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Armando fue encontrando la clave para preparar la receta

Oct 30, 2020

Como quien saca su mejor carta para hacer una jugada maestra, el venezolano Armando Mundaraín apeló a los sabores que lo conectan con su tierra —asado negro, plátanos maduros, chips de yuca y guasacaca— para sorprender a los jueces de El Chef. Quería competir en el concurso de cocina húngaro y a la vez demostrar lo mucho que había crecido estando tan lejos de casa.

Fotografías: Álbum Familiar

 

Las cámaras enfocaban a Armando Mundaraín. Las luces del estudio de televisión le encandilaban un poco la vista. Hacía frío, pero él sentía gotas de sudor deslizándose desde su frente. En ese escenario, Armando acababa de afanarse en la cocina. Fueron unos minutos vertiginosos en los que siempre mantuvo la concentración, porque sabía que era un momento decisivo: si a los jueces les gustaba su preparación, lo admitirían en El Chef, la célebre competencia culinaria de Hungría en la que soñaba participar.

Ese 3 de agosto de 2020 preparó asado negro, plátanos maduros con clavitos de olor, chips de yuca y guasacaca. Al terminar, tomó el platillo todavía humeante y, cuando avanzó hacia la mesa donde el jurado aguardaba para probarlo, percibió los aromas dulces del papelón y de la carne de res: se sintió satisfecho con el resultado.

Los jueces, tres chefs con estrellas Michelin, escrutaron el plato cuando lo tuvieron enfrente. Parecían extrañados. Si bien para ellos un pedazo de carne de res no era algo desconocido, el conjunto de los ingredientes sí: miraban y olían lo que estaba en el plato, pero no terminaban de probar. 

En ese momento las puertas del estudio se abrieron.

Las cámaras enfocaron a una persona que estaba entrando.

Armando no entendía qué pasaba.

Hasta que dirigió su mirada hacia la puerta y vio de quién se trataba: era Alicia, su mamá.

¿Qué hacía ella ahí?, se preguntaba, exaltado, sorprendido, feliz.

Habían pasado seis años desde la última vez que se vieron. Madre e hijo se abrazaron y lloraron frente a las cámaras.

Ella probaría el plato.

Antes de cortar un trozo de carne, Alicia contempló la elegante presentación y se sintió orgullosa de su muchacho. ¡Cuánto había crecido su Armandito en estos años! Estaba un poco incrédula. Durante los 17 años que vivió con ella en Venezuela, nunca preparó nada muy elaborado. Un arroz blanco, acaso una parrilla, y nada más. ¿Cómo es que ahora hacía un asado negro? Ella sabía, porque nunca habían dejado de tener comunicación, que él llevaba tiempo profesionalizándose en la cocina. Pero ahora, frente a frente, casi que no podía reconocer a este hombre que era capaz de preparar la receta que tantas veces ella le sirvió en casa.

—Tienen que darle una oportunidad… —se atrevió a pedirle al jurado apenas probó la carne.  

Los jueces, conmovidos por lo que acababa de ocurrir en el escenario, comenzaron a degustar. Se sorprendieron por la mezcla de sabores y, con gestos de aprobación, le entregaron a Armando un delantal azul: había logrado un lugar en El Chef.

Eso sí, le advirtieron que durante la competencia querían ver platos europeos entre sus preparaciones.

  

Nacido en Caracas, Armando creció entre Guarenas y Guatire, dos ciudades dormitorios ubicadas en el estado Miranda, a unos 40 kilómetros de la capital. De lunes a viernes estaba en Las Rosas, en Guatire, junto a su madre; y los fines de semana con su padre en Nueva Casarapa, Guarenas. Siempre fue así, porque apenas el niño nació, el productor de cine y la trabajadora social se separaron.

Su infancia transcurrió entre tardes de fútbol, paseos por la ciudad y paisajes naturales, porque su papá había creado un grupo de boys scouts, y él solía acompañarlo a las actividades que organizaba. A los 18 años, apenas terminó el liceo, se inscribió en un programa de intercambio para irse a cursar un año más de bachillerato en Hungría. Escogió ese país porque era el único donde lo admitían con esa edad.

Allí pasó un año y luego regresó a Venezuela. Hungría le encantó y por eso no pensaba en otra cosa que volver a vivir allí. Para lograrlo, debía reunir el dinero, y con esa idea se inscribió en un curso de bartender, del cual egresó con las mejores calificaciones: como era talentoso, casi de inmediato logró un puesto para trabajar en el restaurante Hache Bistro, en Caracas.

Allí, si Armando no estaba en la barra, era porque andaba metido en la cocina. Le atraía el ritmo de los fogones: cocineros corriendo de un lado al otro con platos y bandejas; cocineros cortando con agilidad tomates, cebollas, pescados; el chisporrotear de los alimentos sobre los sartenes.

“¿Puedo probar?”, “¿y eso cómo se hace?”, “¿qué es lo que estás cocinando?”, “¿a qué sabe?”, preguntaba Armando, curioso, cada vez que podía.

Uno de esos días un chef le pidió que dejara de solo mirar: sus manos hacían falta.

 —¡Estamos abollados, Armando!, ¿quieres ayudarnos?

Respondió que sí. Lo que necesitaban era que hiciera la comida del personal. A Armando le bastó ver los ojos del chef cuando se llevó una cucharada a la boca para saber que el resultado no era bueno: el arroz estaba tan salado que nadie podía comerlo.

“Aprende a cocinar, Armando; que los hombres guapos cocinan”, le había dicho su padre más de una vez mientras disfrutaban de tardes de parrilla, con merengues ochenteros de fondo. Él solía responderle con un gesto de fastidio. Pero ahora, a pesar de que el arroz le había quedado mal, recordaba aquel consejo y reconocía que la cocina era un mundo complejo que quería seguir explorando. Le parecía fascinante.

Un día en el Hache Bistro, Armando estaba preparándole unos cocteles a una pareja de ancianos que solía visitar el local. Entonces uno de ellos le hizo una propuesta:

—Armando, hemos estado viendo tu trabajo. Lo bien que lo haces y notamos las ganas que tienes de crecer. Eso nos gusta. Hemos pensado en darte una beca.

Le explicaron que tenían una fundación que ayudaba a jóvenes talentos a estudiar en el extranjero. Armando estaba atónito. ¿Cómo era eso posible? Era una de esas oportunidades que parecen caídas del cielo. Sin pensarlo demasiado, muy emocionado y todavía un poco incrédulo, les dijo a los señores que aceptaría. Que él anhelaba regresar a Hungría, de donde había vuelto apenas nueve meses antes. Que dominaba el idioma y por tanto sabía que le podía ir muy bien.

Ya que había descubierto su gusto por la cocina estando en ese restaurant, escogió estudiar economía mención gerencia de hoteles y restaurantes. En 2013, a los 20 años, Armando llegó de nuevo a Hungría. La carrera exigía que los estudiantes hicieran pasantías. Por eso, cuando se enteró de que el restaurante Costes —el primero de Hungría en recibir una estrella Michelin— buscaba un pasante, optó por el puesto.

Lo aceptaron.

El restaurante era grande, con luces siempre bajas y decorado con esmero. Los primeros tres meses, Armando dio lecciones de inglés a los cocineros, mientras ellos le enseñaban a cocinar. Ahí estaba Eszter Palgyi, la chef ejecutiva. Era la primera mujer húngara en ganar una estrella Michelin. Fue ella quien se convirtió en su maestra y le dio la oportunidad de cocinar: le tocaba preparar la comida del personal, que debía quedar tan bien como la que les servían a los comensales.

El joven ya no era un pasante, sino que oficialmente se había convertido en cocinero del restaurante. Armando era disciplinado. Al calor del fuego con el que preparaba salsas y carnes y salteaba vegetales, mientras probaba ingredientes y mezclaba sabores y texturas, trataba de hacer las cosas bien para no defraudar la confianza de Eszter.

Así, poco a poco, en jornadas largas y laboriosas, fue quedando atrás el adolescente que apenas se acercaba a la cocina y que no sabía qué hacer con su futuro.

Fue por esos días en el Costes cuando Armando comenzó a soñar con participar en El Chef. Muchas veces quiso intentarlo, pero siempre andaba de viaje, o con mucho trabajo o estudiando, y por eso desistía. Hasta que finalmente se decidió: un día de julio de 2020 alzó el teléfono y le marcó al productor del programa y le dijo que quería optar por un puesto en la competencia. Del otro lado de la línea escuchó un sí. Armando comenzó a pensar qué podía preparar para esa suerte de audición. Y fue cuando se dijo que un asado negro era su mejor carta de presentación.

Ya dentro del reality, los días de Armando comenzaban muy temprano. Se trasladaba a los estudios de grabación, un escenario con cocinas impecables. Allí desayunaba con sus compañeros y se tomaba un café que lo terminaba de despertar.

Armando recordaba la advertencia de los chefs cuando le dieron la bienvenida: tenía que atreverse a cocinar platos húngaros, europeos. Era algo que no lo amilanaba, porque él había trabajado en restaurantes locales y estaba familiarizado con los sabores, con esa comida caliente y grasosa que cuenta la historia de un país donde el invierno es cruel. Una comida en la que se mezclan los tiempos de la ocupación otomana y los días de comunismo.

Poco a poco las caras de las amistades hechas en el set iban saliendo de la competencia. Las grabaciones en medio de la pandemia de covid-19 eran extenuantes. La producción tuvo que adaptarse a las condiciones inéditas de esta circunstancia. Había días en los que, a medianoche, Armando tenía que responder preguntas tras bastidores. Podían preguntarle cosas sobre otros compañeros. Pero Armando disfrutaba el proceso. En varias ocasiones recibió elogios de los jueces.

 

Y fue así que el 18 de septiembre de 2020, tras mes y medio de días en los que podía pasar hasta 18 horas en los estudios, ahí estaba Armando en la gran final, cocinando tres platos con los que aspiraba convertirse en El Chef y hacerse con el premio de 10 millones de florines húngaros, equivalentes a 35 mil dólares.

El menú era suculento: un dashi de hongos con codorniz, en dos formas —a la plancha y como un tartar— acompañado con chips de jamón serrano. Un ciervo bañado en salsa de oporto y chocolate oscuro, con texturas de zanahoria. Una panna cotta de romero. Un mousse de chocolate. Coulis de parchita, junto a una crema de semillas de amapola y un crocante con mixturas de semillas y fresas, elaborado en forma de cuernos de ciervo.

Era una propuesta arriesgada e innovadora. Pero se sentía confiado. Sereno. Lo estaba disfrutando, como lo hacían los millones de húngaros que sintonizaban El Chef cada viernes, cuando se transmitía el programa.

Él y su contrincante estaban sentados en una larga mesa de banquetes. Armando en un extremo y su compañero en el otro. A cada lado, los seis miembros del jurado se tomaron el tiempo para probar cada plato.

Y llegó el momento del veredicto. La madre de Armando —que se había quedado para acompañarlo y apoyarlo ese día— estaba detrás de cámaras. Desde el escenario, él podía intercambiar sonrisas y miradas con ella. Se notaba que estaba orgullosa de verlo ahí.

—Y el ganador de El Chef 2020 es… —el conductor hizo una pausa para imprimirle dramatismo y suspenso al momento— ¡Armando! —gritó eufórico.

Una lluvia de confetis dorados empezó a caer de lo alto y Armando recibió el trofeo: ¡lo había logrado!

En aquel momento comenzó a recordar todas las cosas por las que había pasado en los últimos años. Dejar su casa, migrar, haber sido bartender, recepcionista de hotel, actor, modelo y cocinero. Pensó que había sido como si la vida le hubiese ido presentando los ingredientes y él había ido encontrando la clave para ir preparando la receta para convertirse en El Chef de Hungría.

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