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Mar 03, 2021

Recién graduada de médica en la Universidad Central de Venezuela, la protagonista de esta historia sintió que no tenía motivos para continuar en el país. Planeó migrar a España para ejercer allá. Salió de Valencia, estado Carabobo, el 24 de noviembre de 2019 rumbo a Estados Unidos, desde donde meses después partiría a Europa. Comenzó así un viaje que tendría que replantear más de una vez.

Ilustraciones: Ivanna Balzán

 

La vida es el misterio en los tableros,
los viajantes que parten o regresan,
el miedo, la aventura, los sollozos,
las nieblas que quedan del adiós
y los aviones puros que se elevan
hacia los aires altos del deseo
Eugenio Montejo

 

Llegar a Estados Unidos. Hacer dinero trabajando underground con una visa de turista. Irse a España. Ese era el plan de Nathali Mejía. Un plan sin pandemia. Sin problemas familiares. Un plan idílico y, como todo lo idílico, perseguido sin tregua por la adversidad. Algo que comprendería desde la experiencia la joven de 25 años al salir del aeropuerto de Valencia, en el estado Carabobo, el 24 de noviembre de 2019.

En España tenía convalidados sus documentos de médica cirujana. Había egresado de la Universidad Central de Venezuela. Después de una espera de 1 año y 20 días, le dio inicio a su proyecto de emigrar cuando su prima Mildred le confirmó que podía recibirla en su apartamento en Orlando, Florida. Entonces, con solo 200 dólares en el bolsillo, partió rumbo a Estados Unidos junto con sus tíos y su hermano Daniel, quien se separaría de ella al cabo de una semana para irse a Conroe, Texas.

Cambió su amplia casa de Punto Fijo, en el estado Falcón, por la mitad de un colchón y dos gavetas en las que tenía que jugar tetris con su ropa; de vivir sola pasó a compartir el baño con otras tres personas; y de huir del calor de 31 grados centígrados de su ciudad, a huir del frío de 18 grados en su destino.

Así como cambió el clima, cambió también la calidez de su prima Mildred. Pronto, a medida que sus seis meses de turista iban corriendo, la presionaba para que consiguiera trabajo. Nunca faltaba, por las mañanas o por las tardes, la pregunta: “¿Y qué vas a hacer?”. Y eso que, para su suerte, Nathali no siempre estuvo desempleada.

El primer trabajo apareció tres días después de su llegada a Orlando. House keeping en un hotel. Las jornadas eran de hasta 12 horas arreglando cuartos y limpiando baños. Debía arrastrar por todo el lugar un enorme y pesado carrito lleno de implementos. Por cada habitación recibía 3 dólares y solo alcanzaba a completar 8; es decir, 24 dólares, una cuarta parte del salario mínimo legal por hora en Florida, que es de 8,46 dólares.

A la semana, no volvió más.

Siete días después, y tras obtener una licencia de conducir, consiguió un puesto en una empresa de alquiler de autos que operaba en el Aeropuerto Internacional de Orlando. Fue gracias a Nora, la amiga de su prima Mildred. Nathali, sin saberlo, estaría justo en uno de los lugares por donde iba a entrar el coronavirus a Estados Unidos, y, por consiguiente, uno de los sitios de trabajo más afectados por la crisis económica que se puso en marcha en marzo de 2020.

Al principio fue scanner, la persona que verifica el estado de los vehículos; luego la ubicaron como conductora; después como personal de seguridad y en los parqueaderos al aire libre de la empresa. Ganaba 70 dólares haciendo sobretiempo, cuando se lo permitían. Y trabajaba cuando la llamaban. Sí. Era un empleo inestable. Dependía de que le enviaran un mensaje el día anterior para avisarle a qué hora la necesitaban. Así que Nathali siempre andaba amarrada a su celular.

Con lo que ganaba, iba ahorrando para irse a Europa.

De ese modo logró comprar su boleto de avión: el 30 de abril la esperaba el Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas.

Pero el viaje corría peligro.

No por la covid-19, que ya en enero de 2020 alarmaba a toda Europa por las muertes y los contagios, sino porque acababa de reencontrarse con Israel, un exnovio con el que tuvo ocho años de relación y quien llevaba dos viviendo en Estados Unidos: movida por los sentimientos que se reavivaron, estuvo a punto de aceptar su propuesta de vivir juntos y abandonar el viaje. Pero ella se negó a la idea de hacerse pasar por perseguida política para solicitar asilo y quedarse en ese país. Además, comprendió que en Estados Unidos estaba muy lejos de ejercer su profesión debido al largo y costoso proceso para que le convalidaran sus documentos como médica. Por eso, prefirió seguir con su plan.

Entonces algunas cosas comenzaron a salir mal.

 

Los mensajes para que se presentara a trabajar se hicieron más esporádicos a mediados de marzo, cuando el entonces presidente Donald Trump dictó medidas para contener el avance de la covid-19.

Los seis días de empleo se convirtieron en cinco. Luego en cuatro. Tres. Dos. Uno. ¿Llegarían a cero?

—Nathali, nos vamos a quedar sin trabajo —le escribió Érika, una compañera maracucha, durante esos días.

—Tranquila —le respondió Nathali.

—Fíjate, no están llamando a la gente —siguió Érika, inquieta por no saber cómo mantendría a sus dos hijos.

Y sí, la predicción se cumplió. Pasaron más de tres semanas y a Nathali no la volvieron a convocar para que trabajara.

Una pregunta sin respuesta se atravesó en sus días que ahora parecían tener 30 horas: “¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué? ¿Y ahora qué?”. Quizá la misma interrogante de los más de 10 millones de estadounidenses que en dos semanas habían quedado desempleados por la cuarentena; como si fuera todo Portugal en paro.

Fue entonces cuando la convivencia con su prima Mildred se volvió una guerra fría. Constantemente le insinuaba que, si no aportaba dinero a la casa, debía irse; quería controlar todo lo que hacía; y la trataba como si fuese la cachifa, la empleada doméstica, porque estaba sin empleo. Situaciones que empujaban a Nathali a las lágrimas y a salir corriendo.

Durante esos días un amigo le habló de una oportunidad laboral en una subasta de carros. Justo lo que ella necesitaba: un trabajo que, aunque temporal, fuese suficiente para calmar las aguas de su relación familiar.

Sin dudarlo, lo tomó.

De cualquier forma, su esperanza se sostenía en el viaje a España. Pronto se iría y las cosas iban a mejorar, pensaba.

No tardó en ver hecha trizas esa ilusión. Con un mensaje breve y programado la aerolínea TAP le anunció la cancelación de su vuelo el 29 de marzo.

El cuerpo de Nathali temblaba mientras releía el correo un par de días después. Detuvo el automóvil de su prima en el que iba, respiró tan hondo como pudo, dejó caer su cabeza sobre el volante y se volvió un llanto. Sobre ella devino un aluvión de sentimientos agrios. “Bueno, Dios, ¿con qué propósito me tienes aquí?”, gritó. Los ecos de sus reclamos quedaron atrapados en el vehículo convertido en una olla de presión. Quiso abrir la puerta, correr y correr. Destapar la olla. Escapar.

Ese mismo día, se acercó a ella una mujer puertorriqueña de 40 años, alegre, entregada a conversar, llamada Kathy. Viajaba en la van que Nathali tomaba para ir al trabajo en la subasta de vehículos. Llovía y la mujer le ofreció unas papas fritas. La invitó al día siguiente a una iglesia evangélica en Kissimmee, a 30 minutos de Orlando, por el Día de las Madres. Ella aceptó la invitación. Desde ese día, comenzó a crecer una amistad que le abriría las puertas de la casa de Kathy, cuando, cansada de los conflictos con su prima, decidió mudarse.

Lo hizo sin avisarle a Mildred, ni decirle a nadie hacia dónde iba. Temía por la reacción de ella. Estaba convencida de que no comprendería que se fuera con una familia de desconocidos. Pero no le importó: tomó sus pertenencias y se marchó. Más tarde, en represalia, su prima la insultó por mensaje: “Malagradecida”, le dijo, y la bloqueó de sus redes sociales.

Cuando Nathali cruzó el umbral para irse, la mañana de ese 31 de mayo, ya tenía días con un dolor de cabeza incesante y mucha debilidad corporal. Sospechaba de qué se trataba, por eso registraba cada uno de los síntomas en una libreta. No dijo nada porque en el apartamento de su prima se había vetado la palabra “covid-19”. Decían que era invocar “malas vibras”. Ella sabía que era muy probable que se hubiese contagiado. Otra de sus primas, en el mismo apartamento, presentaba los mismos síntomas desde hacía días. Se sometió a la prueba PCR. Le tomaron la muestra desde un carro, como si se tratara de un autoservicio de McDonald.

A las 48 horas de haberse mudado, el resultado le llegó al correo: era positivo.

Nathali sintió como si le hubiesen puesto una pistola entre sus dedos porque ahora vivía con dos personas mayores, uno de 86 años, con cáncer de próstata, un solo pulmón y enfisema pulmonar; y otro, de 65 años, también con cáncer de próstata.

“Trágame tierra, esta familia me está dando la mano y yo tengo covid-19”, pensó, de nuevo entre lágrimas, como si nunca se le agotaran.

Su preocupación en ningún momento fue complicarse por el asma que solía darle. Tampoco quedarse sin techo. Solo pensaba en aquellos ancianos y el riesgo que para ellos suponía contagiarse.

—Perdóname, perdóname —le repitió a su amiga en una videollamada que le hizo apenas supo que estaba contagiada. Desde Perú, el padre de Nathali, médico como ella, le pidió que no dijera nada de su diagnóstico, pero para ella fue imposible.

—Espérame. No te vayas a ningún lado —le dijo, Kathy, serena—. Yo te abrí las puertas de mi casa y te vamos a recibir como una familia.

En medio de los escalofríos, Nathali se arrodilló a orar.

Estaba en la habitación que compartía con Kathy, un espacio reducido, en el que cabían una cama king size y una peinadora. En la esquina tenía sus maletas y dos cajas plásticas con su ropa. Había una ventana que daba al estacionamiento y, más allá, a una arbolada. Detallaba ahora más que nunca ese espacio. De allí no quería salir nunca más. Se sentía como una “leprosa”.

Ya entrada la noche, la puerta se abrió. Vio a la alta y corpulenta Kathy. Con guantes y mascarilla fue directo a abrazarla.

—No, no me abraces —le pidió Nathali, tratando de evadirla. Lloraba y de su boca salía una letanía de disculpas.

—Tranquila, nosotros somos una familia y estamos confiando en Dios —le respondió, apretándola contra su pecho.

Luego, pasó su hijo adolescente. Cubierto de guantes y tapaboca, hizo lo mismo.

—Tranquila, hermana, usted va a salir de esto. Todo va a estar bien —le dijo.

Nathali enmudeció. No era ni una leprosa ni estaba sola.

Permaneció encerrada 15 días en aquel cuarto. La familia le proveyó de comida y productos de limpieza. Estaban atentos a que nada le faltara.

El sistema de salud del país le recomendó en una llamada tomar solo acetaminofén y agua. Por precaución, compró un estetoscopio y oxímetro de pulso. Se auscultaba a sí misma. Tomó, además, la polémica ivermectina, por recomendación de su papá. En sus tratamientos se le agotaron los pocos ahorros que conservaba.

Encerrada, recobraba el ánimo con largas videollamadas con sus amigos y con la lectura del libro Una vida con propósito, de Rick Warren. Ella, a pesar de las dudas, quería creer que en la vida nada era casualidad. Su fe, más allá de los cuestionamientos que albergaba, le dictaba que todo obedecía al plan de Dios.

Esta convicción la traía desde aquellas semanas de 2018 cuando le tocó ver a su mamá, tan fuerte como un roble, derrumbarse por el final de su matrimonio después de 26 años. Su papá se había ido a Perú, donde se casó con una exnovia de la adolescencia al cabo de poco más de un año.

Nathali ayudó a su mamá a cruzar aquel valle de depresión. Compartían todo lo que podían mientras ella, recién graduada de médica, estaba haciendo su rural en las Minas de Baruta, en Caracas. Incluso, su mamá fue a ayudarle en su trabajo relacionado con la gestión de los servicios médicos en las cárceles del país. El periodo doloroso de su madre se convirtió en el que más las unió.

Hasta el 7 de septiembre de 2018.

 

La noche de ese día, en medio de un fuerte aguacero, su madre tuvo un accidente vial en la Bajada de Tazón, sufrió un traumatismo craneoencefálico y falleció.

Fue a partir de entonces que Nathali sintió que ya no tenía motivo alguno para seguir en el país.

Recordar aquel 7 de septiembre, el mismo que coincidía con la consignación de sus papeles para convalidar el título en España, era para ella, más que una fecha, un lazo indisoluble que unía a su mamá con su sueño. Por ello, se decía, no podía flaquear. Debía tener la misma fuerza de su mamá y superar cualquier obstáculo.

Cumplió los 15 días de cuarentena en casa de Kathy, y de inmediato comenzó a trabajar como delivery. Pidió una extensión de su visado, aguardando la reanudación de los vuelos, y mantuvo su meta de ir a Madrid.

Pero al ver que llegaba el día límite para quedarse en Estados Unidos, y que todavía no se reactivaban las líneas aéreas, evaluó regresar de nuevo a Venezuela. ¿A qué? No lo sabía, quizás para rearmarse y volver a partir. Sí, eso haría.

Desoyó los reproches de su padre cuando le comentó la decisión, las cuatro propuestas de matrimonio para obtener la residencia (porque para ella casarse tenía demasiado valor) y la insistencia para que volviera a solicitar una prórroga de su visa de turista (que implicaba pagar 665 dólares que no podía permitirse gastar).

En plena pandemia, tomó tres aviones y cruzó tres puentes para retornar por trochas —esos pasos ilegales donde los migrantes pueden hasta perder la vida— a través de Colombia. El 12 de noviembre de 2020, vio del otro lado del río Táchira a su hermana con su esposo. Nathali volvió a llorar, pero esta vez de felicidad. Su plan no había salido como esperaba, confiaba en que el de Dios sí.

No se lo dijo a nadie, pero ansió que su mamá también la hubiese estado esperando en aquella orilla para que viera el roble en que se había convertido.

 

El nombre de la protagonista de esta historia fue cambiado a petición suya.

 

Esta historia fue desarrollada durante el taller “Tras los rastros de una historia”, impartido a través de nuestra plataforma El Aula e-nos a 15 periodistas venezolanos migrantes, en el 3er año del programa formativo La Vida de Nos Itinerante.

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“Pienso con los dedos armado con 27 letras”. Licenciado en comunicación social egresado de la Universidad del Zulia. Mi trabajo va orientado a escribir, describir y contar las historias que día a día bullen de una realidad a veces inverosímil.

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