Con esa sencilla frase me sentenció
Celestino Zamora Montes de Oca es el tercer cirujano plástico que tuvo Venezuela. Su vocación por la medicina nació de un casual episodio en su niñez, cuando un médico italiano le atendió una fiebre palúdica en Caicara de Maturín, su pueblo natal. A sus 91 años, decidió escribir sus memorias, un libro producido por La vida de nos, del cual ofrecemos un capítulo.
Fotografías: Armando Caicedo / Álbum familiar/ Correo del Guarapiche
La profecía de un médico italiano que me atendió cuando era un niño se cumplió. Había dicho que yo sería médico como él, y en 1953 recibí mi título de médico cirujano, con mención summa cum laude, de la mano del rector de la Universidad del Zulia, y comencé a ser quien soy hoy.
Con el reconocimiento llegó también un premio de 700 bolívares (de los de antes) y la opción de empezar la carrera docente universitaria con un cargo de instructor. Pero yo lo que quería era ejercer la medicina. Con el dinero que recibí me compré un traje completo color marrón: paltó, pantalón, camisa y corbata. Y pagué un pasaje a Caicara de Maturín, mi tierra natal.
Al poco tiempo, en octubre de ese mismo año, mi primer cargo en un hospital fue en San Fernando de Apure. Yo quería ser médico rural, quería empezar por el principio. Por eso, en lugar de quedarme dando clases en la Universidad del Zulia, me fui a Caracas, a la División de Medicaturas Rurales, a buscar trabajo. Tenía la ilusión de que me enviaran para Caicara.
Me hablaron de cargos disponibles en Maturín, Ciudad Bolívar y San Fernando de Apure. “Me voy para el Llano”, pensé. Y así lo hice, sin saber que años después terminaría en Ciudad Bolívar.
Pero mi estancia en San Fernando, que para entonces tenía unas pocas calles, duró poco más que un pestañeo. En el hospital había un médico internista de unos 60 años. Yo estaba de guardia, llegó una paciente con un cólico hepático y la atendí. Él era amigo de esta señora, que era esposa del director de Educación. Ocurre que cuestionó mi tratamiento por ser un médico recién graduado y dijo cosas en el pueblo sobre mí.
Yo no me quedé con la molestia y, a los pocos días, en el comedor del hospital, se lo dije:
—¡Sepa una cosa, cuando yo esté a la edad de usted, no voy a estar aquí en San Fernando de Apure!
Pedí traslado para el estado Aragua, lo cual terminó siendo bueno para mí porque ahí, en el Hospital Civil de Maracay, fue donde comencé mi formación quirúrgica en 1955.
Tras dos años como cirujano general en Maracay, continuaron los tropiezos y los beneficios que a veces se esconden en ellos.
Sufrí una especie de “deportación” a Puerto Ayacucho, en lo que entonces era el remoto Territorio Federal Amazonas, el sitio de confinamiento a donde enviaban a los castigados por el régimen de Marcos Pérez Jiménez. A esa localidad apenas llegaba un barco de la Compañía Venezolana de Navegación, cada 15 días; un vuelo comercial, cada jueves, de la línea Aeropostal, y algunas avionetas eventuales. No había comunicación por tierra. Por eso, en esos 727 kilómetros cuadrados de Puerto Ayacucho, se experimentaba una subyacente sensación de aislamiento.
La causa de mi ostracismo tuvo que ver con una asamblea de la Federación Médica Venezolana, que se realizaba cada tres años y donde participaban delegados de todo el país. Ese año, en la X asamblea realizada en Valencia, me tocó representar al estado Aragua junto al doctor Arnoldo Gabaldón, pionero de la lucha antipalúdica y quien encabezaba el Instituto Nacional de Malariología de Maracay, donde médicos de todas partes del mundo iban a formarse bajo su batuta. También nos acompañaba un destacado cardiólogo, Alberto Delgado Sotillo. Yo era el más joven de los tres.
En el encuentro, unos funcionarios del Ministerio de Sanidad hicieron una presentación sobre las condiciones laborales de los médicos en los hospitales, en la que señalaban que se trataba de un ejercicio tranquilo, cómodo. Pintaban un panorama que estaba lejos de parecerse a la realidad. Muy consciente de las carencias y precariedades que vivíamos cotidianamente, sus palabras me resultaron indignantes.
Entonces, durante la ronda de discusión, me levanté de mi asiento, pedí la palabra y pasé al podio. Allí dije que, a pesar de que me parecía muy válido ese punto de vista, a esa ponencia le había faltado algo importante: un análisis de las condiciones de trabajo de los médicos de los hospitales del resto del país, porque yo era testigo de cómo los médicos jóvenes entraban a los hospitales como la caña de azúcar recién cortada al trapiche, todos llenos de dulzura y encanto, y salían hechos bagazos. Se trabajaba muy duro, había mucha carencia de materiales e instrumentos, inseguridad, bajos sueldos, exceso de trabajo. Los presupuestos de los hospitales siempre han sido deficitarios.
De ahí en adelante, mi discurso discurrió con severas críticas al régimen de Pérez Jiménez, ante la perplejidad de todos, unos 50 médicos. Nadie osaba hablar en contra del régimen. Ese fue un atrevimiento mío, de gente joven. Cuando terminé mi intervención, me senté de nuevo en la tercera fila, al lado del doctor Perucho Rincón —Pedro Rincón Gutiérrez—, quien había sido en tres periodos rector de la Universidad de los Andes y mi profesor de fisiología, con quien además compartía nexos de amistad.
—Zamorita, has cometido una imprudencia, ten cuidado —me dijo al oído con seriedad.
—Puede ser, pero las cosas son así —le respondí respetuosamente con la franqueza que me caracteriza.
Pues al día siguiente, cuando regresé a Maracay, el director del hospital me buscó muy urgido.
—Doctor Zamora, lo están llamando de Caracas. Váyase a la Dirección de Hospitales y entrevístese con el doctor Leopoldo García Maldonado.
No me quedó otra que dirigirme de inmediato a la capital.
—Siéntese —me dijo García Maldonado con un semblante más serio tras la calurosa bienvenida—. La situación está muy mal. Tome ese sobre.
Cuando abrí lo que me entregaba, me encontré dentro unos pasajes para Puerto Ayacucho. El mundo se me vino a los pies. Desanimado, me fui de regreso a Maracay y acudí de inmediato a mi jefe de servicio, con quien había hecho el entrenamiento en cirugía general, el doctor Pedro Zerpa, para contarle lo que estaba pasando.
—Zamorita, vete, no importa… Tú eres joven e inteligente —me dijo—. Estoy seguro de que vas a salir de ahí. Acuérdate de una cosa: siempre que llueve, escampa.
Sus palabras me dieron ánimo y, sin poder pensar demasiado, empaqué mis cosas y me fui. Los pasajes tenían fecha para el 21 de septiembre, cinco días después de aquellas palabras en Valencia. Me esperarían casi tres años en Puerto Ayacucho, desde 1955 hasta 1958.
Una vez, la doctora guayanesa Decci Plaz me hizo una entrevista en su programa de radio “Confieso que he vivido” y ella, después de escuchar relatos de mi vida, me dijo: “Doctor Zamora, usted es un hombre con suerte”.
Y puede que tenga razón. Porque lo que pasó tras mi llegada a Puerto Ayacucho tiene mucho de buena fortuna.
A la ciudad, que para entonces tenía unos 5 mil habitantes, llegué a las 2:00 de la tarde de un jueves, en ese único vuelo de Aeropostal. El primero en recibirme fue el director general del Centro de Salud “José Gregorio Hernández”, quien me llevó directamente a la casa del gobernador, un médico llamado José Manuel Guzmán Guevara.
En medio de la conversación que entablamos en ese primer encuentro, me dijo:
—Le voy a hacer una pregunta: ese Montes de Oca de usted, ¿de dónde le sale?
—De mi madre —le respondí de inmediato—. Ella se llama Irma Montes de Oca Campos.
—Ah, entonces somos parientes —y en tono amable continuó—, pariente, no me venga a echar vainas aquí.
Mi abuelo era Lucas Montes de Oca Guzmán y mi bisabuelo era Pedro Montes de Oca, quien se casó con Josefa Guzmán. ¡Quién lo hubiera pensado! Resulta que hasta éramos familia. Entonces, una vez que se fraguó entre nosotros un ambiente de confianza, me contó que era cirujano y me dijo que si llegaba alguna vez a necesitar su ayuda, se ponía a la orden para que operáramos juntos.
La ayuda que me ofreció en ese primer encuentro la necesité más pronto de lo que seguramente imaginó, pues semanas después se presentó una emergencia, alrededor de las 3:00 de la mañana, cuando una mujer embarazada, cuya gestación ya había alcanzado los nueve meses, se tropezó contra el quicio de una puerta y se pegó tan fuerte en el abdomen, que le provocó un sangrado.
Al examinarla, diagnostiqué un desprendimiento de placenta. Si no se le operaba a tiempo, estaba en riesgo su vida y la del bebé.
Me encontré en medio de un gran dilema, pues yo era cirujano, pero no gineco—obstetra. Había ayudado a hacer cesáreas antes, pero nunca había realizado una por mi cuenta. Así que me dirigí al director del hospital y le propuse ir a la casa del gobernador para que nos ayudara en la operación, a lo que me respondió contrariado:
—¡Estás loco! ¡Es el gobernador!
—No, doctor. Mire, acuérdese que yo fui con usted y él se puso a la orden.
A pesar de sus dudas, lo convencí y nos dirigimos a la casa de Guzmán Guevara, a quien encontramos acostado en una hamaca, en pijamas.
Sin dudarlo ni un segundo, se cambió en un santiamén, como solo los médicos y los bomberos saben hacerlo, y me ayudó en la cesárea. La paciente se recuperó perfectamente, al igual que el bebé.
Una vez más, fui un hombre con suerte.
Mi incursión en la ginecobstetrícia terminó con ese curioso episodio que, aunque interesante, no se correspondía con lo que más me apasionaba. Lo que a mí me interesaba era la cirugía plástica.
A pesar de que en el país la cirugía plástica era todavía una rama incipiente de la medicina, en 1953 hubo un congreso de cirugía general, en Maracaibo, que me despertó el interés por esa especialidad. En el evento, un cirujano plástico expuso un trabajo sobre las cirugías en áreas afectadas por quemaduras que me resultó fascinante. A la vez, en ese mismo encuentro, en los estantes de libros a la venta, me tropecé con uno sobre cirugía estética de la nariz que atrapó mi atención. Era un libro en francés. Yo era un poco aficionado a ese idioma, tenía algunos conocimientos del bachillerato y había aprendido algo de un obrero de mi padre, el maestro Lyon, un francés evadido de la isla de Cayena. Así decidí comprar el libro y llevármelo.
Pero es un largo recorrido el que hay que hacer para que confluyan la curiosidad, la vocación y las destrezas.
Un día conocí a un obrero que trabajaba frente al centro de salud de Puerto Ayacucho, cuyo rostro sufría una afección congénita bastante común, conocida como labio leporino. La medicatura estaba en un cerrito y, abajo, en la calle, vi a este hombre con otros obreros en plena faena. Durante un rato me quedé observándolo, como repasando en mi cabeza las posibles incisiones, cortes y suturas que, según los libros que había estudiado, se aplicaban en esos casos.
En un par de minutos, resolví hacer algo por él.
—Mire, amigo, yo le puedo operar ese labio, y dejarlo muy bien.
Él aceptó, estudié su caso y lo operé.
Para ese entonces yo era cirujano general y nunca había hecho una operación como esa. Movido por la intriga, busqué varios textos, me empapé de la técnica y le practiqué una cirugía. El resultado fue bastante satisfactorio y aún lo fue más la respuesta del paciente. Desde entonces me tomó un gran cariño y, poco después, durante mi campaña como diputado al Congreso Nacional, fue el primero en ofrecerme su apoyo.
El Hospital “Ruiz y Páez” de Ciudad Bolívar fue mi escuela y mi segunda casa. En el tiempo que ejercí ahí, atendí muchos casos que marcaron mi carrera. La cirugía plástica tiene una labor social extraordinaria. Ayuda al individuo a sentirse mejor consigo mismo, a transformar aquello que le genera tristezas e inseguridades. Fue lo que logré con Mariana, una niña que creían que era varón, y con Efraín, un joven que se sentía prisionero en un cuerpo femenino. La Academia Nacional de Medicina consideró mi incorporación por el trabajo que presenté a propósito de la mastectomía masculinizante que le practiqué a él. Le quité los senos y con eso él comenzó a verse como el hombre que se sentía.
A los dos años de estar viviendo en Ciudad Bolívar, Juan Eleazar Figallo Espinal me invitó a Caracas para hacerme una propuesta. Él era cirujano plástico como yo, nos habíamos formado juntos en Argentina. Es el papá de Juan Eleazar Figallo, el periodista. Su propuesta era que me fuera a Caracas para dedicarnos juntos a la cirugía plástica privada. Yo lo pensé, pero terminé diciéndole que no.
—Pero, Zamorita, ¿cómo te vas a quedar en Ciudad Bolívar? ¡Ciudad Bolívar es monte y culebra! —me dijo.
En 2005, cuando me recibí como miembro de la Academia Nacional de Medicina, lo invité al acto y él fue. En el brindis se me acercó y se le salieron estas palabras:
—¡Zamorita, me jodiste! ¡Tú pudiste llegar a la academia!
Ese día, paseé por sus corredores. Vi las fotografías y bustos de los médicos, y me encontré con que su primer presidente, en 1904, fue el doctor Alfredo Machado, quien casualmente era de Ciudad Bolívar. Me propuse investigar sobre los académicos de Guayana y descubrí que, desde 1904 hasta nuestros días, han sido recibidos 15 médicos de este estado. Y de Monagas han sido recibido apenas dos: el doctor Manuel Núñez Tovar y yo. Y los dos somos de Caicara de Maturín.
En ese pueblo del estado Monagas donde nací y crecí, las figuras más importantes eran el cura, el jefe civil y el médico. Este último fue, precisamente, el primero en presagiar mi destino: aquel médico italiano que me atendió, por una fiebre palúdica que sufrí a los 9 años y a quien yo, siendo ese niño que conocía poquísimas cosas de la vida, veía con una mezcla de inquietud y admiración.
—Este catire sí es guapo. Va a ser médico —exclamó.
Y con esa sencilla frase me sentenció.
Este texto forma parte del libro Un hombre con suerte, producido por La vida de nos, bajo el servicio de producción de proyectos testimoniales.
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