Ahora puede ver el bosque desde las alturas
Eyra Cabanzo acababa de dar a luz cuando comenzó a trabajar como auxiliar en la embotelladora de refrescos que luego sería Coca-Cola FEMSA. Pensaba estar en la empresa uno o dos años, para luego explorar otros caminos. Pero allí se sintió a gusto y nunca se fue: han pasado tres décadas y, después de ocupar distintos cargos, es la gerente de Administración Comercial de la compañía. Su historia pertenece a la serie #MujeresQueTransforman, una alianza de Coca-Cola FEMSA y La Vida de Nos.
Fotografías: Martha Viaña Pulido / Rodolfo Churión / archivo Coca-Cola FEMSA
Cualquiera que viese a Eyra Cabanzo podía pensar que ella, a sus 30 años, lo tenía todo. Salud, un buen trabajo en el que hacía lo que le gustaba, una pareja con quien llevaba 15 años de relación estable y de la que pronto nacería una hija: ella tenía siete meses de embarazo.
A los 16 años se graduó de bachiller, se mudó de su natal San Cristóbal, en el estado Táchira, a Maracaibo, en el estado Zulia, para estudiar contaduría pública en la Universidad del Zulia. Trabajaba de día, estudiaba de noche. Dos años después, pudo comprarse su primer carro nuevo. Se graduó y se quedó trabajando en varias compañías privadas y extranjeras y, al mismo tiempo, por cuenta propia, con algunos clientes. Ahora administraba una constructora, a la que ayudó a consolidarse como una compañía importante. Le iba bien, muy bien.
Pero a veces las cosas no son como parecen.
En su relación sentimental no estaba siendo feliz. Ella y su pareja discutían con frecuencia. Había aspectos de la personalidad de él que Eyra se negaba a aceptar. Durante mucho tiempo mantuvo la esperanza de que cambiaría, pero fue entendiendo que no tenía la disposición de mejorar y el amor se diluyó.
“No aguanto más. Esto no es lo que yo quiero, no voy a vivir mi vida así”, se dijo un día. En un impulso, pensó que la mejor solución era irse lejos: no quería quedarse allí para darle pie a reconciliaciones de ficción. Y fue así como, agotada, hizo maletas. No lo pensó mucho, ni siquiera renunció al trabajo. Dejó en casa muchas de sus pertenencias, el cuarto de la bebé decorado, y se fue para no volver.
Sin sufrimiento, sin tristeza: poner tierra de por medio fue, para ella, liberador.
¿A dónde ir?
La tranquilidad que no tenía podía encontrarla junto a su madre, en San Cristóbal, y para allá volvió. En efecto, su familia la acogió con cariño. Poco tiempo después, el parto se le adelantó y como había dejado tantas cosas en Maracaibo, su hermana tuvo que salir corriendo a comprar ropa para la recién nacida.
Si en algún momento sintió algún atisbo de melancolía, se esfumó cuando la pequeña María Alejandra nació: estaba muy feliz de tenerla por fin en sus brazos. Se dedicó por completo a cuidarla. Los primeros 10 meses se mantuvo con el dinero que había ahorrado en muchos años de trabajo, pero cada vez le quedaba menos. Esto le preocupaba. Debía conseguir trabajo porque ahora tenía una hija que dependía únicamente de ella.
Era 1989. Tenía la sensación de que en San Cristóbal no abundaban las fuentes de trabajo. Eyra no encontraba qué hacer. De pronto recordó una oferta que años atrás le habían hecho, y que había rechazado, en una empresa que tiempo después se llamaría Coca-Cola FEMSA. Se le ocurrió tocar la puerta para ponerse a la orden. Después la llamaron para una entrevista: buscaban a una persona que manejara nóminas centralizadas y procesos administrativos o contables, labores en las que ella tenía experiencia. Aunque era un puesto de auxiliar, se entusiasmó cuando le dijeron que la habían seleccionado.
Esa empresa fue su tabla de salvación.
A los 15 días, comenzó a trabajar. Pensaba que su paso por la organización sería breve: quizá uno o dos años para estabilizarse, volver a salir a flote. En ese momento no podía saberlo, pero estaba equivocada: acababa de entrar a un lugar en el que la harían sentir como en casa y de donde nunca querría irse.
Eran otros tiempos. La empresa no había automatizado muchos procesos; todavía se hacían de forma manual. Eyra sentía que era mucho lo que podía aportar, y seguramente allí se dieron cuenta, porque pocos meses después la nombraron jefa de nómina. Era un puesto más acorde con su trayectoria y sería el punto de partida de una larga y fructífera carrera dentro de la compañía.
Allí sigue: han pasado tres décadas desde entonces y ha ocupado decenas de cargos.
Las jornadas laborales eran largas y extenuantes. Mientras trabajaba, su madre cuidaba de la pequeña María Alejandra. Cuando podía, durante los mediodías, Eyra se iba de la oficina para almorzar con su hija, a fin de poder compartir con ella al menos un rato, porque era poco el tiempo que podía dedicarle.
Así fue durante una década. Luego la embotelladora de refrescos comenzó un proceso de reestructuración. El cargo de Eyra dejaría de existir, porque la estructura regional sería eliminada, así que le ofrecieron un puesto en la sede de Maracaibo, que no dudó en aceptar. Estaba emocionada. Volvió a esa ciudad que extrañaba, donde había vivido tantas cosas, donde estaban sus hermanos y muchos amigos; el sitio del que se había ido tratando de recuperar el equilibrio.
Al cabo de tres meses, el director regional de la compañía la llamó para ofrecerle un cargo en oriente, en el otro extremo del país, porque quería articular el mejor equipo administrativo posible. Ella le preguntó por las condiciones laborales, y aceptó la propuesta en esa misma llamada.
Se fue a Puerto La Cruz con su muchacha. En esa ciudad calurosa del estado Anzoátegui, situada frente al mar, la cotidianidad se le hizo difícil: no conocía a nadie, se sintió sola. Pero su desafío era tan grande, que el trabajo la ocupó por completo: debía mejorar procesos, ordenar lo que no funcionaba. Fueron horas y horas de dedicación. Y quizá porque iba teniendo éxito, cada vez le iban asignando más responsabilidades. Empezó siendo jefa de costo y presupuesto y hasta de recursos humanos tuvo que encargarse.
Cuando la nombraron contralora de plantas, comenzó a viajar para visitar muchas: en Margarita, Barcelona, Calabozo, San Félix, Puerto Ayacucho. Debía velar por que todas funcionaran, supervisar los gastos, establecer y controlar los procesos e inventarios. Cada vez que surgía un problema, la llamaban para que lo resolviera. Era la experta en el orden, el control y la organización.
Mientras estaba trabajando, María Alejandra pasaba mucho tiempo sola en casa. Tampoco tenía mucho tiempo de ayudarla con las tareas del colegio. A veces llegaba a casa luego de las 5:00 de la madrugada.
Así pasó el tiempo, y cuando se dio cuenta, su hija ya era adolescente.
Y un día, Eyra fue al colegio a una reunión. Las maestras se refirieron a un encuentro pasado, al que ella no había asistido. No tenía ni idea de qué hablaban, pero evitó preguntar para no hacer quedar mal a su hija.
Al llegar a casa le preguntó.
—¿Por qué no me dijiste de esa convocatoria?
—Porque tú nunca puedes, mamá. Antes de que tú me dijeras que no podías ir, yo lo dije.
Aunque la extrañaba, María Alejandra no solía reclamarle su ausencia.
Pero hubo una vez que sí lo hizo. Tenía unos 12 o 13 años. Llevaba muchos días sola. Era de noche y todo estaba oscuro, la llamó para decirle: “Mami, tengo miedo”. Eyra estaba de viaje, en la planta de Puerto Ayacucho, en el sur de Venezuela. Se conmovió tanto que quiso regresar de inmediato. Lo intentó, de hecho, pero el avión no pudo salir por una tormenta eléctrica.
En general, ya estaban acostumbradas a la vida en Puerto La Cruz. Un señor, dueño de transportes, se encargaba de llevar a María Alejandra a donde necesitara; los padres de sus amigos se hicieron cercanos a ella. Además, comenzó a vivir con ellas una amiga de Eyra. Así se sintieron menos solas.
Habituada a la rutina de su mamá, María Alejandra no llamaba a preguntar a qué hora llegaría o para pedirle que le llevara algún detalle. En el colegio, una monja le dijo a Eyra que su hija se negaba a hacer deportes porque era una “niña intelectual”. “Cómprele libros”, le aconsejó. Y eso hizo desde entonces: de cada viaje, Eyra llegaba con un par de libros de regalo.
Mientras estaban en oriente, la sede de la compañía en Maracaibo se vio envuelta en dificultades, y alguien debía resolverlas. ¿A quién le pidieron que asumiera esa tarea? Llamaron a Eyra y le propusieron volver a esa ciudad. Aceptó, como siempre. En ese momento, María Alejandra estaba por graduarse de bachiller, así que podía irse con ella y comenzar la universidad allá. Ese era el plan.
Primero se fue la madre para arreglar la mudanza en la casa en la que vivirían. Prometió estar de vuelta a la semana siguiente para la graduación, pero tuvo que regresar mucho antes porque, dos días después de haberse marchado, María Alejandra tuvo un accidente automovilístico.
Al regresar de una fiesta con unos amigos, un hombre ebrio chocó el carro en el que iban. María Alejandra, que se encontraba en uno de los asientos traseros, tuvo triple fractura de cadera. A Eyra le avisaron alrededor de las 2:00 de la madrugada, y a las 5:00 estaba en el aeropuerto buscando un vuelo hasta Puerto La Cruz. Cuando llegó a la clínica, a la muchacha no la habían atendido por un inconveniente con el seguro. Inmediatamente llamó a Silvia Africano, su jefa en Caracas, directora de administración de la compañía, quien se encargó de ayudarla a resolver.
Poco después la dieron de alta. María Alejandra debía pasar mucho tiempo de reposo en cama. Su madre la acompañó los primeros 15 días y luego regresó a Maracaibo. Viajaba cada fin de semana a verla. Mientras no estaba, la amiga que vivía con ellas la cuidaba. En una de esas visitas, Eyra no la encontró bien. Preocupada, la llevó al médico, quien le dijo que, si acaso, podría volver a caminar en diciembre.
Era septiembre.
En ese momento recibió una llamada de la señora Africano para preguntarle cómo se encontraba la joven. Le contó que la atención médica en Puerto La Cruz era deficiente, y que quería llevársela en avión a Maracaibo, para tenerla cerca, pero no tenía cómo hacerlo.
El presidente de Coca-Cola FEMSA, entonces José Antonio Gutiérrez, le quitó el teléfono a Africano.
—Eyra, si tienes que llevártela en un avión, paga el avión. Y si la compañía no te lo paga, lo hago yo.
Al día siguiente montaron a María Alejandra en un avión ambulancia, que voló a Maracaibo. Al llegar, llevaron a la joven a la clínica. Y después de 10 días, salió de allí caminando con andadera.
Eyra jamás olvidó aquel gesto de José Antonio Gutiérrez.
Fue por eso que cuando al poco tiempo la llamaron de otra empresa para invitarla a ser su directora de administración, sintió que no debía irse. Se quedó en Coca-Cola FEMSA, la compañía que, para ella, siempre ha sabido tenderle la mano.
Estando en Maracaibo, su hija comenzó la universidad. Quería estabilidad, así que le dijo a Eyra que ya no la seguiría más por el país. Basta de tantas mudanzas. Y la madre decidió que no la iba a dejar sola esta vez. Le ofrecieron un cargo que no rechazó inmediatamente, por miedo a que las puertas se le cerraran en un futuro, pero su jefa le dijo que no se preocupara, que no estaba obligada aceptar, y que nadie vetaría un ascenso posterior.
En 2019, le propusieron ser gerente de control interno en la compañía, y de nuevo respondió que no, porque implicaba mudarse a Caracas. “¿Y si tú haces el cargo desde Maracaibo y vienes cada 15 días? Evalúa esa posibilidad”, le planteó el presidente de Coca-Cola FEMSA.
Pero vino una nueva reestructuración: eliminaron las gerencias de las regiones y unieron las cuatro en una sola, central. El nombre de Eyra volvió a sonar para asumir esas responsabilidades. Ella no estaba pasando por un buen momento personal debido a la muerte de su madre, así que nuevamente dijo que no.
“Tú ahorita necesitas ese cambio”, le dijo María Alejandra. “Un cargo diferente, una ciudad distinta, nuevos compañeros de trabajo”. Si no le gustaba, le dijo, podía devolverse sin mayor problema. Después de todo, los dilemas por los que había dejado de aceptar cargos ya no estaban: su hija ya no era una niña, se había casado.
Le tomó la palabra. Y llegó a Caracas en febrero de 2019.
Desde hace dos años, es gerente de Administración Comercial en Coca-Cola FEMSA: ocupa un cargo desde el que puede ver el bosque desde las alturas.
Eyra Cabanzo vive en Caracas, en un apartamento que le cedió la compañía. Muchas de sus pertenencias las tiene en su hogar en Maracaibo, así aquí tiene pocas cosas. Un par de fotografías de su hija cuando era niña, un retrato de su madre, un adorno de elefante que le regaló su cuñada y que lleva a todas partes. No hay fotos familiares ni de sus viajes a París, Egipto, Canaima, España, Ámsterdam, Coro, Los Llanos, Los Roques.
Los recuerdos están en su memoria.
En la sala hay una pizarra acrílica en la que organiza sus tareas y donde escribió una frase como para nunca rendirse: “No se vale decir no puedo”. Podría encarnar los cinco enunciados del ADN que Coca-Cola FEMSA aspira que corra por la sangre de sus colaboradores: mentalidad de dueño, primero la gente, decisores ágiles, excelencia operativa, y foco obsesivo en el consumidor y cliente.
Eyra dice que mucho de lo que es se lo debe a la crianza libre que le dieron en el hogar. Nunca concibió la idea de la mujer como alguien que deba estar en casa, casarse y tener hijos. Por eso desde muy joven salió a hacer su propia vida.
Hay pocas cosas que hubiese querido hacer diferente: como dedicarle más tiempo a su hija, así que a quien puede se lo aconseja: “No dejen a sus hijos solos, busquen el equilibrio”.
El momento de la jubilación se acerca. Lo sabe, lo siente en su cuerpo que se cansa tras largas horas de trabajo frente a la computadora. En tiempos de pandemia, también extraña ir a la oficina.
Disfruta su soltería sabiendo que nunca ha significado estar sola. Ahora le da más importancia a los momentos familiares, a compartir con sus hermanos. Se enorgullece de que ha construido una maravillosa relación con su hija María Alejandra, quien ahora tiene 31 años: son amigas, comparten, viajan, disfrutan. Eyra siempre le aconseja que la vida no se vive para tener dinero, sino para ser feliz. Y esa libertad que su madre le enseñó hace tanto, ha querido que sea el legado para su hija y que esté en cada decisión que tome.
Que sea libre, como ella.
Esta historia pertenece a la serie #MujeresQueTransforman, una alianza de Coca-Cola FEMSA y La Vida de Nos.
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Valeria Pedicini
Periodista venezolana egresada de la Universidad Católica Andrés Bello. Pateo la calle con un bolso cargado de libretas, mucha curiosidad y ganas de caerle a preguntas a la gente. Divido mis pasiones entre la escritura y la fotografía. Y decidí que así quiero contar historias que (me) conmuevan: con palabras y muchos clics.