Aunque a veces el sol no pueda brillar
Mibsams Guevara perdió la vista desde muy pequeña. Estudió Educación Especial para enseñar a niños y jóvenes ciegos como ella. Y no deja de hacerlo, aunque a veces pareciera que tiene todo en contra. Adrián Malagón, que es su amigo y fue su estudiante, cuenta su historia.
Ilustraciones: Carlos Machado
Mibsams Guevara tuvo que enfrentar en su infancia los problemas de estudiar bajo un sistema que no era apto para atender a personas ciegas como ella. Varios maestros pensaban que, dada su condición, nunca se graduaría en ninguna carrera. Muchos, incluso, le insistían en que ni siquiera culminaría la escuela. Aunque no olvida aquellos días, no vive atrapada en ese recuerdo: más bien vive para evitar que otros niños padezcan lo que ella sufrió.
Porque Mibsams se convirtió en docente. Trabaja en el Centro de Atención Integral para Ciegos y Deficientes Visuales Caroní (Caidv Caroní), que atiende desde hace más de 30 años a niños, jóvenes y adultos ciegos y de baja visión en San Félix, ciudad del estado Bolívar, en el sur de Venezuela. La misión de este centro es formar a esta población para su inserción en el sistema educativo y laboral. Les brindan apoyo mientras trabajan o siguen sus estudios en el sistema regular.
Mibsams Guevara es mi amiga desde hace mucho tiempo. La conocí en el Caidv. Tengo ceguera total desde los dos años. Un retinoblastoma obligó a que los médicos, en la ciudad de Toronto, Canadá, me amputaran ambos ojos y me pusieran un par de prótesis. Por tratarse de un cáncer, y debido a su complejidad, fue una decisión familiar que se debatió entre “la vista o la vida”. Pero todo salió bien.
Al retornar a Venezuela, fui integrado a un preescolar de niños regulares. Y a los 5, me integré al Caidv. Recuerdo que había un ventilador que hacía más ruido que lo que refrescaba, y una mesa pequeña y una grande. El hecho de interactuar con otras personas ciegas me hizo entender que todo era posible. Por ejemplo, supe de Gregorio Hernández, “Gollo”, también ciego y docente. Saber que alguien como yo podía llegar a ser profesor me resultó fascinante.
Y también conocí a Mibsams. “Deja de dar vueltas por ahí, niño, te vas a marear”, me dijo en uno de nuestros primeros intercambios. Yo tenía seis años y era del grupo que llamaban “niños en desarrollo”; mientras que ella tenía 18 y estaba por comenzar la universidad. Conversamos varias veces. Me caía bien.
Más adelante, en 2011, Mibsams, a sus 25 años, debutó oficialmente como docente en la institución. La misma institución que tanto la apoyó. Ella estaba feliz. Era una felicidad precedida de una amarga historia.
Nació el 19 de octubre de 1984 con solo seis meses de gestación. Era tan prematura que los médicos le daban poca esperanza de sobrevivir. Le brindaban los cuidados especiales que requería, pero no daba señales de que fuera a pasar de las primeras horas. Su papá le hizo promesas a Dios, le rogó que la salvara. Y así fue: poco a poco, la pequeña mejoró.
Al poco tiempo sus padres notaron que algo andaba mal y la llevaron al médico. Exámenes confirmaron que había sufrido un desprendimiento de retina que le afectó severamente la visión. El pronóstico era el peor: nunca podría ver. A los seis años, sin embargo, les dieron la opción de una operación que le devolvería la vista. Pero la intervención no resolvió el problema.
Los padres no imaginaban cómo sería su futuro. Se preguntaban cómo se iba a defender, cómo iba a estudiar. Decidieron que iría a la escuela con su hermana, un año menor que ella, quien la acompañaría siempre, especialmente al momento del recreo. Fue entonces cuando tomó conciencia de que era diferente. “Que no veía la luz del sol”, como escribió alguna vez. Fue muy duro para ella. Se dio cuenta de que quienes la rodeaban murmuraban a su lado y no se le acercaban.
Ella no hablaba con nadie, se refugiaba en los estudios y fue avanzando. Una vez, en cuarto año, una profesora le dijo: “Lo siento por tus esfuerzos, pero vas a reprobar el año”.
Aquellas palabras le resultaron muy crueles. Solo quería llorar. Hasta que se le acercó otra persona, alguien a quien sintió como un ángel, y le tendió la mano.
—No temas, mi princesa, que todo se va a arreglar. Recuerda que tú eres brillante, que eres mi estrella y mi felicidad —le dijo la docente Silvana Tabback, una de las fundadoras del Caidv, a donde asistía paralelamente para formarse.
Solo entonces sintió calma. “Que pase lo que tenga que pasar”, se dijo para sí misma y retomó su esfuerzo por graduarse. Y lo hizo, primero como Técnico Medio en Administración y luego como Técnico Superior en Educación Especial.
Así llegó al Caidv a ejercer su profesión.
Ya había hecho un par de pasantías unos meses atrás, apoyando en las clases de braille, método de escritura y lectura mediante puntos en relieve. En varias oportunidades me tocó recibir lecciones con ella y siempre admiré su paciencia y dedicación.
Al principio, fue algo extraño que mi amiga de tantos años fuera quien estuviera dándome clases. “No me acostumbro a que seas mi profe”, le dije una vez. “Soy la misma de siempre, tu amiga; ya salimos del salón”, me respondió riéndose.
Desde su primer día, Mibsams demostró pasión en el aula. Era muy dedicada y paciente: explicaba, atendía consultas, llamaba a los representantes cuando se trataba de los más pequeños, con quienes tenía una afinidad especial. Su figura enérgica imponía respeto y admiración. Lo disfrutaba tanto que cuando estaba de vacaciones siempre me decía que ya quería volver.
Pero toda la felicidad inicial se vería interrumpida un año después, en 2012, cuando el Ministerio del Poder Popular para la Educación, bajo la administración de Maryan Hanson, impuso una reforma de la Educación Especial que suprimió los centros de asistencia para personas con discapacidad y los transformó en Escuelas Bolivarianas. El Caidv tuvo que desalojar su matrícula casi entera para sumar a niños “con compromisos asociados”. Es decir, estudiantes con otras condiciones.
Yo fui uno de los desalojados. Otros fueron incorporados a escuelas y liceos regulares, pero sin apoyo de una institución que les brindara el adiestramiento necesario. Y muchos, al no estar inscritos en alguna escuela, debieron quedarse en sus casas.
Para aquel momento, un grupo de alumnos pioneros del Caidv crearon la fundación Matices, para continuar el trabajo de la institución: les hacían seguimiento a alumnos integrados y buscaban opciones para su inserción laboral y académica. Además, brindaban cursos gratuitos a personas con discapacidad visual en áreas como la tecnología y la cocina.
Y ahí estaba Mibsams. Siendo ciega, tuvo que darles clases a niños con autismo y otras condiciones. Eran, además, niños que veían. Tuvo que ingeniárselas para salir adelante en una situación en la que el ambiente se tornaba cada vez más tenso. Trastocados por un cambio profundo, muchos de los docentes no sabían cómo hacer con los nuevos casos.
El Caidv había dedicado todos sus años a orientar a personas ciegas. Ahora la realidad era diferente, y los profesores habían recibido muy poca preparación para el cambio repentino. Recuerdo que, por esos días, en el grupo musical lanzamos el aguinaldo de protesta “La parranda de la esperanza”. Una de las estrofas rezaba: “Venimos cantando / para no llorar / porque no contamos / con centro integral”. La pieza la compuso el profesor Gollo y sonó en el canal regional TV Guayana, desde noviembre de 2013 hasta febrero de 2014.
Mibsams, como muchos maestros que no sabían qué hacer, estuvo a punto de renunciar varias veces. Pero me decía que continuaba por sus ganas de enseñar y su amor por los niños.
La presión de las personas con discapacidad y del gremio de educación especial no cesó y al final tuvo resultados: al cabo de dos años, el Ejecutivo se vio en la obligación de revertir la reforma. En septiembre de 2014, el ministerio informó que todas las instituciones de educación especial en el país podían volver a funcionar como antes. Nunca hubo explicaciones, ni una declaración oficial de ningún vocero del Ejecutivo nacional.
Una vez que las cosas volvieron a su dinámica habitual, Mibsams quedó a cargo del grupo de niños en desarrollo. Desde entonces, suele ir a los colegios donde continúan con su formación para ver cómo se van desenvolviendo. Conversa con los representantes, busca las maneras de que los niños tengan herramientas —regletas, punzones o cajas aritméticas— que escasean en el país y son necesarias para la formación de una persona con discapacidad visual.
Un día me pidió una regleta porque una de sus alumnas de siete años en aquel momento no contaba con una y se la entregué sin dudar. “Siempre me preocupo porque los niños vayan, porque reciban atención, para que puedan defenderse en los colegios”, me dijo. Esa preocupación no es solo por sus alumnos. A mí, que estoy en Chile, aún me llama para preguntarme: “¿Cómo vas? ¿Necesitas alguna cosa?”. Claro, otras veces me llama solo para bromear.
Buena parte de la familia de Mibsams se ha ido del país. Pero ella se niega a migrar. Dice que no se ve lejos de su institución, que no se ve sin sus niños. Además, sabe que el hecho de ser una migrante con discapacidad podría implicar dificultades con las que prefiere no lidiar por el momento.
A lo que sí le hace frente es a las precarias condiciones del centro. Muchos docentes se han ido. En 2018, unos malandros se llevaron aires acondicionados, el filtro de agua, materiales didácticos y hasta instrumentos musicales. Luego, la gobernación del estado Bolívar, a cargo del general Justo Noguera, les retuvo el autobús, que usaban para llevar y traer a los más de 80 estudiantes. Por eso hace casi un año que la institución no cuenta con transporte, lo que ha impactado en la asistencia. Y en la cotidianidad de Mibsams que, a sus casi 36 años, tiene que hacer maromas para llegar al trabajo, porque el transporte suele fallar.
Dicta sus clases en un salón donde el calor y los insectos abundan. Atiende consultas de los alumnos, habla con los padres de los niños y sale a hacerles seguimiento en los colegios. A veces llega muy tarde a su hogar, para planificar el día siguiente. Parece no descansar. Admiro esa capacidad que tiene para sacar lo mejor de sí en momentos tan duros. Siempre recuerdo que en un poema autobiográfico que escribió, apuntó: “A veces el ser humano es tan indiferente que no comprende lo que significa tener una discapacidad. Por ello nuestra misión es volar y llegar lejos. Aunque en ocasiones el sol no pueda brillar”.
Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.
4480 Lecturas
Adrián Malagón
Soy periodista y vivo en Santiago de Chile. Mi discapacidad visual no es impedimento para apreciar los sabores y sinsabores del mundo. Amo la escritura, el fútbol, la música y contar historias que puedan inspirar. #SemilleroDeNarradores
Un Comentario sobre;