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Decía que las historias se llevan en el pecho

Jun 17, 2025

Entre planos y estructuras, Mauricio Ocando se dio cuenta de que su vocación no era la arquitectura. Abandonó esa carrera para inscribirse en comunicación social. Fue un camino que lo llevó a descubrir la importancia del voluntariado, de tratar de transformar el entorno. “Si nadie empieza, nada cambia”, dice en esta historia. 

FOTOGRAFÍAS: ÁLBUM FAMILIAR

En 2014, Mauricio Ocando dejó su hogar en Bachaquero con la meta de estudiar arquitectura en la Universidad del Zulia. Sin embargo, pronto descubrió que su verdadera vocación no estaba entre planos y estructuras, sino entre palabras y acciones. Con la claridad de quien sabe que la vida siempre tiene una segunda oportunidad, se inscribió en comunicación social.

Durante esos primeros meses en Maracaibo, su vida como residente universitario estuvo llena de limitaciones. La habitación que le asignaron a través de la Dirección de Desarrollo y Servicios Estudiantiles (Didse) de LUZ era pequeña y calurosa. Fue en esos días de aislamiento que Mauricio descubrió su capacidad de liderazgo. Poco después se convirtió en coordinador residencial, cargo que ocupó en varias ocasiones.

En las noches, cuando el bullicio de la ciudad ya no se escuchaba, se refugiaba en los libros. Leía sobre la lucha por la justicia, sobre aquellos que, como él, intentaban dar un paso más allá de su propio mundo. En su mochila llevó un objeto de su infancia: un reloj de bolsillo antiguo que había pertenecido a su abuelo, Rafael, que guardaba la memoria de su pasado. En una de sus visitas a Cabimas, había escuchado la historia de cómo ese accesorio fue el único recuerdo tangible de sus mejores tiempos, antes de ser testigo de las guerras.

Esa pieza, que solía brillar con la luz del sol, ahora reflejaba una realidad distinta: la lucha constante por encontrar un propósito. Mauricio guardaba ese reloj como un símbolo de resistencia, de su conexión con el pasado y su impulso hacia el futuro.

—Hubo tanto revuelo, tanta desinformación… necesitaba algo real, algo que me hiciera sentir que no estaba estancado —recuerda.

Fue en esos momentos, entre estantes improvisados y libretas llenas de notas, donde comenzó a forjarse el periodista y trabajador comunitario que más adelante sería.

Un día de diciembre de 2016, Mauricio todavía se encontraba adaptándose al primer semestre de su nueva carrera. La universidad era un laberinto de pasillos que recorría con nerviosismo, aunque intentaba disimularlo. Mientras caminaba por el campus, Samuel, un estudiante regular, lo abordó.

—Es la primera vez que vienes, ¿verdad? —preguntó Samuel con una sonrisa amable.

Mauricio, un poco avergonzado, asintió.

—Sí… ¿Podrías ayudarme a llegar al aula de diseño? No estoy seguro de dónde queda.

—¡Claro! Esa aula está al final del pasillo, después de los murales. Vente, yo voy por ahí.

Aquel simple encuentro, aquel primer contacto con la Facultad, fue mucho más que una orientación: fue el inicio de un camino donde las preguntas abrirían puertas y los vínculos lo acompañarían en su recorrido.

En 2019, ya como estudiante regular de comunicación social, Mauricio visitó por primera vez la sede de la Cruz Roja Venezolana en Maracaibo. En ese entonces, su interés era apenas una curiosidad, una inquietud por saber cómo funcionaba el voluntariado humanitario. No se unió todavía, pero esa primera visita quedó grabada como una posibilidad latente.

Fue en noviembre de 2021, en plena pandemia por covid-19, al negarse a la idea de convertirse en un espectador pasivo, que tomó una decisión que cambiaría su destino: se juramentó oficialmente como voluntario de la Cruz Roja Venezolana.

En su rol de voluntario, tuvo que aprender los principios fundamentales de la organización —humanidad, imparcialidad, neutralidad, independencia, voluntariado, unidad y universalidad—, pero el verdadero desafío no vino de las clases, sino de la cruda realidad que encontró en el campo. En una de sus primeras intervenciones, Mauricio experimentó de primera mano la dureza de la emergencia comunitaria.

Era un barrio de Maracaibo que se había inundado tras una lluvia torrencial. El agua llegaba a las rodillas, todo era caos. Mauricio, junto a su equipo, trataba de llegar hasta los más vulnerables. Entre la muchedumbre, vio a un hombre intentando rescatar a una familia atrapada en su casa. El agua estaba subiendo rápidamente.

—¡Ayúdame, por favor! ¡Mi hija está adentro! —gritó el hombre, desesperado.

Mauricio no dudó. Corrió hacia él, con el corazón latiendo con fuerza. Cuando llegaron a la casa, un niño pequeño lloraba desde adentro.

—¡Mamá, mamá! —se escuchaba tras la puerta bloqueada.

Mauricio, sin pensarlo, se metió en el agua helada, luchando contra la corriente. El peso del agua casi lo hacía caer, pero él se mantenía firme. Ya no solo era una cuestión de salvar a una familia, era de demostrar que, a pesar de la violencia de la naturaleza, la esperanza nunca se ahoga.

—¡Vamos, resiste! ¡Estamos aquí para ayudarte! —gritó, mientras trataba de abrir la puerta obstruida con escombros.

Con la ayuda de un compañero, lograron liberar a la familia. 

La madre, empapada y temblando, abrazó a su hijo con lágrimas en los ojos.

—Gracias… no sé qué habría hecho sin ustedes —murmuró, con la voz entrecortada.

Ese momento se quedó grabado en Mauricio. No era solo una cuestión de rescatar vidas. Se trataba de ofrecerles a esas personas algo más que un simple gesto de ayuda: era darles una oportunidad de continuar, aunque el camino fuera incierto.

El trabajo no se detuvo. En su rol como voluntario, Mauricio experimentó la realidad de estar siempre en el límite, siempre en el fragor de la batalla. Semanas después, mientras se encontraba en una operación de rescate en una zona fronteriza, un accidente lo puso cara a cara con la dureza de la situación. En medio de la operación, un equipo de voluntarios fue atacado por un grupo armado que aprovechó el caos para sembrar pánico. Durante los minutos que parecieron eternos, Mauricio tomó su chaleco y lo ajustó fuertemente.

—¡Cuidado! —gritó, viendo cómo sus compañeros comenzaban a retroceder.

El sonido de los disparos fue ensordecedor, pero Mauricio no dejó que el miedo lo detuviera. Tomó una mochila de primeros auxilios, la cargó al frente y avanzó hacia el grupo que necesitaba ayuda.

—¡Sigan! ¡Tenemos que seguir! —ordenó, intentando mantener la calma. 

El cielo se tornó gris por el humo, y las sombras de los hombres armados los acechaban desde todos los ángulos. Mauricio corrió, sin dudar, hacia el punto de evacuación. La imagen de la piel de un niño desgarrada por la metralla seguía grabada en su mente mientras él realizaba el vendaje. Las manos de Mauricio se llenaron de la misma sangre que intentaba salvar.

Cuando finalmente lograron salir, Mauricio levantó la mirada. Sus manos estaban llenas de sangre, su chaleco manchado. Y él, muy agotado. Era el reflejo de todo lo que había tenido que atravesar para ser un verdadero agente de cambio. La vida, pensó, era mucho más que la suma de momentos tranquilos; estaba hecha de decisiones tomadas en fracciones de segundos, de gestos valientes y de sacrificios que no siempre se podían comprender.

Durante 2022, su dedicación lo ayudó a ser nombrado como el coordinador del Programa de Restablecimiento del Contacto entre Familiares, una oportunidad en la que el valor de la disciplina tomaría el protagonismo al atender llamadas y programar búsquedas.

El año siguiente, fue designado como director de Comunicaciones y Difusión de la Cruz Roja en el estado Zulia, cargo que aún ocupa. Desde allí, su labor se centró en amplificar las voces de las comunidades y visibilizar sus realidades a través de campañas, boletines y narrativas enfocadas en el respeto y la empatía.

En una jornada de recolección de desechos sólidos en las orillas del lago de Maracaibo, Mauricio reflexionaba sobre el significado de su trabajo. Había mucha contaminación, pero el atardecer aún reflejaba colores dorados en el agua turbia. Mientras levantaba botellas y redes de pesca abandonadas, un compañero se le acercó, visiblemente frustrado.

—A veces siento que todo esto es inútil. Mañana la basura estará aquí otra vez —dijo, resignado.

—Es cierto que la basura siempre regresa… pero eso no significa que no valga la pena lo que hacemos hoy. Si nadie empieza, nada cambia.

Ambos continuaron recogiendo desechos en silencio, unidos por esa persistencia que nace del compromiso.

En marzo de 2025, durante una de sus visitas al Aeropuerto Internacional La Chinita en Maracaibo, observó a una mujer con un niño dormido sobre su hombro. Ella parecía agotada, como si las horas de espera y el estrés hubieran hecho mella en su cuerpo. Su maleta casi caía al suelo.

Era una de esas jornadas en que la Cruz Roja, en coordinación con otras organizaciones humanitarias, atendía a los migrantes repatriados. Mauricio se acercó y le ofreció ayuda.

—¿Está todo bien? ¿Puedo cargarle la maleta?

La mujer lo miró con lágrimas en los ojos.

—Solo quiero llegar a mi familia… es lo único que me importa ahora.

Mauricio la acompañó hasta la zona de asistencia. Sabía que cada rostro tenía una historia, cada paso una carga. Comprendía, una vez más, el verdadero valor de estar allí.

Tras seis años de estudio y tres de labor comunitaria, llegó el día tan esperado. El 13 de diciembre de 2024, en el Teatro Baralt de Maracaibo, Mauricio recibió su título de licenciado en comunicación social, mención periodismo impreso. Su madre, Yasmina, lo acompañaba.

Cuando escuchó su nombre, se levantó como si el aire se volviera ligero.

La rectora le entregó el diploma con una sonrisa. Al regresar a su asiento, su madre le tendió un pequeño estuche:

—Esto era de tu tía Virginia. Ella decía que tú ibas a llegar lejos.

—¿Un collar?

—Sí. Siempre decía que “las historias se llevan en el pecho”.

Mauricio lo sostuvo con cuidado. Entendió que no era solo un amuleto al igual que el reloj de su abuelo, sino una herencia simbólica. Sus manos, las mismas que antes sostenían un bolígrafo o una cámara, ahora tenían el poder de construir puentes, de curar, de contar lo que duele y también lo que salva.

Su reflejo estaba en la gente a la que había ayudado, en los gestos sencillos, en los fragmentos de esperanza, como lo fue Samuel al ser el primero en ayudarlo a afrontar los desafíos que lo retaban, en sus inicios en la Facultad. Mauricio no sabía qué vendría después, pero sí sabía algo: para servir, hay que sentir. Y él decidió escribir su camino a través del periodismo y el voluntariado comunitario.


Esta historia fue producida en la tercera cohorte del Programa de Formación para Periodistas de La Vida de Nos.

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Soy un estudiante de periodismo curioso y empático, con un sentido del humor que hace las conversaciones más amenas. Me apasiona la fotografía y la investigación, siempre estoy en busca de nuevas historias. Me gusta conectar con las personas y reflejar su esencia en cada imagen y palabra.

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