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Con el cañón de una pistola en su boca

Ago 20, 2019

Desde el 7 de mayo, Mariela Magallanes, diputada de la Asamblea Nacional por el estado Aragua, vive bajo resguardo en la Embajada de Italia. Sobre ella pende la amenaza de ser encarcelada bajo la acusación de traición a la Patria. Desde entonces, para su esposo y sus hijos la cotidianidad es otra.

Fotografías: Gregoria Díaz / Álbum familiar

 

—Si mi mamá ve esto, le da un ataque —dice Alessandro mientras nos hace sortear el excremento que Hulk, un perro cachorro color gris ratón, de ojos azules y orejas anchas y largas, ha dejado a lo largo de un pasillo lateral.

En el corredor, que conduce al fondo de la casa, hay dos cornetas grandes atravesadas. En el patio están dos bancos de hierro enfrentados y corroídos por el sol, que sirven de antesala  a la cocina. Allí nos sentamos a conversar sobre la obligada ausencia de su madre, la diputada Mariela Magallanes.

Desde el 7 de mayo, Magallanes está refugiada en la embajada de Italia, resguardándose luego de que la amenazaran de prisión por supuesta traición a la patria. Desde entonces, Giancarlo Longini, su esposo, se ha encargado de cuidar a sus hijos Alessandro, quien recién cumplió 18 años, y María Inés, de 8.

En los comicios parlamentarios de diciembre de 2015, esta dirigente de La Causa R —partido miembro de la opositora Mesa de la Unidad Democrática— resultó electa diputada por el circuito 4 de Aragua, el cual comprende los cuatro municipios del sur del estado. Obtuvo 6 mil 618 votos más que su principal adversario, Elvis Amoroso, del Partido Socialista Unido de Venezuela, quien aspiraba a la reelección. El triunfo de Magallanes sorprendió al chavismo, que en ese estado se sentía imbatible.

María Inés entra corriendo a la cocina. Su padre viene con ella, nos da la bienvenida con un marcado acento italiano y le ordena a la pequeña que salude. Alessandro nos ofrece café, pero es Giancarlo quien enciende la llama y monta la cafetera con María Inés abrazada a sus piernas.

Giancarlo busca las tazas y el azúcar mientras comienza a formar parte de la conversación que sostendríamos solo con Alessandro.

El 21 de  febrero de 2019, Alessandro viajó con su madre en la caravana de diputados que partió de Caracas rumbo a Cúcuta, en la frontera con Colombia, para estar presente en el ingreso de ayuda humanitaria al país y en el concierto Venezuela Aid Live. Él solía ir a acompañarla en cabildos abiertos, asambleas ciudadanas y durante sus tareas parlamentarias en Aragua.Para esa actividad, sin embargo, ella le pidió que se quedara porque sabía que aquel trayecto podía ser riesgoso: eran muchos kilómetros y los cuerpos de seguridad y los llamados colectivos al servicio del régimen podían atacarlos en el camino.

—No quisiera que te fueras sola —le dijo, quizá tratando de demostrarle su madurez.

—Estarás conmigo, siempre a mi lado, pero si ocurre algo, no te metas  —accedió ella, ante la insistencia del hijo.

Apenas la caravana llegó al túnel de La Cabrera —límite entre los estados Aragua y Carabobo—, una alcabala de la Guardia Nacional impidió el paso: atravesaron camiones y lanzaron bombas lacrimógenas. Varios funcionarios intentaron agredir a la diputada Magallanes y Alessandro, olvidando la orden que ella le había dado, intervino.

—¡No quiero que la toques!

El incidente no llegó a mayores. Pero fue el primero de muchos obstáculos. Un viaje que normalmente toma unas 12 horas, sumó dos días. Dos días de peligro. Cuando la caravana llegó a Cojedes ya había oscurecido. En la carretera hacia San Carlos, en la que no suele haber alcabalas en la noche, unos guardias nacionales volvieron a bloquear el acceso. Eran las 10:00 de la noche y Mariela Magallanes, junto a otros de sus colegas, se bajó del autobús para tratar de mediar con los funcionarios, pero estos les lanzaron piedras y perdigones. Ya para entonces, muchos conductores se habían sumado a la caravana. Había muchos ciudadanos a las orillas de la carretera, expresándoles su apoyo a los parlamentarios. Quizá por esa presión, abrieron nuevamente el paso.

El recorrido llevaba 16 horas. Los diputados quedaron vencidos por el sueño. Alessandro también. Entonces se escuchó un estruendo que los despertó. Alessandro pensó que se trataba de una bomba. Pero lo que ocurrió fue que desde afuera lanzaron dos piedras hacia los asientos del copiloto y el chofer, quien con una maniobra logró que el bus siguiera andando.

El copiloto quedó en el piso, ensangrentado.

Alessandro piensa que ese fue el momento preciso en el que debieron regresar, pero se mantuvo la determinación de los diputados de llegar a Cúcuta. Incluyendo a su madre. Los siguientes kilómetros fueron más tranquilos. Más tranquilos aunque el hijo de la diputada Magallanes estaba próximo a descubrir qué se siente estar a punto de morir.

Eran cerca de las 9:30 de la noche cuando el autobús debió detenerse. Un camión atravesado en plena vía impedía su recorrido. Una voz intimidante volvió a despertar a Alessandro. Un hombre —encapuchado, armado, vestido de negro y con marcado acento andino— ingresó al autobús y preguntó a dónde se dirigían.

Con cautela, Alessandro se asomó por la ventana y vio a unos 15 sujetos con la misma indumentaria, quienes al poco tiempo también se subieron al vehículo y comenzaron a interrogar a los pasajeros. Preguntaban quiénes eran diputados.

Y preguntaron por el menor de edad que viajaba en la caravana.

Pela’o, dígame quién es diputado y quién no —gritó.

Alessandro hizo silencio, agachó la cabeza.

—Dígame, dígame, dígame quién es diputado y quién no —insistió, esta vez apuntándole a la cabeza con un arma.

En ese momento sintió que moriría. Pudo ver a su madre, de espaldas, unos asientos delante del suyo, y pensó que si tenía que morir por ella, lo haría.

Los encapuchados amenazaron con matar al portador de la primera credencial que encontraran.

Y esa fue la de Mariela Magallanes.

—¡Ay, Magallanes de Longoni!.. Esta fue la que nos mandaron a buscar. Bájenla del autobús —ordenó el hombre.

La diputada, junto a los dos choferes y un periodista, fue obligada a tirarse en el piso, boca arriba, con el cañón de una pistola en su boca. 

Después se escucharon cuatro disparos.

—Mataron a mi mamá. ¿Qué hago? —pensó Alessandro dentro del autobús—. ¿Cómo le aviso a mi papá?

Los hombres ingresaron al autobús una vez más y despojaron a los pasajeros de sus pertenencias y siguieron amenazándolos de muerte. Cuando se bajaron del bus, al cabo de unas cuatro horas, Magallanes volvió a entrar, acompañada del periodista y los choferes.

Y Alessandro respiró profundo.

Mientras tanto, cuando retomaron la marcha, un desconocido llamó a Giancarlo, a Maracay, para avisarle que ellos estaban bien, aunque los habían robado. Nunca supieron de quién se trató. Él, que siempre había mantenido comunicación con ellos, se angustió. Solo tendría certeza de que estaban bien cuando su esposa y su hijo regresaran a casa.

Fue lo que hicieron. Luego de dormir unas horas en un pequeño hotel en San Cristóbal, después del accidentado viaje, la parlamentaria tomó la decisión de no continuar a Cúcuta.

Volvieron a Maracay.

—Estoy seguro de que nos devolvimos por mí —asegura ahora Alessandro.

Pero poco después la familia volvería a estar en riesgo.

 

La mañana del 30 de abril de 2019, en el distribuidor Altamira de Caracas, el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, despertó al país junto al líder de Voluntad Popular, Leopoldo López, llamando a la ciudadanía a las calles. Aupaban un levantamiento cívico militar. Poco a poco se fueron sumando voces y figuras. Pocas. Y allí estuvo la diputada Mariela Magallanes. Pero el llamado a la rebelión ciudadana no tuvo eco y el régimen se encargaría de perseguir a quienes se atrevieron a respaldarla.

Una semana después, por ser esposa de un ciudadano italiano, Magallanes solicitó resguardarse en la Embajada de Italia. Y esa misma noche, Giancarlo y sus dos hijos salieron de casa. Era probable que grupos paramilitares o fuerzas de seguridad del Estado fueran a allanarles la vivienda y preferían no estar ahí.

—Pero al tercer día decidí regresar —recuerda Giancarlo—. No tengo por qué esconderme. Pero mis hijos permanecieron protegidos en otro lugar por varios días más.

En  medio de toda esa turbulencia familiar, el 7 de mayo Alessandro asistió a su última clase de 5to año de bachillerato. Y el último timbre del colegio pareció acentuar la tempestad que estaba atravesando.

—Lloré mucho. Ninguno de mis papás pudo estar. Mi papá tuvo que gestionar unos trámites necesarios para la familia, y mi mamá… ya sabes.

Alessandro decide fumar y salimos al patio. Se escucha un programa infantil que está viendo María Inés, mientras su papá, que acaba de regresar a la sala, recibe una visita. Las grandes cornetas permanecen atravesadas desde hace más de un mes, exactamente desde el 8 de mayo, cuando Alessandro festejó su mayoría de edad con los pocos amigos que le quedan. Su madre le pidió que celebrara, pese a su ausencia.

Inhala fuerte el cigarrillo y en esa bocanada contiene el llanto.

—Aunque ya no lloro tanto, todos los días me pregunto cómo salgo de este hueco, sin ánimo, sin poder hacer nada por mi mamá. Soy yo quien debe darle fuerzas a ella. 

Giancarlo sigue ocupándose de lavar, planchar, cocinar y hacer el mercado que cada sábado debe llevarle a su esposa. Es el único día de visita para la familia. Al despedirse, lo hacen a través de una rejilla. Alessandro le pide a María Inés que intente no llorar para no angustiar más a su mamá. La niña se muerde los labios. Pero es él quien termina llorando.

Todo ha cambiado en las rutinas de esta familia. La sombra de la persecución viaja en una camioneta beige que de vez en cuando se estaciona frente a la casa, acechante. Aun así Giancarlo debe salir a trabajar, porque el dinero escasea y las responsabilidades han aumentado.

María Inés ya no pregunta cuándo regresará su mamá. No hizo falta que le explicaran su ausencia tan abrupta. Entendió que los jueves ya no saldrán a buscar a Mariela en la encrucijada de Turmero —un famoso distribuidor vial que conecta a Maracay—, donde otro parlamentario del estado la dejaba luego de las sesiones legislativas en Caracas.

En la sala, donde la niña sigue distraída con un programa infantil, está colgado un traje de princesa, listo para usarlo en su acto de fin de curso, al que tampoco asistirá su mamá.

Alessandro enciende otro cigarrillo y por minutos se queda pensativo, sentado en uno de esos bancos de hierro. Luego me acompaña por el largo pasillo lateral que atraviesa la casa, rumbo a la puerta de salida. Su padre, sin camisa y con las manos llenas de tierra, limpia la hierba que ha crecido en el jardín.

El excremento de Hulk sigue allí.

 


Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.

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No me imagino ejerciendo otro oficio. Menos mal que soy periodista. Corresponsal de Crónica Uno y del Instituto Prensa y Sociedad, en Aragua. Defensora activa de derechos humanos.

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