Construir el futuro en gerundio
En una visita al Instituto Técnico Jesús Obrero de Catia, Albe Pérez —gestora cultural de larga trayectoria— notó que la biblioteca era un rincón desangelado. Bromeaba diciendo que le provocaba remodelarla por completo. Un día, el rector le respondió: “¡Pues entonces vamos a recuperarla!”.
FOTOGRAFÍAS: MARTHA VIAÑA
“En todo amar y servir”.
Albe Pérez contempló esa máxima jesuita, tatuada en la pared del Instituto Técnico Jesús Obrero, en pleno corazón de Los Flores de Catia, en el oeste de Caracas. Era la misma que estaba en la entrada del Colegio San Ignacio de Loyola, al otro lado de la ciudad, donde estudiaban sus hijos y del que ella misma había egresado. Cada vez que la veía, era como una bienvenida: sabía que había llegado a un lugar donde la gente compartía su mismo espíritu.
Era mediados de 2023. No era la primera vez que visitaba el liceo, pero ahora tenía un objetivo claro: poner toda su experiencia como gerente cultural y asesora de proyectos para convertirlo en un espacio donde los jóvenes tuvieran todas las herramientas para construir su futuro. Un buen futuro.
El Jesús Obrero fue fundado en 1948 como una escuela popular para los hijos de los trabajadores que vivían en la periferia de Caracas. En los años 60, se convirtió en un centro de educación técnica de 1ro a 6to año de bachillerato y fue pionero en los estudios en electrónica e informática. Para 1998, se sumó un instituto universitario que incorporó carreras como administración, educación y mecánica. Todo administrado por la red Fe y Alegría, perteneciente a la Compañía de Jesús.
Sí, Albe se sentía identificada con esa frase de san Ignacio: “En todo amar y servir”. De alguna forma, la había aplicado a lo largo de su vida.
Siempre trabajó en el sector cultural. En el 2000, ingresó a Cultura Chacao y aprendió que los eventos podían ser más que simple entretenimiento. Cada actividad que hacían en esa dependencia municipal era una invitación a la reflexión ciudadana, y ocupar los espacios públicos para ejercer la democracia. Estuvo involucrada en proyectos como el Festival de la Lectura de Chacao, que inició en 2009; y la creación de la Biblioteca de Los Palos Grandes, inaugurada en 2011.
Asumió la presidencia de Cultura Chacao en 2014, justo cuando el país avanzaba hacia días más difíciles. Las protestas ciudadanas se concentraron en la plaza Altamira, donde cada mes de abril se realizaba el Festival de la Lectura. Ella resolvió postergar el evento, pensando que todo pasaría en unos meses, pero en octubre la plaza seguía siendo el epicentro de manifestaciones. Le resultaba doloroso ver a jóvenes arriesgarse todas las tardes para defender una causa que ella ya daba por perdida; y observar, del otro lado, a guardias nacionales, igual de jóvenes, enfrentarlos entre nubes de gases lacrimógenos y perdigones.
Eran las dos caras de una misma generación.
Un día, cansada del estancamiento que había alcanzado el conflicto, determinó que el festival tenía que realizarse a como diera lugar, y fue personalmente a la plaza a hablar con los manifestantes.
—Comprendo la causa de ustedes pero no la comparto; yo necesito que ustedes comprendan también que aquí hay que construir una ciudad nuevamente, y aquí hay que recuperar los espacios públicos, y los espacios públicos pertenecen no solo a la protesta activa, también se puede hacer desde la protesta pacífica, y el festival de lectura en cierto modo es un punto de honor de la paz, del encuentro ciudadano…
Logró convencerlos: a principios de noviembre, se realizó el Festival de la Lectura.
Pero la tregua no duró mucho. El último día, debieron recoger rápido y desalojar a los expositores, pues las protestas se reanudaron sin que Albe pudiera hacer más por aquellos jóvenes convencidos de que, en el asfalto, lograrían un cambio de rumbo en el país.
Mientras Albe estuvo en Cultura Chacao, las cosas en Venezuela no mejoraron. Ella finalmente dejó ese cargo en 2018, y a partir de entonces continuó con otros proyectos, siempre relacionados con ese propósito de hacer ciudad (y ciudadanía) a través de la cultura.
Poco antes de su salida, emprendió la creación de una red de ludotecas que, soñaba, se extendiera por toda la ciudad. Los primeros interesados fueron los directivos del Jesús Obrero. Un día de 2017, la llamaron porque querían una en una escuela básica ubicada en la Zona F de la parroquia 23 de Enero. Fue el comienzo de una estrecha amistad con la institución, y fue entonces cuando conoció su sede de Catia.
Desde la primera visita, Albe quedó fascinada con lo bien conservado que estaba el edificio de ladrillos y concreto armado construido en los años 50. Su patio amplio, abrazado por los edificios de aulas de pasillos abiertos, era como un oasis en una zona en la que, mientras manejaba, vio muchas estampas de la pobreza.
Lo que más le cautivó fue la amabilidad de los estudiantes.
“Buenos días, profesora”, le dijo uno que se cruzó en un pasillo. Le dio risa que la confundieran con una docente, pero también le llenaba de ternura saber que los jóvenes allí estaban recibiendo una educación igual a la de sus hijos, quienes tenían la misma edad.
Lo único que no le gustaba era la biblioteca. Cuando la vio por primera vez le resultó un espacio sin vida, que había perdido su propósito original para acabar convertida en una suerte de salón de usos múltiples. Albe, en sus sucesivas visitas, solía bromear con el rector Miguel Ángel Corominas, diciéndole que quería remodelarla por completo.
Hasta que un día de 2023, el rector respondió a su chiste con una propuesta:
—¡Pues entonces vamos a recuperarla!
Había una razón por la que Albe se entusiasmó especialmente con esa idea.
Entre 2021 y 2022, había trabajado en un plan de asistencia humanitaria en comunidades fronterizas de Táchira, Zulia y Bolívar. A diario se encontraba con jóvenes que cruzaban a Colombia a través de las trochas; o abordaban embarcaciones precarias para navegar río abajo, hacia Brasil.
Verlos le recordó a esos chicos que en 2014 protestaban todos los días en Altamira. Vio sus rostros reflejados en aquellos que, resignados, se marchaban buscando oportunidades que sentían que ya no encontrarían en su país.
Decidió entonces que haría todo lo posible para incentivar a esos muchachos a quedarse, a continuar sus estudios, a tener esa vida digna que tanto anhelaban.
Se propuso entonces ir construyendo, en gerundio, un futuro para ellos.
A pesar de tener muchos años en el mundo de la cultura, Albe nunca había trabajado en un ambiente exclusivamente escolar. Sin embargo, contaba con tres cosas a su favor: la primera era su inventiva; la segunda, su experiencia como gerente; y la tercera, una red de contactos en la que podía apoyarse.
Una vez aceptada la propuesta, era momento de materializar todas las ideas que tenía para esa biblioteca que lleva el nombre de José María Korta, un jesuita que nació en España pero llegó a Venezuela y nunca se fue: durante décadas dio clases en el instituto y luego se dedicó a una intensa labor social en comunidades indígenas del país, hasta que en 2013 murió en un accidente automovilístico. Los indígenas lo bautizaron como Ajushama, que significa ‘garza que muestra el camino hacia la tierra prometida’.
Los primeros días fueron de limpieza, de revisar con paciencia los libros viejos. Había varios en buen estado, que se podían rescatar. También se encontró con otros consumidos por los hongos. Además, el tiempo que la escuela estuvo cerrada por la pandemia de covid-19 había deteriorado el mobiliario, unos macizos sillones de madera que terminaron infestados de termitas y unos estantes oxidados.
Se deshizo de todo lo que ya no tenía arreglo, aunque le alivió ver que la infraestructura en general estaba intacta. Era un salón amplio con piso de granito y techo ondulado, con ventanales en sus arcos que le daban una buena iluminación. Sus paredes eran de un concreto fuerte. Al fondo, un espacio separado por una puerta corrediza era perfecto para albergar un auditorio.
Para esta tarea, contó con el apoyo de Marcos, el encargado de la biblioteca, y tres jóvenes bibliotecarios que se comprometieron de inmediato con su visión. Al igual que ella, les apasionaba la idea de ver el lugar lleno de adolescentes encontrándose con la lectura, por lo que pasaban horas desempolvando y clasificando libros, o ayudando a Albe con las listas de los ejemplares que necesitaban.
Como parte de su trabajo en Cultura Chacao, se había dedicado por años a investigar modelos, aplicados en otros países, de bibliotecas y salas de lectura que fueran atractivas para los jóvenes. Por eso sabía que lo más importante para su tarea era conocer quiénes serían los usuarios de la biblioteca: en la mañana y en la tarde eran adolescentes de los seis años de bachillerato, más activos y con tiempo reducido por los recesos. En la noche, estaban los adultos jóvenes del instituto universitario, más silenciosos y que buscaban privacidad para estudiar. Tenía que pensar en un ambiente que fuera atractivo y funcional para ambos grupos.
A través de alianzas con empresas privadas, Albe y los directivos del instituto consiguieron donaciones de dinero y materiales como pinturas para arreglar la biblioteca, además de contratar a un grupo de obreros para las reparaciones. Redecoraron el interior con unos muebles circulares de tela, y construyeron tres cubículos que se podían usar como salas de lectura o de reuniones, cada uno con su pizarra y televisor. Redujeron también la cantidad de estantes para evitar esos pasillos claustrofóbicos, e incluso dispusieron un área infantil, para los niños de la escuela básica. También acondicionaron varias mesas y escritorios individuales, llevaron televisores, aire acondicionado y wifi.
No puede existir una biblioteca sin libros. Por eso Albe aprovechó las conexiones que había hecho por años con libreros y editoriales para conseguir donaciones y descuentos. Pronto llegaron cajas con los textos necesarios para los bachilleres y universitarios, pero también novelas clásicas y contemporáneas, poesía, e incluso cómics y mangas, que fueron creciendo con donaciones de amigos y conocidos que se enteraban, por redes, del trabajo que veían haciendo en esa biblioteca y quisieron sumarse a la iniciativa. La idea era darles a sus jóvenes usuarios una excusa para acercarse a la lectura, sin importar el formato.
Para julio de 2024 la biblioteca ya estaba lista. La inauguraron en un acto al que asistieron más de 100 personas, entre autoridades y aliados del instituto. Sin embargo, ya los estudiantes habían salido de vacaciones, por lo que tendrían que esperar al inicio de clases para utilizarla.
En esos meses de espera para el nuevo año escolar, había una cosa que inquietaba a Albe. ¿Sería suficiente para captar la atención de los adolescentes? ¿Podría ganarle terreno a los balones y los celulares durante sus recreos?
Pensó que tendría que pararse en la puerta con un cartel luminoso para invitar a los alumnos a pasar, pero se equivocó. Fue como el llamado divino de la película Campo de sueños: “Si lo construyes, ellos vendrán”.
El 10 de octubre abrieron al estudiantado la nueva Biblioteca Hermano Korta. Apenas dejaron pasar las filas de sonrisas inquietas en camisas azules y beige que esperaban en el patio, la sala se llenó con más de 120 jóvenes corriendo, hurgando en los estantes y revisando libros con curiosidad. La única norma que les pusieron fue dejar sus bolsos en un mesón en la entrada, sobre todo para evitar que incomodaran por su volumen.
Beatriz, una de las bibliotecarias, atendía a un joven que le solicitaba un ejemplar de Moby Dick, mientras otro le pedía recomendaciones de libros sobre la Segunda Guerra Mundial. Tres chicas quedaron prendadas de la sección de poesía, y en los sillones redondos, otra leía Alicia en el país de las maravillas absorta, gesticulando en silencio cada palabra como si recitara un mantra. Incluso en la sección infantil, Albe sorprendió a unos muchachos, de 5to o quizá 6to año, sentados en las sillas diminutas armando figuras de legos.
Albe sintió que su pecho se llenaba de una calidez reconfortante. En ese momento, la frase “En todo amar y servir” de san Ignacio de Loyola cobraba sentido para ella.
El equipo de la biblioteca entendió con el paso de los días que era inútil intentar controlar aquel huracán de emoción desbordada, por lo que Albe simplemente les recomendó dejar a los niños explorar a sus anchas. Ya se calmarían cuando se les pasara la euforia por la novedad. Le costó un poco más convencer a los profesores de eso. Algunos querían poner reglas más estrictas, pero ella les insistió en que no era conveniente.
Si querían romper con ese concepto de las bibliotecas calladas y aburridas, usadas incluso como lugar de castigo, debían dejar que los jóvenes se apropiaran del espacio. Que tomaran los libros sin tener que pedirlos a un bibliotecario, solo con la condición de que al terminar de usarlos los dejaran en el carrito de devoluciones. Así, poco a poco, irían aprendiendo cómo debían comportarse y usar correctamente cada servicio.
Los bibliotecarios acababan sus jornadas exhaustos de tanto recoger libros desordenados, pero la predicción de Albe comenzó a cumplirse: un mes después, los muchachos estaban más tranquilos en la sala. Valoraban ese espacio seguro donde nadie los subestima ni los oprime.
La misión de Albe no se quedó solo en la biblioteca. Con el visto bueno del rector, expandió su proyecto a varias aulas, que fueron dotadas de pupitres nuevos, televisores y aires acondicionados. También transformaron los laboratorios de informática y los de electrónica. Preguntando a los profesores qué instrumentos necesitaban para dar clases, comenzó a hacer las gestiones en empresas privadas para conseguir donaciones de pintura, cerámicas para el piso y hasta de una impresora 3D.
Se sorprendió al descubrir que los dueños y gerentes de muchas de las compañías en las que tocaba la puerta habían sido alumnos del Jesús Obrero, y estaban dispuestos a ayudarla por amor a su antigua escuela.
Además de su sede de Los Flores de Catia, el Instituto Jesús Obrero cuenta con una extensión en Petare, en el otro extremo de la ciudad. También en otros núcleos en Barquisimeto (Lara), Guanarito (Portuguesa) y San Francisco (Zulia). Albe se propuso emprender el mismo proceso de recuperación en cada uno de ellos. Y no descarta ir más allá, hasta llevar su misión a la escuela más remota de Delta Amacuro.
Sabe que más allá de la idiosincrasia y necesidades propias de cada espacio, lo hecho en Catia se puede replicar en cualquier lugar, pues su esencia está en algo mucho más perdurable que el concreto: la idea de que un entorno digno puede hacer que los sueños de los niños se conviertan en cimientos para el futuro.
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Jordan Flores
Como millennial, vengo de una generación marcada por las transiciones. Mis dos pasiones son aprender y narrar, por lo que intento conjugarlas escribiendo sobre todo lo que me atrape. Creo que los periodistas somos historiadores del presente.