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Oct 11, 2019

Durante su niñez y adolescencia, Antonia Luque tuvo que ver morir a tres primos suyos a consecuencia de la hemofilia, una enfermedad rara y hereditaria que ha marcado las últimas generaciones de su familia. Tratando de sobrellevar la patología, leyó mucho y se convirtió, desde hace 30 años, en activista de la Asociación Venezolana de Hemofilia.

Fotografías: Archivo Luisa Quintero

Antonia Luque dormía en su habitación oscura y silenciosa. De pronto, el teléfono comenzó a sonar. Sin terminar de despertarse, estiró su brazo, tomó el móvil y respondió.

—¿Aló? —dijo, un poco aturdida.

—¡El niño no puede, tiene mucho dolor! —le respondieron. 

Era un familiar de un pequeño de 5 años que ella conocía muy bien: un niño con hemofilia que en ese momento gritaba de dolor. Ella podía escucharlo al otro lado de la línea. En el frágil cuerpo del pequeño se estaba desatando una hemorragia interna. Lo que comenzó horas antes como un cosquilleo, a las 4:00 de la madrugada era un dolor intenso: como cuchillos que le desgarraban la carne.

La familia de ese niño no tenía a la mano el factor VII para evitarlo, uno de los medicamentos que requieren los hemofílicos y que el Estado, a través del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales, debería proveer. Por eso llamaron a Antonia, que era la coordinadora de la Asociación Venezolana de Hemofilia y conocía el caso. Sabían que podía estar durmiendo a esa hora, pero desesperados como estaban, decidieron dejar la pena a un lado y marcarle. Tenían la esperanza de que ella pudiera ayudarlos. O de que al menos lo intentaría. 

Y así fue. 

Antonia comenzó a buscar el medicamento entre sus contactos, llamó a varias organizaciones y asociaciones internacionales, aunque sabía que el factor VII es uno de los medicamentos más complicados de conseguir. “Incluso en donaciones”. 

No consiguió cambiar la suerte de ese niño, quien falleció producto de una hemorragia cerebral días después de esa llamada. 

De este episodio ya han pasado tres años y no se borra de su mente. Aunque no pudo evitar aquel desenlace, ese día Antonia sintió que no podía parar: que debía hacer cuanto pudiera por ayudar a quienes viven con hemofilia.

La hemofilia está en el código genético de Antonia. Muchos en su familia la han sufrido. Durante su infancia y adolescencia, vio morir a tres primos por esa enfermedad. Por eso cuando tenía 14 años, los adultos reunieron a todas las primas. Aquella reunión era distinta a todas las anteriores: el objetivo no era celebrar algún cumpleaños ni tomarse fotos, sino decirles que debían ir al hospital a descartar que alguna de ellas fuera portadora de hemofilia. Aunque las mujeres no la padecen, sí la transmiten.

La hemofilia es una de las tantas patologías que la ciencia cataloga como “enfermedad rara”. Una de cada 10 mil personas en el mundo nace con un pequeño defecto en el cromosoma X, lo cual afecta las proteínas de la sangre. Cuando alguien se corta o se golpea, las proteínas, como soldados de un ejército, se movilizan hasta donde tuvo lugar el daño y se juntan para evitar que el sangrado se prolongue: así funciona la coagulación. Lo que ocurre en el caso de los hemofílicos es que su ejército tiene menos soldados, razón por la cual, si se caen o golpean, el sangrado se prolonga. Y la persona puede llegar a morir.

Ese desperfecto se debe a la ausencia de tres factores de coagulación: el VII, VIII o IX. Sin embargo, con la inyección del factor deficiente el problema puede resolverse. Por lo general unas cuantas dosis son suficientes para que la persona mejore y viva sin contratiempos.

De todo eso estaba consciente Antonia el día que llegó con sus primas a hacerse la prueba en el Banco Municipal de Sangre de Caracas, el principal centro de salud en Caracas para el diagnóstico y tratamiento de este tipo de enfermedades. La llevaron a una sala fría, con paredes blancas, donde una enfermera le pidió relajarse y respirar mientras palpaba, poco a poco y con firmeza, la parte interna de su brazo. Le sacaron la sangre. Después, vino la espera por el resultado. Deseaba que fuera negativo para, en el futuro, no someter a alguno de sus hijos a vivir con hemofilia. Y así fue: el resultado del estudio, que tardó unas semanas en conocer, arrojó que Antonia no era portadora, aunque algunas de sus primas no conocieron esa alegría de recibir un diagnóstico negativo. 

Sin embargo, los exámenes médicos no siempre son sentencias definitivas, aunque ella aún no lo sabía. Tenía que terminar de hacerse adulta, ir a la universidad, casarse y tener dos hijos para aprenderlo. Quince años después de aquel resultado, nació Alejandro, su segundo hijo. Era un bebé sano. O al menos eso parecía. Pero a los pocos meses comenzaron a aparecerle moretones en la piel, lo cual encendió las alarmas de la familia. Le hicieron las pruebas al pequeño y era lo que tanto temían: Alejandro tenía hemofilia.

En la adolescencia de Antonia, los exámenes apenas estaban en desarrollo y tenían un margen de error en los resultados. Dentro de ese error vivió hasta la prueba positiva de Alejandro. 

El cerebro funciona como caja de resonancia para los diagnósticos inesperados. La palabra hemofilia se repetía como un eco perturbador en su mente. Hemofilia, hemofilia, hemofilia. “¿Cómo es eso posible si hace 15 años descartaron que esto pudiera pasar?”, se preguntaba. 

Sintió miedo. Mucho miedo.

—Vamos a salir de esto; ya vas a ver que saldremos adelante —le dijo su esposo, César Garrido.

César era un arquitecto que no sabía nada de la hemofilia. No se había enfrentado, como ella, a la muerte prematura de tres primos hermanos por esa enfermedad. Antonia comenzó entonces a cuidar con mucho esmero a su pequeño Alejandro, cuyo nombre significa “el protector”. El Banco Municipal de Sangre, donde Alejandro fue diagnosticado, se convirtió en un sitio al que Antonia empezó a frecuentar. A pesar de no tener conocimientos de enfermería, quiso dedicarse a ayudar a las enfermeras una que otra noche —durante el día tenía que trabajar y cuidar de sus hijo— debido a la actividad tan ajetreada en ese lugar, algo que le servía además para indagar, informarse bien a lo que se podía enfrentar.

Aprender a inyectar, que en una emergencia se debe aplicar cierta dosis de factor, se sumaron a la lectura incesante de estudios médicos sobre hemofilia. De tanto leer y conversar con médicos, que se transformaron en su guía, aprendió que un niño puede jugar sin que un golpe o una caída representen una ida a la emergencia, o peor, un riesgo de muerte, algo que años atrás era impensable.

El ocho de agosto de 1989, cuando Alejandro apenas tenía 6 meses de vida, decidió sumarse como voluntaria a la Asociación Venezolana para la Hemofilia. Allí comenzó a participar en cualquier actividad para enseñar a pacientes y familiares lo que iba aprendiendo. Como que la natación es perfecta para fortalecer las articulaciones, una de las partes del cuerpo más afectada por la enfermedad. Que es importante que los niños estén informados sobre su condición. Que deben aprender desde pequeños sobre los riesgos a los que se enfrentan, a inyectarse a sí mismos en caso de emergencia. Y lo más importante: Que pueden llevar una vida normal. 

Pero el activismo no solo es educación, es buscar mejorar las condiciones de los demás ante la falta de protocolos de atención de una enfermedad que, por rara, era poco conocida en el sistema de salud venezolano. Mientras le enseñaba a los demás cómo sobrellevar la condición de hemofílico, hacía cuanto podía por ayudarles a mejor las condiciones de vida. 

En 1997, cuando asumió la coordinación de la Asociación Venezolana para la Hemofilia, se dedicó a visitar el Ministerio de Salud. También encabezó el comité para la atención de pacientes con enfermedades crónicas, para conseguir que las personas pudieran recibir sus medicinas sin costo.

También puso en marcha unos campamentos anuales, donde niños y adultos aprendían sobre su condición. En 2005 la Federación Mundial de Hemofilia la llamó para ayudar a redactar las guías de su censo de pacientes. La llamaron también de Costa Rica, República Dominicana y Panamá para que compartiera sus conocimientos, que llevara la experiencia de los campamentos, pues necesitaban planes similares, gente con conocimientos como los que ella tenía. 

Mientras ella lograba todo eso, Alejandro fue creciendo. Terminó el colegio, el liceo y fue a la universidad. Allí se hizo periodista. Apenas comenzó a ejercer la carrera, le tocó cubrir en Caracas las manifestaciones en contra del gobierno de Nicolás Maduro que se desataron en febrero de 2014. Protestas que eran disueltas con fiereza por los cuerpos de seguridad del Estado. Más de una vez los funcionarios agredieron a Alejandro, que tuvo que aplicarse la profilaxis para evitar un mal mayor, porque un golpe para un hemofílico, como ya se dijo, puede ser letal. Por ello, la tercera vez que la policía arremetió en su contra, decidió que debía parar: no podía ser periodista en un país como Venezuela. Así que poco después hizo maletas y se montó en un avión rumbo a Panamá.

Antonia entendió que la migración era lo mejor para su hijo. Lo despidió con nostalgia. Y, sin quitarse el mal sabor que eso le produjo, retomó sus labores en la Asociación, donde lidia con la escasez de los factores VII, VII y VIII que requieren alrededor de 5 mil hemofílicos que hay en Venezuela. En 2019, el Ministerio de Salud importó factores que alcanzaron solo para el tratamiento de pacientes en seis ciudades del país durante una semana.

Antonia ha logrado que la Federación Mundial y los países latinoamericanos, incluso alguna organización europea, le donen dosis, algunas de ellas con poco tiempo antes de que expiren. 

Son llamadas y envíos de correos, viajes al exterior o envío de algún delegado para concretar las donaciones, reuniones en el Ministerio de Salud para que el ministro de turno diga que hay algún dinero que se puede gestionar para los factores. Todo eso sin dejar de protestar en las calles, frente al ministerio, al IVSS. A veces no solo por los hemofílicos, sino por todos los enfermos crónicos del país, junto a la coalición de organizaciones por el derecho a la salud y la vida. 

Y aunque ha logrado eso, no pudo evitar que, durante 2018, 54 pacientes con hemofilia fallecieran por no tener a mano el factor que requerían. Antonia no deja de pensar en esas vidas truncadas. 

El 8 de agosto de 2019 cumplió 30 años en la Asociación, la misma edad de su Alejandro a quien no puede abrazar con la frecuencia que quisiera, porque ahora trabaja en otras tierras, donde vela por los derechos de los hemofílicos como vicepresidente de la Fundación Panameña de Hemofilia, mientras ella protesta donde haga falta para ayudar a su gente en Venezuela.


Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.

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De Carabobo, donde estudié y me inicié en el oficio recorriendo hospitales, pasé a Caracas para cubrir Política y Parlamento con TalCual. De vez en cuando los derechos humanos retoman mi agenda. Ser reportera me apasiona.

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