De lo más oscuro surge la luz
En medio del primer apagón nacional de marzo de 2019, a Nataly Álvarez Pernía le angustiaba saber que los alimentos de su restaurant se iban a perder. Por eso decidió prepararlos para repartirlos entre los más necesitados. Convocó a voluntarios que quisieran sumarse a la causa, aportando comida o sus ganas de colaborar, y para su sorpresa la respuesta fue abrumadora.
Fotografía de portada: Karina Salas Rosario
Unas cien personas apretujadas pelaban, limpiaban y rebanaban papas ajadas. Lloraban mientras hincaban el cuchillo en la cebolla. Cortaban el brócoli. Retiraban de las verduras y hortalizas cada fibra descompuesta. Preparaban los aliños para las caraotas, el pollo y la carne con que rellenarían las arepas. Muchos de quienes se afanaban ese 11 de marzo en la cocina de Hache Bistró —un pequeño negocio familiar enclavado en un jardín bucólico de Los Chorros, en el este de Caracas— no eran diestros en los fogones, pero aun así llegaron para poner sus manos a la orden.
Querían movilizarse justo en un momento en el que todo el país parecía detenido. Apagado.
“Eso es, que no se pierda nada”, pensó Nataly Álvarez Pernía, la propietaria del restaurant, cuando vio la escena. Su angustia comenzaba a disiparse.
La tarde del 7 de marzo se interrumpió por primera vez el servicio eléctrico en 23 estados del país, que quedaron incomunicados, sin agua y en medio del caos. Pasaban los minutos, las horas y los días y la luz no se restablecía. Fueron cinco días lentos, inmóviles, improductivos, llenos de zozobra. Nataly aprovechó un sorpresivo rayo de señal que de pronto llegó a su celular para saber qué estaba pasando en el país. Así se dio cuenta de una realidad que la dejó devastada: la gente que tenía cocina eléctrica había perdido comida; muchos, ante la imposibilidad de cocinarla, habían tenido que botarla.
Durante tantas noches de desvelo en medio de la oscuridad de aquellos días, ella pensaba en los alimentos que estaban sin refrigeración en su restaurant. Le preocupaba saber que inevitablemente iban a dañarse. “Tenemos que cocinarlos y repartirlos entre los que se están yendo a dormir sin comer”, pensaba. Así que revisando su celular, se dijo: “No puede ser que yo tenga una cocina a gas industrial en el local y no pueda evitar que a la gente se le dañen sus alimentos”. Entonces se comunicó con su equipo de trabajo.
Se apuraron en salvar lo que fuera posible. Y en la cuenta de Instagram de Hache Bistró, el domingo 10 de marzo, publicaron un post: “Cerrado al público por obvias razones”. Pero apenas unas horas después, enviaron otro mensaje comunicando la idea que se les había ocurrido: “Mañana abriremos solo para procesar todo lo que tengamos en la nevera, rellenaremos arepas con eso y lo repartiremos por la ciudad. Si alguno de ustedes quiere colaborar, sería genial. No vamos a perder nada que se pueda salvar y es mejor donarlo. ¿Tienes algo que se va a perder? ¡Llévalo! Todo ayuda. Y si quieres usar nuestro espacio para calentar tu comida, vente. Los esperamos a partir de las 11:00 am”.
Aquella idea fue un faro en medio de la noche perpetua que era el país por aquellos días. El llamado atrajo a legiones de voluntarios que llegaron con leche, alimentos para bebés, harina de maíz, harina de arroz, carnes, aves, vegetales, aceite, envases plásticos, papel de aluminio, cajas de cartón, agua potable y todo lo que pudiera cocinarse, envasarse y repartirse. Una señora se apareció con un tomate a punto de descomponerse metido en una bolsita: un tomate que se sumó al guiso. Hubo quienes no llevaron más que lo único que podían ofrecer: su disposición, sus manos para trabajar. Gente de diversas edades, procedentes de diversos rincones de la Gran Caracas y de oficios distintos convirtieron esa cocina —donde trabajan a diario no más de nueve personas— en un hervidero. Empleados y visitantes se unieron en un solo engranaje.
En el restaurant habían comenzado más temprano: estaban amasando 10 kilos de harina de maíz para las arepas y cortando ingredientes para los rellenos. La gente comenzó a llegar, de a poco, uno a uno. Cuando la chef Iralyn Martínez se dio cuenta de que eran tantos, más de cien, se sintió abrumada. Ese era su centro de operaciones, su reino, su espacio, el lugar desde donde estaba acostumbrada a tenerlo todo bajo control. Y estaba abarrotado. “Me van a volver loca”, pensó. No le resultaba fácil dirigir una brigada tan grande. Celosa de su cocina —como lo son todos los chefs— tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantener la calma.
Pero con paciencia, fue explicándole a todos, uno por uno, qué debían hacer y cómo. Así aprendieron a distinguir un corte de otro. A diferencia del trabajo estructurado por estaciones (frío, caliente, pescados, carnes…) que se acostumbra en las cocinas de los restaurantes, ese día allí todos hacían un poco de todo.
Y la alegría se contagiaba. Esa era la clave. Alegría en clave de sí.
La electricidad había vuelto, pero no para quedarse. La intermitencia del servicio mantenía al país en ascuas. Pero eso no importaba: de allí nadie se movía. Tampoco fue una limitación que no hubiera agua corriente: trabajaban con los 320 litros que tenían almacenados en un tanque.
Y comenzaron a llegar periodistas, algunos de medios internacionales, fotógrafos y videógrafos. Se habían convertido en una noticia. Quizá porque la iniciativa demostraba, aun en medio del apagón, la empatía y solidaridad del venezolano. Nataly no podía creerlo. Nunca había visto nada igual allí y eso que no era la primera vez que hacían comida para donar.
A medida que iban terminando de preparar la comida, se formaban los grupos para empaquetar, contar y repartir. Era como músicos haciendo jazz. Un free play bellamente ejecutado por aficionados.
Fueron 757 arepas que salieron ese día de Hache Bistró a 13 centros asistenciales. “¿Cómo pasó esto de un día para otro? Gracias a ustedes por difundir, a los medios de comunicación por correr la voz, a la belleza del venezolano que puede ayudar en los peores momentos”, publicaron en Instagram al finalizar la jornada.
Pero la labor no había concluido aún. En el mismo post informaron: “¡Seguimos! Mañana los esperamos a las 11:00 am en el mismo lugar y con la misma disposición. Tenemos mucho trabajo y vamos súper bien”.
Ese martes el trabajo fluyó. Y los días siguientes también, porque al restaurante, durante una semana, no dejaron de llegar donaciones venidas de manos generosas. Y voluntarios para trabajar.
“Necesitamos conseguir un cuarto cava para poder recibir una donación de 1.500 pollos y una res. Queremos seguir. Hoy repartimos 1 mil arepas, 30 comidas completas y 10 litros de fórmula de bebé. Fue un día maravilloso y fue gracias a ustedes”, informaron en la cuenta de Instagram al finalizar el trabajo del martes 12 de marzo.
La chef —siempre pendiente de los procesos y del buen funcionamiento de su cocina— encontró una fórmula más eficiente: separó la cocina del embalaje y el reparto. Ingrid, una de las voluntarias, vio que no había suficiente orden en la salida de la comida hacia sus destinos y asumió el liderazgo. Comenzó a dirigir la operación de agrupar las cajas según los lugares a donde iba. Todo lo anotaba en su cuaderno. Nada salía de allí sin que ella lo contabilizara. Algunos que se habían apuntado venían a buscarla, otros ponían a disposición sus carros para llevarla, lo cual no era poca cosa porque la gasolina en esos días escaseaba.
Todo pasaba por su alcabala y al final del día se sabía exactamente cuántas comidas se habían producido. Alta, estilizada y con aplomo, esta mujer dedicada al turismo había llegado allí como todos, sin conocer a nadie. “Mi optimismo me obliga a tratar de impedir que todo se desplome a mi alrededor”, decía.
En la cocina cada uno tenía una función. El personal de Hache Bistró preparaba las arepas temprano y las dejaba ya cortadas por la mitad para rellenarlas. Los voluntarios separaban los granos de caraota del caldo, les agregaba queso rallado y las pasaban entre los que se encargaban de rellenarlas.
Han sido casi 6 mil comidas preparadas gracias a la ayuda de 400 voluntarios que han pasado por Hache Bistró. Nataly, viendo todo en perspectiva, no cree que se trate una proeza, pero sí que todo lo que ha ocurrido la ha transformado.
El restaurant ha vuelto a abrir al público. La función debe continuar, pero de una manera sostenible: Nataly sabe que el local tiene que vender y que las donaciones no pueden detenerse mientras haya personas esperando por esos alimentos.
Aunque irregular, con el regreso de la luz los voluntarios han tenido que volver a sus rutinas. De todos, solo Helena Siblesz ha continuado yendo. Es la que más responsabilidades tuvo en la cocina, tal vez por su sabia dulzura. Sentirse útil a los 80 años no es poca cosa. Con ella cuenta Nataly, quien tiene el propósito de continuar el trabajo comenzado, ahora puertas adentro. Quiere profundizar el vínculo con la Casa Ronald Mc Donald, en cuyas 26 habitaciones albergan a personas que vienen del interior del país en condiciones vulnerables. Dos niños con desnutrición crítica le preocupan, y en esa casa con cocina quiere organizar a las familias para que puedan preparar sus alimentos. Las donaciones siguen llegando a Hache Bistró y de esa tragedia nacional nació un inesperado espacio para llevar un poco de aliento a los más frágiles. No en vano se dice que de lo más oscuro surge la luz.
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Maruja Dagnino
Soy periodista, escritora y autora de los libros Alimentos del deseo (Turner- Artesano Group) y Cocina Sentimental (Aguilar). Trabajé como reportera en El Universal, fui coordinadora editorial de Papel Literario (El Nacional), he dirigido varias revistas y he sido colaboradora de otras tantas como Cocina y Vino, On Time y Exceso.