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Cuando los 25 del 350 fuimos uno solo

Jun 27, 2018

El 29 de junio de 2017 un grupo de estudiantes de la Universidad Simón Bolívar fue detenido en El Rosal por policías que reprimían una marcha de protesta realizada en Caracas. Las imágenes de su detención y posterior traslado en un camión cava cerrado recorrieron las redes sociales. A los días fueron liberados, sin cargos. A un año de estos hechos, Patricia Rodríguez, una de las estudiantes que vivió dicha experiencia, hace un recuento para La vida de nos.

Foto: Alejandro TeránFotografías: Archivo personal / Alejandro Terán / Anthony Aparicio

 

Pensar en todo lo que vivimos en el año 2017 parece tan irreal que se siente como recuerdos lejanos, pero a la vez vivos y nítidos.

El 29 de junio, mis compañeros y yo habíamos planeado ir a la protesta del día 90, así como lo hicimos con las 89 anteriores. El país era una sola ola de protestas contra el régimen desde comienzos de abril. Era la rutina: despertarse, desayunar, arreglarse, verificar que tuvieses todo, despedirse y salir al punto de encuentro.

Pero, ese día, la rutina se alteró.

Varios tuvimos que ir antes a una reunión en la Universidad Simón Bolívar, y después nos encontraríamos en la Plaza Francia con los demás. En la universidad algunos compañeros nos decían que no fuésemos a la marcha, que llegaríamos tarde, pero ya habíamos acordado con los otros. Teníamos o, mejor dicho, queríamos ir.

En el camino leímos la noticia en Twitter: la Policía Nacional Bolivariana había hecho una redada en la plaza. Enseguida sentí un vacío en el estómago. Llamamos a nuestros amigos. Se habían escondido en el Centro Plaza. Alguien preguntó si no era mejor avisar para que se retiraran, pero todos coincidimos en ir a su encuentro.

La cantidad de asistentes a las marchas había disminuido considerablemente y, en un día de lluvia como aquel, mucho más. Aun así, comenzó. Y ahí estábamos: un grupo de estudiantes de la Universidad Simón Bolívar con los zapatos encharcados y la ropa goteando, pero con mucha energía y listos para una nueva jornada.

—Hoy me traje la bandera de Venezuela que era de mi abuelo —dije mientras la sacaba para protegerme de la lluvia con ella.

—Esta marcha sí estará buena, muchachos: Patricia ya se amarró la bandera. Está lista para lo que venga —dijo como chiste un amigo.

Mi abuelo era un español que llegó a Venezuela en busca de oportunidades y se enamoró de este país. Decía que su corazón estaba repartido en varios países, pero que él estaba sembrado aquí. No sé por qué me llevé su bandera ese día.

El plan era tomar la autopista, pero caminamos por la Av. Francisco de Miranda y, a la altura de Chacaíto, bajamos hacia El Rosal. “La represión será por Las Mercedes, el punto de resguardo debe ser por ahí”, pensé. Sin embargo, la ruta se cambió: cruzamos en la calle detrás de la Torre Banesco para poder empalmar con la autopista en la salida de El Rosal.

No recuerdo cuánto tiempo estuvimos ahí antes de que empezara la represión.

Foto: Alejandro Terán

El grupo de la USB seguía instrucciones claras para las protestas: quedarse junto con las banderas, dentro del cuadrante que armábamos con ellas. Ese día no éramos suficientes para cuatro banderas, solo teníamos dos o tres. Además, en la organización contábamos con un grupo que resistía cerca de la represión para darnos oportunidad al resto de retroceder, y avisarnos qué sucedía delante de nosotros, siempre a la vista de los que estábamos más atrás. Pero esta vez la represión fue tan desmedida y repentina que el grupo se dispersó.

Retrocedimos por la misma calle. Ya no veíamos a los guardias. Las bombas seguían cayendo del cielo. El plan había cambiado nuevamente, iríamos a resistir en Las Mercedes. O eso creí yo.

Cuando llegamos al principio de la calle, vimos que la guardia ya estaba en el puente de El Rosal, disparando bombas sin piedad. Así que seguimos por otra calle. Y el plan volvió a cambiar: regresaríamos a la Av. Francisco de Miranda.

Cuando llegamos a una calle paralela vimos cómo la gente corría por la avenida. Si subíamos nos conseguiríamos de frente a la policía, si no avanzábamos nos alcanzarían por detrás.

—¡Ahí vienen! —gritó una señora.

—¡Corran!

Y eso hicimos.

Vi abierta la puerta de un edificio. Dudé en si tratar de entrar o seguir corriendo, pero mis piernas ya no daban más, así que crucé hacia ahí. La desesperación al ver que nos habían encerrado como en una ratonera hizo que empezara a llorar: habíamos entrado a un cajero del banco BOD.

Tiren los cascos al piso y hagan silencio gritó alguien.

Esperaba que pudiéramos salir como si nada hubiese pasado. Pero ya era tarde.

—Salgan todos con las manos arriba —nos dijeron.

 

Mi primer contacto con la policía fue cuando le pregunté a una funcionaria si no le dolía lo que nos estaban haciendo. Quedé sin palabras cuando ella me preguntó: “Pero, ¿cómo hago?”.

Me puse el bolso delante y me amarraron las manos con la trenza de uno de mis zapatos. Una de las policías abrió mi bolso y lo revisó, de él sacó las banderas de la USB que sobraron ese día, y mi bandera de Venezuela; o lo que luego llamaron en el informe policial como objetos conseguidos: “Dos trapos amarillos y uno amarillo, azul y rojo”.

—Por favor, la bandera de Venezuela no me la quites, era de mi abuelo —le dije llorando a la funcionaria.

La mujer pareció dudarlo, pero después de varias súplicas abrió mi bolso nuevamente y la guardó en él.

Las personas encerradas en la Torre BOD gritaban que nos soltaran, pero la PNB les dejó una lacrimógena frente a la puerta para que el humo entrara. Era irónico, los de la torre gritaban por nosotros, y nosotros para que los dejaran en paz a ellos. Ambos estábamos atados de manos, aunque nosotros de manera literal.

Hasta que la policía detuvo un camión 350.

—Patricia Pilar Rodríguez Campos, Universidad Simón Bolívar, 25.957.139.

Los periodistas cumplían una función importante al momento de identificar a los detenidos, así que, justo antes de montarme en el camión, grité mi nombre completo y mi cédula de identidad.

Nos montaron en el camión como animales atados y entrecerraron las puertas. La asfixia por las bombas empeoró pero, como pudimos, tomamos los potes que llevábamos con agua y bicarbonato y nos rociamos el rostro.

Cuando el camión arrancó varios logramos desatar nuestras manos. Yo saqué mi teléfono del bolsillo e hice una primera llamada. Eran las 2:43 pm.

—Papá, escucha: quédate tranquilo, pero nos agarraron a los de la Simón. Estamos todos juntos. ¿Recuerdas la lista de números? Empieza a llamar.

Ir a las protestas implicaba estar claro del riesgo que corrías, por eso, unos días antes le había escrito a mi papá una lista de tres contactos por si algo llegaba a pasarme. No esperaba que realmente tuviese que usarla.

Nos llevaron al Mercado Bicentenario de Plaza Venezuela y ahí nos cambiaron de camión. Seguía lloviendo y el nuevo camión no nos protegía ni de la lluvia ni de la brisa.

Pregunté a dónde nos llevaban. “Al Helicoide”, me contestaron.

Ahí está la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional y de la Policía Nacional Bolivariana.

“Al Sebin no, por favor. Al Sebin no”, pensé.

Por fortuna, no nos llevaron a la parte del Sebin.

La vista en el Helicoide es imponente, ves todo, pero lo que no esperaba ver era a unas señoras de limpieza llorando al vernos entrar. “No estamos solos”, pensé.

Féminas en este lado y hombres en aquel.

Nos llamaron uno por uno para registrar nuestros datos y tomarnos la foto de detenido. “Alteración del orden público” tenía escrita la de nosotros.

Foto: Anthony Aparicio

A nosotros, los 25 del 350 —como nos denominamos por la coincidencia entre el modelo del camión en el que nos montaron y el artículo de la Constitución Nacional— nos detuvieron un jueves. De ese grupo, éramos 19 estudiantes de la USB. Mis cálculos, guiándome por casos anteriores, decían que hasta el martes no empezarían a atender nuestra causa. Me equivoqué.

Nos llevaron al Cicpc esa misma noche. Seguía lloviendo. Creo que nunca olvidaré la imagen de al menos 50 indigentes durmiendo en una acera al lado de la sede de la policía científica. Recuerdo sentir que el tiempo pasaba lento, que eran las 9:00 de la noche eternamente. No sé cuánto tiempo estuvimos ahí, pasando uno por uno para registrar nuestros datos, cada huella de cada dedo de ambas manos, y para tomarnos fotos, “de frente, de lado, del otro lado”.

Veníamos temblando y aún más empapados por la lluvia y la brisa en el camión. Cuando regresamos al Helicoide, como a las 4:00 de la mañana, nos llevaron a una especie de terraza techada. Mandaron a los hombres a dormir en el piso helado, esposados, y a nosotras, las féminas, a dormir en sillas. El frío toda la noche fue insoportable.

Dormí cerca de una hora. Desperté por un noticiero que hablaba de nosotros. Deseaba que apagaran el televisor.

—Éstas no están blindadas para cuando las violen —dijo un policía que pasó frente a nosotras.

Nos llevaron a la Medicatura Forense de El Llanito. En el trayecto, las personas se nos quedaban mirando, nos señalaban, nos saludaban, tocaban corneta, gritaban. Decían “fuerza, muchachos” y era como un abrazo al corazón.

De regreso, en la entrada del Helicoide, nos conseguimos con la sorpresa de nuestros familiares y amigos esperándonos afuera. Sentí una mezcla de felicidad y tristeza. No pude evitar llorar mientras saludaba de lejos a mi familia.

—No llores, Patty, eres mi heroína. No les llores. ¡Macha es macha! —gritaba mi mamá mientras corría al lado del camión.

Mi mamá estaba en tratamiento de quimioterapia, por lo que no podía tomar sol, y ahí estaba, regia con sus guantes negros y su gorra, pidiéndome que no llorara.

 

Al regresar nos tuvieron todo el día sentados en el camión. En algún momento del día, alguien señaló hacia una de las casas del barrio de al lado: estaban dos niñas pequeñas con la bandera de Venezuela al revés, saludándonos y haciéndonos señas de ánimo.

En la tarde (o podría ser en la mañana, el tiempo dejó de tener sentido), nos llamaron nuevamente a uno por uno para declarar los hechos o denunciar abusos. Además nos pesaron, tomaron medidas y verificaron que no tuviésemos hematomas en el cuerpo.

Para la noche del viernes, el grupo de Defensa de la Universidad Central de Venezuela había logrado que nos pasaran sábanas y cobijas. Además, la Federación de Centros de Estudiantes de la USB hizo posible que nos pasaran toallas húmedas, papel de baño y toallas sanitarias para que pudiésemos asearnos. Nuestra pasta de dientes fueron unos caramelos de menta que alguien de afuera logró que nos dieran.

Esa noche dormí mejor que la primera, pero creo que fue por la noticia de que al día siguiente, el sábado, tendríamos la audiencia ante los tribunales.

Nos despertaron y nuevamente al camión. No dejábamos de hablar sobre qué sería lo primero que haríamos al llegar a nuestras casas. Fantaseábamos con lavarnos las manos, cepillarnos los dientes y bañarnos. Yo decía que la primera noche en mi casa iba a dormir con mis papás. Estábamos cansados pero emocionados. Cuando nuestros familiares se enteraron de dónde estábamos estacionados, fueron llegando poco a poco. Logramos verlos nuevamente de lejos.

—Dale un abrazo por mí —me dijo la mamá de uno de mis amigos, mientras se le salían las lágrimas.

Estábamos tan cerca pero tan lejos a la vez.

 

En los tribunales nuevamente nos llamaron a uno por uno para registrar nuestros datos. Mientras esperaba mi turno, Andrew, un chico de la calle que se llevaron detenido con nosotros, nos contó un poco de su vida. Tenía 17 años, pero como no llevaba identificación y nadie iba a reclamar por él, dijo que tenía 18 para que no lo llevaran a un correccional de menores. Nos contó que su padrastro maltrataba a su mamá y que un día, cuando tenía apenas 14 años, él decidió defenderla y lo atacó. Sin embargo, la mamá defendió a su pareja y le rompió una botella en la cabeza a su hijo, dejándole una cicatriz. Desde entonces vivía en la calle.

Me dejó sin palabras.

Al terminar de registrarnos a todos, pasamos por una puertita que nos llevaba a las celdas de los tribunales. Estábamos ahora en manos de la Guardia Nacional Bolivariana.

Metieron a los hombres en una habitación con funcionarios hombres, y a nosotras en otra con guardias mujeres. Nos mandaron a desnudarnos y a quitarnos hasta la cola para el cabello.

Agáchense, abran las piernas y pujen.

Eran las instrucciones para ver que no tuviésemos algo escondido allá abajo.

En la celda de nosotras había otras mujeres, algunas eran delincuentes pero otras estaban por motivos similares a nosotras. Una señora nos contó que estaba detenida desde el miércoles. La habían apresado en un “trancazo”, al cual ella ni siquiera había asistido. Estaba comprando cigarros cuando la GNB llegó, y la agarraron mientras corría. Le habían intentado sembrar evidencia como bombas molotov y escudos. Otra chama nos contó que también estaba desde el miércoles porque había denunciado que un GNB la había robado. Y había otra que no sabía ni por qué estaba ahí, salía solicitada y la detuvieron.

Apestaba a orine. La letrina estaba al fondo detrás de un murito. Las paredes estaban rayadas con mensajes y tenían marcas de manos. En una parte podías leer “resistencia”. ¿Cuántos como nosotros habrían pasado por ahí? ¿De cuándo sería ese mensaje: de unos días, unos meses o unos años?

Llegó la hora, nos llamaron. Cuando nos sacaron de la celda vimos que al lado estaba el chamo que se habían llevado el jueves en la primera redada de la plaza, junto con otro detenido por protestar. Y una celda más allá estaban los de Vente Venezuela.

—Ánimo muchachos, vamos a salir de esta —nos decían.

Subimos y nos llevaron a una sala. Nos sentaron en cinco bancos de madera. Y, nuevamente, nos llamaron a uno por uno para volver a decir nuestros datos y hacer alguna denuncia, si la teníamos.

No sé cuánto tiempo estuvimos esperando en aquella sala hasta que llegó el juez para decirnos que la sesión se había aplazado para el día siguiente a las 8:30 de la mañana. Sentí como todo se desplomó: la tristeza, el miedo y la desesperanza nos invadió. Quienes no se habían permitido decaer, lo hicieron. Esa noche nuestra familia no nos abrazaría. Esa noche yo no dormiría en el cuarto con mis papás.

Nos abrazamos unos con otros y lloramos. Sería otra noche fría.

Desde que nos cambiaron de camión el jueves, decidí hablar con cada funcionario, debatir sus opiniones, escuchar sus problemas y explicarle los motivos de nuestra lucha. En más de una ocasión me sorprendí al ver que nuestras opiniones coincidían, que ellos también la estaban pasando duro y que varios, por no decir la mayoría, no estaban contentos con lo que pasaba. Pero después de que nos aplazaron el juicio, mi actitud cambió. No tenía fuerzas para debatir, no tenía esperanza que contagiar.

Para el regreso al Helicoide nos metieron en un camión blanco donde la única ventilación entraba por una delgada ventanilla horizontal. Éramos los 25 (19 uesebistas y otros detenidos por protestar) más los muchachos de Vente Venezuela. Los hombres estaban esposados en pareja: mano derecha con mano derecha. Era difícil moverse y, más aún, respirar. Cada cierto tiempo nos rotábamos para que todos pudiésemos estar al menos unos minutos cerca de la ventana. Como estábamos muy agitados, alguien propuso rezar un rosario. Íbamos por el 4to misterio cuando una de mis amigas empezó a gritar que otra del grupo necesitaba respirar, que estaba muy mareada. Golpeamos las paredes del camión y gritamos para que nos escucharan. Solo entonces nos dejaron salir.

 

Foto: Alejandro TeránEl domingo nos levantamos todavía sin ánimo. Nos llevaron a los tribunales y se repitió el proceso: entramos a un cuarto, nos desnudamos, nos agachamos, abrimos las piernas y pujamos. Nos separaron y nos llevaron a las mujeres a la misma celda del día anterior.

Empezamos a hablar de los distintos escenarios posibles: qué iba a pasar si nos daban libertad condicional con fiadores, probablemente nos tendrían más días detenidos y ahí sí ya no estaríamos todos juntos. Pero también existía la posibilidad de que no nos dieran la libertad. ¿Qué pasaría entonces? Era mejor ni pensarlo.

Nos volvieron a llamar y subimos al auditorio donde los abogados estaban listos para la defensa.

La fiscalía anunció que no tenía cargos qué imputarnos, los abogados ofrecieron sus argumentos y el juez pidió media hora para tomar una decisión.

Mientras la media hora se convertía en tres horas, nosotros seguimos sentados en el auditorio. La mayoría se sentía mal. Yo, al igual que varios de mis compañeros, sentía dolor de estómago por no haber podido ir al baño desde el jueves. De vez en cuando tratábamos de animarnos, pero casi ni hablábamos de los nervios.

En algún momento, escuchamos el Himno de Venezuela. Nuestros amigos nos lo estaban cantando, y al finalizar la letra nos gritaron que tuviésemos fuerza. ¡Cuánto quería estar con ellos y abrazarlos! El brillo volvió, ellos estaban ahí afuera, y nosotros pronto también lo estaríamos.

Creo que nunca había tenido tanto miedo como cuando el juez entró al auditorio. Dijo que él también había sido estudiante, que ahora ejercía lo que siempre había querido y que su trabajo le exigía no tener miedo. Yo estaba desesperada, daba tantas vueltas en su discurso que temí lo peor, hasta que finalmente sentenció.

¡Libertad plena!

Nos abrazamos unos con otros y lloramos, pero esta vez de alegría.

Yo estaba de última en la fila para salir. Veía de lejos a la multitud y lo único que quería hacer era salir corriendo, abrazar a los míos y darles las gracias.

Nos recibieron cantando nuevamente el Himno y, cuando llegamos hasta ellos, la multitud se convirtió en una misma familia, en un solo abrazo y en una misma felicidad.

Esa noche me lavé las manos, me cepillé los dientes y me bañé. Pero lo más importante es que esa noche cené con mi familia y dormí con mis papás.

Mi mamá, siempre que pudo, protestó contra el régimen. Recuerdo estar pendiente de las noticias, con tan solo 7 años, porque mis papás iban a cada una de las protestas durante el paro petrolero. Desde el 2014 ha sido mi turno. Pero este año mi mamá tuvo su último acto de rebeldía: falleció el 23 de enero.

Ma, incluso desde el cielo, tú serás siempre mi heroína.

 


Mención especial en Periodismo universitario de los Premios a la Excelencia Periodística 2019 de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). 

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Soy Patricia Pilar Rodríguez Campos, una venezolana graduada de bailarina de ballet, y de ingeniería electrónica en la Universidad Simón Bolívar. Creo que no hay peor error que no hacer nada por pensar que se hace poco.

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