadora social egresada de la Universidad Santa María. En la actualidad cubro la fuente comunidad en el medio digital Crónica Uno. Me encanta contar historias, leer crónicas y escribirlas.

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