Como quien ya se acostumbró a ese silencio
El lunes 18 de febrero de 2019, tres semanas antes de que el 7 de marzo un corte eléctrico dejara a casi todo el país a oscuras, en Caimancito, un poblado en el noreste del estado Sucre, ya vivían un largo apagón que, desde entonces, solo ha cesado en momentos puntuales. Mérida, de 50 años, vive allí y esta es la historia de cómo ha sobrevivido tanto tiempo sin luz.
Fotografías: Ariana Ágreda
De pronto algo cambió. Fue como si el mundo entero se hubiese quedado en silencio. Y quieto, muy quieto. Era la noche del lunes 18 de febrero de 2019 y Mérida Martínez se disponía a descansar después de un día largo de labores del hogar. Apagó la luz de la sala y se acostó junto a Carlos, su esposo. Minutos después, cuando estaba a punto de dormirse, la mujer recordó que había olvidado el vaso con agua que acostumbra a tener cerca, para beber sorbos en la madrugada cuando se despierta sedienta. Se levantó a buscarlo, pero no llegó a la nevera. A medio camino le pareció sentir un mareo. Uno más de los tantos que la hipertensión que padece le provoca con frecuencia. Todo a su alrededor se le puso negro.
Pero en instantes entendió que se trataba de otra cosa: la oscuridad que la envolvió era porque se había ido la luz.
Como los ventiladores dejaron de funcionar, nubes de mosquitos y zancudos pronto comenzaron a revolotear a sus anchas. Mérida no pudo conciliar el sueño; pasó la noche espantándoles la plaga a sus nietos, que seguían profundamente dormidos. No quería que nada los perturbara. Pensaba que en cuestión de horas se restablecería el servicio eléctrico.
Caimancito forma parte de la parroquia Chacopata, comunidad perteneciente al municipio Cruz Salmerón Acosta, una península ubicada al noroeste del estado Sucre. En la costa Caribe, ese es un rincón árido, de muchas playas y salinas. En otros tiempos, dada la exuberante belleza de los paisajes, Caimancito era muy frecuentado por turistas. Allí vive Mérida junto a su esposo, dos de sus hijas, sus parejas e hijos.
Al amanecer del 19 de febrero todavía no había luz. Todos salieron a la calle y se enteraron de la noticia que ya corría de boca en boca en el pueblo: la causa del apagón era que unos transformadores de la subestación Chacopata II, que surtían de energía a esa zona, habían explotado.
“¿Cuándo va a volver la luz?”, se preguntaba Mérida al borde de la angustia. Siguió consumida en la incertidumbre. Las horas transcurrían muy despacio. En la nevera de la casa había pescado, unas pocas verduras y poco más. “Se va a dañar la comida”, pensaba sin encontrar cómo evitar que sucediera.
Volvió a hacerse de noche y la oscuridad fue honda y severa. El mismo silencio denso seguía instalado en ese pedazo de tierra frente al mar.
Ya había pasado un día sin luz.
Apenas uno de muchos más.
A los cinco días, en el pueblo se hizo una primera reunión, organizada por las comunidades afectadas por el apagón. Los vecinos esperaban que asistiera el alcalde del municipio, pero nunca llegó. “Esto va pa’ largo”, pensó Mérida. Y tenía razón.
Cuando la tarde del 7 de marzo de 2019 se fue la luz en casi toda Venezuela, lo cual dejó al país incomunicado y sin agua, en Caimancito ni se enteraron: allí llevaban tres semanas y tres días desconectados del mundo. Ese lado de la península se había convertido en una isla. En una isla apagada. Oscura como un túnel.
En Caimancito las calles no están asfaltadas, son todavía de arena. Sus casi 4 mil 500 habitantes residen en casas recientemente remozadas por la Misión Vivienda. Las pintaron de morado, verde manzana o naranja. Pero el salitre las ha deteriorado. Dentro, hay neveras oxidadas, muebles desgastados y paredes húmedas corroídas.
En esos días sin luz, Mérida, de 50 años, comenzó a fabricar mechuzos —lámparas artesanales en envases de vidrio con gasoil y tela vieja— para tratar de alumbrar un poco sus noches. El humo de esas llamas les provocó a todos en la casa dificultades respiratorias. Desde entonces, los niños han tenido asma y no han podido atenderlos en los centros ambulatorios del pueblo por falta de insumos, así que han tenido que improvisar remedios caseros a base de hierbas y vegetales.
La falta de electricidad complicaba cada vez más los días de Mérida, quien ya lidiaba con la escasez de alimentos en Caimancito. Antes del apagón se las tenía que arreglar para darle de comer a las ocho personas que viven con ella bajo ese techo. Frente a un mar generoso, muchas veces lograban resolver las comidas con pescado, pero sin luz, ¿cómo podían refrigerarlo? ¿Cómo hacía para que no se dañara? No dejaba de hacerse esas preguntas.
Más cansada que molesta, en algún momento recordó que sus abuelos paternos, en los años 70, utilizaban una fórmula muy particular para mantener alimentos conservados fuera de las neveras, aun cuando las temperaturas sobrepasaran los 39 grados centígrados: salaban la comida.
“Esa es la solución”, se dijo Mérida al recordarlo. Hipertensa como era, debía abstenerse de consumir sal. No debía infringir esa indicación médica. No tenía dinero para comprar sus medicamentos antihipertensivos, y solo atendía su condición de salud comiendo dientes de ajo. Ingerir sal, ella lo sabía, la pondría en riesgo. Aun así, atormentada con la idea de que se le iban a podrir las sardinas —la única proteína que tenía a su alcance— decidió cubrirlas con gruesas capas de sal. Ya nada importaba. De hambre no se moriría.
Desde que comenzó a implementar esa práctica, sus mareos se hicieron más frecuentes, le duele más la cabeza.
En mayo, luego de casi tres meses continuos sin luz, llegó a Caimancito una planta eléctrica que sería, según dijo el alcalde, una solución provisional. Apenas la encendieron, Mérida corrió a congelar helados de frutas y a preparar dulces artesanales. Tenía la idea de vender esos productos para redondear las cuentas en la casa. Pero apenas 24 horas después, la luz volvió irse: la planta eléctrica dejó de funcionar y de nuevo retornó la zozobra a la comunidad.
Esa vez, Mérida no pudo contener sus lágrimas: lloraba, lloraba mucho. Se sentía burlada y temía permanecer mucho tiempo otra vez sin el servicio. La luz regresó a Caimancito a los tres días, y con ella la aplicación de un racionamiento eléctrico, que no fue discutido con los vecinos. Durante 5 días el servicio estuvo funcionando de 8:00 de la noche a la 1:00 de la madrugada. Solo tres veces a la semana. Así las cosas, Mérida debía esperar la noche para lavar y hacer los quehaceres del hogar. Cuando había luz, llegaba también un poco de agua.
En el pueblo se dicen muchas cosas. Comentan que, aprovechando la falta de luz, unos delincuentes se han metido a robar en casas, dejándolas desvalijadas. Cargan con artículos en desuso por la ausencia del fluido eléctrico. Eso llegó a oídos de Mérida. Y de inmediato organizó a su familia: comenzaron a turnarse haciendo vigilias durante la madrugada para cuidar sus bienes. Así fue que bajaron la cablería de los postes de la entrada de la casa, sacaron las tuberías de agua, guardaron los bombillos y para la nevera también hubo espacio dentro del cuarto de Mérida.
Poco a poco, ellos mismos han ido desvalijando la casa. Desprendiéndole todo lo que no tiene sentido que tenga. Porque Mérida está convencida de que ya la luz no volverá. Lo dice como una certeza, como quien ya se acostumbró a ese silencio que se esparce en los pasillos y habitaciones de la casa.
—Nos olvidaron, esto no es un olvido de Dios porque yo soy creyente en él, esto es un olvido de las personas a quien brindamos nuestros votos —dice.
Tantas noches de desvelo han hecho de ella una mujer cansada, cuya sonrisa se ha ido desdibujando.
Mérida no sabe leer ni escribir y cree que eso la condena a permanecer en Caimancito. Se alegra por los muchos que han migrado del pueblo —y del país— porque no están viviendo esa oscuridad en la que está sumergida. Piensa en sus nietos y vuelve a decir que no huirá nunca, que morirá en la península que la vio crecer. En su pueblo. En sus calles.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.
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Ariana Ágreda
Soy periodista, activista y defensora de los Derechos Humanos. Insistente en la necesidad de dejar documentado todo lo que sucede en Venezuela. En este espacio, un poco de la vulnerabilidad en la que se encuentra mi estado Sucre.
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