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¿De verdad fueron ustedes quienes dispararon?

Aunque su madre le insistió en que no lo hiciera, la tarde del 9 de mayo de 2014 Carlín Rodríguez, entonces estudiante de comunicación social, salió de su casa a protestar contra el régimen de Nicolás Maduro en las calles de Barcelona, estado Anzoátegui. En la manifestación un proyectil le perforó el rostro. Todavía se encuentra en las calles a los policías imputados del hecho.

Fotografías: Samir Aponte / Cortesía Carlín Rodríguez

 

Apenas Carlín Rodríguez se enteró del fallecimiento de César Pereira le sobrevino una crisis nerviosa que la paralizó por varias horas aquel domingo 28 de mayo de 2017. En medio de una protesta en contra del régimen de Nicolás Maduro, al joven le habían disparado en el estómago y poco tiempo después murió. Carlín no era su amiga, pero le tenía mucho cariño. Se habían conocido en 2014, cuando ella solía asistir a las manifestaciones opositoras que convocaban en las calles de Lechería, cerca de donde vivían, en el estado Anzoátegui. Se veían en cada marcha, gritaban consignas, corrían cuando aparecían policías y guardias lanzando bombas lacrimógenas, balas y perdigones… Llegaron a hablar largamente sobre ese deseo común que tenían: que las cosas mejoraran en Venezuela; que el país retomara su curso democrático; que volviera a ser esa tierra de gracia que, según escuchaban, alguna vez había sido.

En la funeraria, de pie frente al ataúd de César, y mientras sus amigos y familiares se desgarraban en llanto, Carlín rememoró aquellos días agitados y esas conversaciones. “Este pudo haber sido mi final”, se dijo.

Y recordó con nitidez por qué.

—¡Quédate, hija, no vayas hoy!

La tarde del 9 de mayo de 2014, tres años antes de la muerte de César, Carlín estaba en su casa, en la urbanización Boyacá de Barcelona, alistándose para salir a la marcha de ese día. Marlyn Moy, su madre, quizá presentía que algo malo le podía pasar a su muchacha y, por primera vez en todos esos meses de continuas protestas, le pidió que no saliera. La saña con que reprimían los cuerpos policiales cada vez era mayor y ella lo sabía porque escuchaba los relatos de su hija y lo veía en las noticias.

—Hoy no, hija; hoy no —le insistió una vez más.

Carlín, de 19 años, era entonces estudiante del 3er semestre de comunicación social en la Universidad Santa María y sentía que no podía quedarse en casa de brazos cruzados mientras tantos venezolanos salían a exigir mejoras en la calidad de vida, el respeto a los Derechos Humanos y a las instituciones públicas. Su sueño era ser periodista en un país libre. No quería verse obligada a migrar como muchos hacían. Así que desestimó el consejo de su madre y se fue al pancartazo convocado en el distribuidor Fabricio Ojeda de Lechería, a unos 15 minutos de su casa, donde la oposición suele pautar sus concentraciones.

Allí llegó pasadas las 4:00 de la tarde. Había poca gente: apenas un grupo de 50 personas haciendo pancartas en las que plasmaban el ruego por un mejor país. Poco a poco fueron llegando más. Algunos gritaban consignas. Y todos se mantenían alertas ante la posible arremetida de policías o militares. Cuando comenzaba a caer la noche, Carlín recibió un mensaje de una de sus amigas que sabía que estaba en la concentración: le advirtió que la policía acababa de pasar frente a la sede del Instituto Universitario de Tecnología Industrial «Rodolfo Loero Arismendi» (Iutirla), en la avenida Intercomunal de Barcelona, en dirección al distribuidor y a un kilómetro de distancia de donde ella estaba.

Unos minutos después llegó una patrulla de la Policía del estado Anzoátegui, de la cual se bajaron cuatro funcionarios que, sin mediar, comenzaron a disparar. Se escuchaban detonaciones como en una guerra y sobrevino la confusión. Los manifestantes corrían tratando de resguardarse. Carlín también lo hizo. Escuchó otro disparo y se agachó tratando de esquivarlo, pero ya era tarde.

Surcos de sangre le empaparon el rostro y la ropa.

Quizá por la adrenalina, no sintió dolor. Pero goteando sangre como estaba, algunos de quienes protestaban la cargaron y corrieron con ella hacia el Centro Comercial Plaza Mayor, a pocos metros de allí, para intentar socorrerla. La herida debía ser grave. Angustiados, le pidieron a un señor que los ayudara llevándola a algún centro médico. Primero se negó, pero luego accedió. Atravesaron la turba y rodaron hasta la cercana Clínica Municipal de Lechería.

No tenían insumos para atenderla como necesitaba, pero le dieron los primeros auxilios. El médico de turno les explicó que un proyectil le había entrado por el pómulo izquierdo y salido por el cuello, justo debajo de la oreja derecha. Les dijo que la herida era grave.

Una de las jóvenes que la acompañaba, se ocupó de guardar sus pertenencias, y tomó su teléfono celular para llamar a la madre de Carlín y contarle lo que había ocurrido. Le dijo que la estaban trasladando al Centro Médico Zambrano, en Barcelona.

 

Carlín estaba consciente y muchas cosas pasaban por su mente. “No voy a seguir estudiando”. “No saldré de nuevo a protestar”. “Me voy a morir”. Todo eso pensó en el camino. Cuando llegó al Centro Médico Zambrano, ya estaba allí su madre. La vio, le tomó la mano y pensó que todo podía solucionarse: que no estaba sola.

Luego quedó inconsciente. Y la llevaron a terapia intensiva.

A Carlín la hirieron un viernes y despertó un domingo. Estaba intubada. Y su madre con ella:

–¿Sabes qué día es hoy? —le preguntó.

Carlín no sabía cuánto tiempo había transcurrido.

–Es el domingo 11 de mayo, hija. Es el día de las madres y que estés viva es mi mejor regalo. 

La clínica estaba abarrotada de gente: familiares, amigos y allegados permanecían allí, apoyando en lo que hiciera falta. Uno de esos días también recibieron la visita de funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) y de la organización Tupamaros, quienes amenazaron a la familia con esposar a Carlín, aún en cama.

—Irá a la cárcel por el delito de protestar —dijeron antes de irse.

Después de cinco días en terapia intensiva y una semana de hospitalización, dieron de alta a Carlín. Debían someterla a una segunda operación para colocarle platino y evitar una deformación en parte de su rostro porque la bala le había roto varios huesos.

A los meses volvió al quirófano. Le realizaron un reposicionamiento mandibular que le permitió recuperar su movilidad, pero no le pusieron el platino porque los huesos de la cara se habían unido nuevamente.

“Parece un milagro”, comentó el cirujano maxilofacial que la operó.

De aquel 9 de mayo han pasado cinco años. En 2018 Carlín terminó sus estudios de comunicación social. Ahora está a la espera de su acto de grado, pero ya está ejerciendo: escribe notas de cultura y espectáculo en El Tiempo, un periódico de larga data que, dadas las restricciones para acceder a los insumos necesarios para su funcionamiento, se vio obligado a dejar de circular diariamente para hacerlo una vez por semana. Allí a veces también cubre algunas pautas en diferentes comunidades del norte de Anzoátegui.

Su sueño sigue siendo poder hacer periodismo en libertad.

Y todavía tiene una parálisis facial que le impide parpadear los dos ojos a la vez.

—Hay momentos en los que no me siento bien conmigo misma, no me tomo fotos de frente, no me gusta hacerlo. A veces me afectan muy internamente. Es algo con lo que vivo, pese a que trato de restarle importancia.

A los policías que le dispararon les imputaron los delitos de homicidio calificado en grado de frustración, uso indebido de arma orgánica, incumplimiento de convenios internacionales y simulación de hecho punible. Sin embargo, no los han destituido del cargo: solo les dictaron una medida cautelar que les prohíbe salir del país.

Y no se han realizado las audiencias. Algunas veces los imputados no se presentan; otras, es el fiscal quien no asiste. Un día de 2017, cuando todas las partes asistieron, no había material para imprimir las actas y boletas correspondientes, y una vez más aplazaron la comparecencia.

—Cuando vi por primera vez a los policías, en mi mente les preguntaba: “¿De verdad fueron ustedes quienes dispararon?”. No eran unos chamos; se trataba de personas con experiencia. Tres de ellos podían ser mi padre. Y el otro mi abuelo.

Un día de 2019, Carlín caminaba por las calles de Barcelona y vio a uno de ellos. Lo reconoció y sintió que él también la miró, detenidamente.

—No sentí miedo, pero me hice la misma pregunta: ¿Cómo eres capaz de disparar?

Al verlo libre, sintió que la justicia la ha dado la espalda. A ella, a César Pereira y a quién sabe a cuántos más.

 


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

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Oriental de pura cepa. Siempre quise ser periodista. Egresado de la Unica. Las historias que se consiguen en la calle me emocionan. Recientemente descubrí otra pasión y es la docencia, labor que ejerzo en la USM Oriente

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