El camino en el que encontraría otros milagros
Cuando en septiembre de 2017 salió de la cárcel, donde pasó casi cuatro meses acusada de traición a la patria y rebelión militar, Lisbeth Añez se sentía como un barco a la deriva. Uno de sus abogados, como entregándole una brújula para que retomara el camino, le habló de alguien a quien podía ayudar. Esta es la historia de la mujer a la que jóvenes que protestaban en contra de Nicolás Maduro bautizaron como Mamá Lis.
FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR
Ricardo Ravelo llevaba en su bolsillo un informe médico que decía que tenía cáncer. Un osteosarcoma hacía sus huesos cada vez más frágiles. A sus 18 años vivía adolorido, con llagas en todo el cuerpo, pero a veces la enfermedad le daba pequeñas treguas. Como ese día en que volvía a su casa, luego de una consulta médica, y quizá como una forma de desafiar esa vida tan llena de vicisitudes, tuvo la osadía de sumarse a una de las tantas protestas en contra de Nicolás Maduro que por aquellos días de julio de 2017 colmaban las calles.
Era un plantón. Gente con pancartas, gritando consignas, trancando la avenida Francisco de Miranda, la arteria vial que atraviesa el este de Caracas. En algún momento llegó la Guardia Nacional reprimiendo la concentración con gases lacrimógenos y atrapando personas en una suerte de gran pesca de arrastre. Ricardo intentó correr, pero su cuerpo endeble no le respondió y los guardias lo alcanzaron. En medio del forcejeo, el joven sacó el informe médico de su bolsillo, como quien agita una banderita blanca en medio de una guerra.
No funcionó.
Se lo llevaron y lo recluyeron en un tráiler, diminuto y sucio, de la Guardia del Pueblo. No pudieron dejarlo allí por más de 21 días porque se descompensó y les tocó sacarlo de emergencia al Hospital Padre Machado, donde le hicieron unos exámenes que arrojaron que su cáncer había hecho metástasis en los pulmones.
Los médicos le dieron un pronóstico de seis meses de vida.
Estable pero todavía convaleciente, Ricardo pudo volver a su casa.
La juez encargada del caso lo mantuvo con medidas cautelares y régimen de presentación.
Lisbeth Añez estaba en el Aeropuerto Internacional Simón Bolívar de Maiquetía, a punto de abordar un vuelo a Estados Unidos, donde estaría más cerca de sus padres, quienes vivían allá. Esa mañana, la del 11 de mayo de 2017, dos meses antes de que detuvieran a Ricardo, Lisbeth sentía que definitivamente corría peligro en el país. Muchos sabían que, desde hacía tiempo, se dedicaba a ayudar a los muchachos que protestaban.
Había comenzado a hacerlo en 2014, durante otra oleada de protestas masivas que dejó 43 muertos, casi todos muy jóvenes. Madre de dos hijos y administradora de profesión, en aquella época Lisbeth trabajaba como gerente regional de una óptica. Cada vez que podía, se escapaba de su oficina para ir a las manifestaciones, y les preguntaba a quienes estaban en la primera línea de fuego qué necesitaban, cómo podía ayudarlos. Los atendía con abnegación. Les llevaba agua, comida y ropa; les daba hospedaje en su casa; los visitaba en la cárcel cuando los detenían. Un día, uno de ellos, agradecido por su genuino interés, le hizo una pregunta:
—Lisbeth, ¿puedo llamarte Mamá… Mamá Lis?
Ella le respondió que sí. Y desde entonces, todos la llamaban de ese modo. Mamá Lis, Mamá Lis, Mamá Lis. Así comenzaron a conocerla en las protestas y en las redes sociales, donde ya ganaba seguidores y notoriedad.
Aquella mañana del 11 de mayo de 2017, Mamá Lis estaba sentada en la sala de espera de migración, aguardando su vuelo, cuando dos personas se le acercaron y le informaron que debían llevarla a la Dirección General de Contrainteligencia Militar. Según le dijeron, no sabían por qué la estaban deteniendo. “Es una orden de Caracas, señora”. Le quitaron el pasaporte y el dinero en efectivo que tenía en la cartera. La sacaron del aeropuerto y al día siguiente un tribunal militar la acusó de rebelión militar y traición a la patria. La trasladaron al Helicoide, la cárcel a la que tantas veces había ido a visitar a jóvenes presos, y la metieron en una celda con 25 mujeres.
La audiencia preliminar se llevó a cabo, luego de cuatro diferimientos, el 6 de septiembre de 2017. Aunque no presentaron alegatos ni pruebas de los delitos que le imputaban, la juez dictaminó que debía permanecer presa. Sin embargo, apenas minutos después, cambió la decisión: dijo que quedaba en libertad bajo medidas cautelares con régimen de presentación. Luego de casi cuatro meses en el Helicoide, volvió a casa.
Ricardo y Lisbeth no se habían cruzado. O quién sabe, quizá sí, porque ambos habían estado en las mismas calles antes de la prisión. En todo caso, estaban destinados a encontrarse.
Cuando Mamá Lis salió de la celda era un barco extraviado a la deriva. No tenía trabajo, pues había renunciado para irse del país; no conseguía empleo porque su antecedente de presa política asustaba a cuanta empresa recibía su hoja de vida; y además las medidas cautelares le impedían salir de Venezuela, visitar presos, dar declaraciones, asistir a manifestaciones públicas.
—¿Qué vamos a hacer contigo, Mamá Lis?… Hay que buscarte algo de lo que te puedas ocupar…
Jesús Enrique Marcano, coordinador de los defensores activos del Foro Penal, la organización civil que presta asistencia jurídica a los presos políticos en Venezuela, sabía que Lisbeth estaba amarrada: tantas restricciones eran una forma de confinarla a otra prisión.
—…Ya sé —agregó, después de un breve silencio.
Le habló entonces de un caso que llevaban en el Foro Penal. Se trataba de un joven que tenía un cáncer que había hecho metástasis. Mientras ella estaba presa, lo habían detenido en medio de un plantón. Le contó que lo soltaron porque se agravó, y que los médicos le pronosticaron una sobrevida de pocos meses. Necesitaba ayuda para costear los tratamientos y los exámenes, pues los hospitales, ya sumergidos en una vertiginosa crisis, no podían cubrir todo lo que necesitaba.
—Si te quieres enfocar en algo, tú que eres tan humanitaria, concéntrate en apoyarlo a él.
Aquello fue como si le entregaran una brújula para que retomara el rumbo detenido y navegara hacia un destino diferente.
Lisbeth nunca había ido a Petare, el enorme conglomerado de barrios del este de Caracas, donde vivía Ricardo. La madre del chico la esperó en la estación del metro y tomaron una camioneta que las llevó a la casa. Lisbeth conoció a Ricardo. Aquel día hablaron mucho. Se rieron toda la tarde. A ella le pareció un chico noble, encantador, con ganas de vivir y una sonrisa que irradiaba luz.
“Si me lo están presentando es porque no se va a morir: Dios quiere que yo sea testigo de un milagro”, pensó.
Comenzó a frecuentar el barrio. Iba a pasar tiempo con Ricardo o a buscarlo en su carro para llevarlo al médico. Recorría farmacias buscando los medicamentos que necesitaba. Si no los encontraba, preguntaba en las redes sociales quién podía donárselos o dónde podía hallarlos. Costear la enfermedad se hacía cada vez más demandante. La quimioterapia, la radioterapia, los exámenes, los insumos… todo era muy costoso. Por eso decidió apelar a la solidaridad: abrió una campaña para recolectar fondos en la plataforma GoFundMe.
En medio de esos días azarosos, la madre de Ricardo se hizo amiga de Lisbeth. Y él, desde luego, comenzó a llamarla Mamá Lis.
En las salas de espera, acompañando a Ricardo, Lisbeth escuchaba muchas historias que le arrugaban el corazón. Conoció a Aimet, quien a sus 19 años padecía cáncer de mama y de retina. Las medicinas que necesitaba eran escasas y caras, por lo que Lisbeth le prometió que la ayudaría. Después de mucho buscarlas, las consiguió en Colombia, las compró, le pidió a un conocido que las recibiera en Cúcuta, desde donde se las mandó a Caracas. Pero llegaron tarde. Aimet falleció en medio de una crisis respiratoria.
La familia le devolvió los medicamentos a Lisbeth, quien triste y frustrada por el desenlace de la chica, pensó que seguro alguien más las necesitaría. Fue así como se topó con el padre de Víctor, un niño de 3 años con cáncer, quien andaba buscando esos fármacos con desesperación. Lisbeth se ofreció a donárselos. Él, incrédulo pero contento, fue a buscarlos. Al recibirlos, su forma de agradecerle fue invitarla al Hospital Militar, en el oeste de Caracas, donde estaba internado el niño, para que lo conociera.
Lisbeth fue, y no solo compartió con Víctor, sino que también jugó con los demás niños que estaban allí. A partir de entonces, de tanto en tanto, iba a llevarles regalos y donativos que conseguía entre sus amigos. Un día, acompañó a uno de ellos al Instituto Oncológico Luis Razetti, en el centro-norte de la ciudad, para que le suministraran un medicamento. Al entrar a esa sala llena de niños con cáncer, conmovida, se dijo que también iría a visitarlos cada vez que pudiera, como hacía en el Hospital Militar.
Mientras, seguía acompañando muy de cerca a Ricardo. Por las noches, en sus oraciones, no dejaba de rogar por su sanación. “¡Tienes que salvarlo!”, le decía a Dios con firmeza, como si fuera posible darle una orden a la Providencia.
Habían transcurrido más de los seis meses de vida que le habían pronosticado. En noviembre de 2018, el cuerpo de Ricardo cada vez se debilitaba más: nada calmaba los dolores que le producía el cáncer. Tanto estaba sufriendo, que Lisbeth comenzó a sentir pena por él. “¿Cómo es posible que me empeñe en obligar a Dios a que haga un milagro?”. Comenzó entonces a pedir perdón por ese atisbo de soberbia; a pedir, más bien, que se hiciera su voluntad; a pedirle que, por favor, él ya no sufriera más.
Ricardo murió días después y Lisbeth lo lloró largamente.
En medio de la congoja del duelo, entendió que ese joven risueño no había sido un destino sino esa brújula que la llevaría a otro camino. Un camino en el que encontraría milagros. Otros milagros, porque haberlo conocido a él, no tenía la menor duda, había sido uno.
Lisbeth siempre ha sentido la pulsión de tenderle la mano al prójimo. ¿Por qué ese empeño? Muchos no lo entienden. Ella misma se ha hecho esa pregunta, sobre todo cuando se angustia por quienes están tratando de recobrar la salud en esos hospitales convertidos en enormes cascarones vacíos.
¿Será acaso que sus padres la predestinaron desde el mismo momento en que nació? A veces piensa que sí, porque su papá, tan católico, devoto de María Auxiliadora, siempre había dicho que, en honor a la Virgen, llamaría como a ella a alguna de sus hijas; y fue a Lisbeth, la tercera de las hermanas, a la que le puso el segundo nombre de Auxiliadora, que quiere decir la que da socorro y auxilio.
Luego de la muerte de Ricardo, continuó yendo a hospitales a visitar a niños con cáncer. Al Luis Razetti y al Militar sumó el San Juan de Dios y el José Manuel de los Ríos. Allí vivía momentos luminosos. Cuando los pequeños salían bien de una operación. Cuando alguno terminaba sus quimios. Cuando alguno era declarado libre de cáncer. Cuando hacían una pausa para disfrutar… ¿Cómo olvidar el cumpleaños de Gisela? Tenía un osteosarcoma, metástasis pulmonar y le habían amputado una pierna. Lisbeth hizo una campaña de recolección de fondos y apareció un donante anónimo que aportó buena parte del dinero que necesitaban para su prótesis. Cuando cumplió 15, Gisela pudo cumplir su sueño de levantarse a bailar el vals. ¡Cuánta alegría sintió Lisbeth viéndola convertida en una princesa!
Eran tantos enfermos, tantas historias. Se dice que cada año se presentan unos 4 mil 320 casos de cáncer infantil en Venezuela, enfermedad que se perfila como la segunda causa de muerte de los niños en el país. Es una estimación de la Sociedad Anticancerosa de Venezuela, que da una pista del panorama ante la inexistencia de estadísticas oficiales.
Mucha gente le decía a Lisbeth que ella no podía sola con ese voluntariado sobrevenido. Que, para organizarse mejor, debía crear una fundación, tener cierta estructura. Sus hermanas desde Estados Unidos le dijeron que, ya que no encontraba trabajo, se dedicara de lleno a esa causa que tanto la entusiasmaba, y que ellas desde allá se encargarían de que no le faltara nada.
Un día de diciembre de 2018 arrojó el anzuelo: escribió en un estado de WhatsApp un mensaje que decía: “Se buscan voluntarios”. Le respondieron unas 50 personas dispuestas a ayudar. Y ese mismo día creó un chat con todos ellos. A partir de esa suma de voluntades, se animó a registrar, el 6 de enero de 2019, la Asociación Civil Mamá Lis, con el objetivo de apoyar a los niños y adolescentes venezolanos con cáncer: encontrar medicamentos, insumos, tratamientos y exámenes. ¿Con qué dinero lograrlo? En principio, con donaciones en dólares a través de la plataforma de GoFundMe —la misma campaña que abrió para ayudar a Ricardo y que jamás cerraría— y en bolívares.
Era una labor que muchos padres agradecían porque el panorama para sus hijos era desolador: por aquellos días, el Observatorio Venezolano de la Salud calculaba que había una reducción de 50 por ciento de las cirugías oncológicas; una persistente escasez de 80 por ciento de los medicamentos quimioterápicos —que las Farmacias de Alto Costo, dependientes del gobierno, debían distribuir de forma gratuita—; las salas de radioterapias estaban paralizadas. Los propios niños y adolescentes, con pancartas que decían “El cáncer no espera”, salían a protestar a las puertas de los hospitales.
En medio de todo, el tiempo y la experiencia fueron ayudando a Lisbeth a tomar decisiones para que su ayuda fuera más eficiente. Focalizó el voluntariado en el Luis Razetti, porque se dio cuenta de que a ese centro médico iban pocos voluntarios de otras organizaciones, había mucha precariedad y, además, el personal —a diferencia del de otros hospitales— no ponía trabas para recibir las donaciones.
“Nosotros también te vamos a llamar Mamá Lis, porque hay que ver que sí nos ayudas. No puedes dejar de venir”, le decían algunos médicos al ver lo que lograba.
Aunque entusiasmada con la labor, trataba de no encariñarse con los niños, porque, así como había días esperanzadores, había otros en los que la muerte aparecía a apagar la luz. Y Lisbeth terminaba aplastada por la tristeza. Como cuando murió Gisela, aquella niña que logró bailar el vals de 15 años.
Si algo le costaba era manejar las pérdidas. Ponía su empeño en que todos salieran airosos. Le tomó tiempo hacerse un callo; entender que, aunque las cosas no siempre salen como espera, hay que intentar que a quienes padecen la enfermedad no les falte lo elemental. Que no hay que pensar tanto en el final sino en hacerles el camino lo más amable posible. Y que es esa, y no otra, la razón de ser de ayudar.
Un poco para protegerse emocionalmente, les pide a los voluntarios que mantengan el contacto con los niños; mientras ella se queda a lo lejos, viéndolos, hablando con los padres o con los doctores. Pero a veces, sin darse cuenta, la barrera se rompe y termina tomándose selfies con ellos, jugando, haciéndoles cariño. Así ha ido aprendiendo que cada acción de la fundación debe estar orientada al bienestar de todos, a ayudar a la mayor cantidad a la vez.
En marzo de 2022, en el Luis Razetti no había soluciones fisiológicas. Lisbeth estaba preocupada porque sabía que casi todos los niños las necesitan, pues se utilizan para diluir las quimioterapias. Le parecía insólito que no recibieran su tratamiento por la escasez de algo tan elemental. Entonces se le ocurrió hacer un potazo en las calles de Las Mercedes, una concurrida urbanización de Caracas, para pedirles dinero a los transeúntes. Solo en una tarde recogió 500 dólares, con los que compró 300 frascos de solución fisiológica. Así, cada semana llevaba un lote al hospital.
Y como si sus seguidores de Twitter hubiesen concientizado la importancia de los pequeños esfuerzos, un día uno preguntó: “¿Qué pasaría si todos los seguidores de Mamá Lis aportamos, semanalmente, un dólar para los niños con cáncer?”.
A ella le pareció una buena idea para recolectar fondos, porque aunque la campaña en GoFundMe sigue siendo la principal vía de ingresos, hay gastos que son más fáciles sufragar con bolívares (y porque a veces la plataforma le pone restricciones para recibir tantas donaciones desde el exterior). Al principio, la iniciativa del dólar semanal devino en caos: Lisbeth recibía decenas de transferencias de 5 bolívares que no sabía de dónde salían, quién las hacía, cómo llevar un control. Pero lo agradecía, porque con ese dinero lograba, de un modo más expedito, pagar exámenes y medicamentos para muchos niños.
Lisbeth sigue creyendo que los milagros existen. ¿Y qué son los milagros si no la bondad transformada en acciones?
Ayudar es una forma de sentirse libre. Pero a veces recuerda que está dentro de una prisión. Una prisión grande, del tamaño de todo un país. Las medidas cautelares todavía le impiden salir de Venezuela. Y ha vivido episodios que, como bombas que estallan con fuerza y muy cerca, se lo recuerdan dolorosamente.
En 2021, sus padres, luego de cinco años sin verla, viajaron desde Estados Unidos para estar unos meses con ella. Aunque volvió a abrazarlos fuerte, aquel no fue un reencuentro alegre. Al llegar, a su papá le diagnosticaron un hematoma en el cerebro y debieron operarlo de emergencia. Cuando se estaba recuperando, contrajo covid-19. Luego de varias semanas en terapia intensiva, falleció.
“Ahora yo tengo como un trauma”, ha dicho Lisbeth en medio de este otro duelo. “Me siento culpable porque ellos vinieron a verme a mí, porque yo no puedo salir, y mira lo que pasó”.
Pero nada parece apocarla. Todavía alza la vista, piensa en los sueños. Lleva años ideando una casa enorme para que los niños con cáncer de otras ciudades del país tengan a donde llegar cuando vengan a Caracas a recibir sus tratamientos. En eso está trabajando. Y cuando las dudas la asaltan y vuelve a preguntarse por qué hace todo lo que hace, se responde con otra pregunta: “Si yo no hago esto, ¿quién lo haría?”.
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Erick Lezama
Sobreviví al cáncer para contar la vida con sus luces y sombras. Soy periodista-narrador y editor senior de La Vida de Nos, donde cada día conjugo los verbos creer y crear. Tengo la certeza de que las historias son puentes en los que nos encontramos con los demás y con nosotros mismos.
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