Las respuestas que Laura encontró en Canaima
Desde que Laura Cubillán comenzó a estudiar medicina en la Universidad Central de Venezuela quiso trabajar en comunidades indígenas. Eso que ahora hace en Canaima, en el estado Bolívar, al sur de Venezuela. Llegó allí para cumplir con un requisito académico y, un año después, no quiere devolverse a Caracas: ayudando a los pemones se siente libre.
Fotografías: Albor Rodríguez / Álbum Familiar
Sergio está sentado en una silla del centro de rehabilitación. Tiene los ojos clavados en la pantalla del teléfono y mueve las piernas como si estuviese ansioso, aunque su cara irradia tranquilidad. A veces, hasta bosteza, quizá por el cansancio o por el aburrimiento de la espera. Su padre, sentado a un lado, lo acompaña con la misma serenidad.
Al final del pasillo está Laura, de pie, apoyada en el umbral de la puerta. Inquieta, mira a todos lados, se asoma a la habitación en busca de alguien que la pueda atender. Espera impaciente con una carpeta llena de papeles que no son suyos: es la historia clínica del indígena pemón sentado a pocos metros de ella, la historia de Sergio.
Una mujer se detiene frente a Laura y le pide los documentos, la cédula de identidad, el informe médico. Los mandan a esperar en el otro extremo de la sala. Pegado en una pared, al lado de la puerta del consultorio en el que va a entrar en unos minutos, hay una lámina de papel bond con la palabra “audioprótesis” escrita en grande y en el centro de la cartulina.
Los tres viajaron más de 648 kilómetros desde Canaima hasta Caracas para eso: para que Sergio pueda escuchar.
Desde que Laura Cubillán empezó a estudiar medicina en la Universidad Central de Venezuela (UCV) quiso que sus pasantías y prácticas fueran en comunidades rurales, y si eran indígenas, mejor. Ir al estado Delta Amacuro con la etnia warao era uno de los atractivos que ofrecía la Escuela Vargas, así que desde primer año decidió que eso haría cuando llegara el momento: atender a los indígenas.
Pero en el año que podía hacer el “ruralito”, antes de pasar por el Aula Magna, cerraron la posibilidad de viajar al Delta. Terminó en el estado Sucre, ayudando y viendo pacientes en un pequeño hospital de la comunidad rural de El Pilar. Aprendió muchísimo, pero quedó con ganas de vivir la experiencia que más le interesaba.
Su segunda oportunidad llegó después de graduarse: en el año rural o el Servicio Social Obligatorio que deben hacer los egresados para cumplir con el Artículo 8 de la Ley de Ejercicio de la Medicina, que consiste en trabajar un año en un entorno rural para que el título sea validado por el Ministerio de Salud. Aunque muchos de sus compañeros emigraron poco después de quitarse la toga y el birrete, o prefirieron hacer su rural en ambulatorios en municipios de la ciudad, Laura se fue por otro camino.
El destino, ahora sí, sería el sur. En principio, Kamarata, donde sería la única doctora. Pero para tomar la decisión final de qué tan al sur se iría para hacer su rural tuvo que pensar en las veces que tendría que ir a España para los trámites de su pasaporte sefardí. Laura sabía que debía viajar por lo menos tres semanas a Europa y dejar solas a las personas que se comprometería a atender, y esto no le parecía una buena idea.
Canaima fue la solución, su decisión práctica y segura. Era un sitio más turístico, con mayor facilidad de acceso y donde se repartiría con otra compañera la responsabilidad de atención a los indígenas de la comunidad. Si le tocaba salir de ahí, no se quedarían solos.
Con sus 25 años, llegó al campamento del Parque Nacional Canaima, en el estado Bolívar, gracias a la Fundación Maniapure, organización que suele ser el nexo entre los estudiantes de la UCV y los ambulatorios del sur del país. Los entrevistan y los postulan como candidatos bajo su recomendación. Eso hicieron con Laura. Cada interesado debe viajar hasta Ciudad Bolívar para entregar los requisitos y es ahí donde surgen las trabas: ver si los aceptan, picar ojitos, usar un poco el poder de convencimiento con las secretarias para que reciban los documentos, escuchar “en Canaima no vas a poder, ya está ocupado”, cuando la realidad es otra. Tantas complicaciones por las que muchos terminan descartando la idea.
Laura tuvo también que sentarse a hablar y convencer a su familia. Con su mamá, su padrastro, sus hermanos que querían que se graduara y se fuera corriendo a España a estar con ellos. Su aprobación era importante porque para vivir en Canaima por un año necesitaba, más que un apoyo emocional, su ayuda para moverse, trasladar comida y maletas hasta allá, compensar los apenas 450 mil bolívares —unos 3 dólares— que cobraría por su trabajo.
Se fue de su casa diciendo que lo peor que podía pasar era que no le fuera bien y se tuviera que regresar.
—No entres en pánico que yo me vengo otra vez —le dijo a su madre para calmarla.
Irse tanto tiempo a Canaima, una comunidad aislada a la que se puede llegar solo en aeronaves pequeñas, también era una opción atractiva porque le permitía huir. Huir de una relación difícil, de problemas familiares, de la decisión de emigrar. Quería espacio y tiempo para ella. Le estaba huyendo a todo. Y se dijo: “Canaima es mi opción. Me desconecto, me voy lejos donde nadie va a llegar”.
Laura quería respuestas y se fue a Canaima a buscarlas.
La primera noche, lloró acostada en su nueva cama. Se preguntó qué hacía ahí en medio de la nada, se cuestionó su decisión y se dijo a sí misma que no aguantaría un año en ese lugar al que los turistas van apenas por días a disfrutar de sus saltos de agua, su laguna, pájaros de todos los colores y de esos impactantes tepuyes que, con su corte recto en la cima, parecen animales gigantes en reposo. Ni siquiera quien sería su compañera en el ambulatorio la recibió bien ese día. El ambiente era tenso, la distancia la golpeó y se sentía muy lejos de casa. Realmente lo estaba.
El chispazo con Canaima y su gente no fue inmediato, como quizá ocurre con otros amores, en situaciones que se llevan mucho tiempo esperando o en diferentes golpes del destino. Lo de Laura fue un amor que nació con el tiempo, creció con empatía y se fortaleció con compromiso. Que, afortunadamente, fue recíproco.
Y, como todos los buenos amores, cambian vidas.
Todo la cautivó. La rutina tan distinta a la ciudad, la inmensidad de la naturaleza, la pureza del aire que corre por la sabana, los verdes profundos, los azules inmaculados.
Pero fue la gente, los pemones y su amabilidad, lo que terminó de enamorarla.
Una niña a la que atendió en el ambulatorio le dejó una mañana, al pie de la puerta, un pedazo de casabe envuelto en un papel. Es su pan y lo quiso compartir con ella. Sabe que es así porque le dejó escrito en la acera con tiza verde: “Querida doctora Lau, esto es para usted”. Caminando otro día, una señora la detuvo para contarle de su hija enferma. Y otra vez una frase de cariño: “Doctora, sé que a usted le importa, por eso se lo cuento”. Se lleva bien con todos, los entiende y se compenetran. “Los pemones y yo nos amamos. Es amor genuino”.
Por eso a ella no solo le interesaba cumplir con su año de rural. Quería que su paso por la comunidad marcara una diferencia e hiciera un cambio real, que su presencia se hiciera notar. Para ella lo correcto y lo ideal es que quien va a este tipo de comunidades haga una intervención integral. Eso es lo que ha hecho.
Su cuarto en Canaima es un desorden lleno de cosas. Ha llevado cajas y cajas de donaciones de ropa y juguetes. Siempre la buscan para pedirle algo, una camisita, un pantalón viejo. Cuando no es así, ella misma camina hasta las casas más lejanas y pobres para repartirles.
Habló con su primo que juega fútbol para que entre sus conocidos donaran zapatos para los niñitos que juegan con los pies descalzos. Habló con todo el mundo y se montó en un avión con los 60 balones que pudo reunir. Su meta ahora es buscar financiamiento para los uniformes de los equipos masculino y femenino.
Contactó con fundaciones para conseguir útiles escolares: colores, libretas, pinturas. Cuando le toca atender a pacientes en las mañanas, usa la tarde para ordenar la farmacia del ambulatorio, hacer actividades recreativas con los niños o para inventarse una bailoterapia. A veces también saca las tizas y se junta a dibujar con las niñitas pemonas o da clases de inglés después de pasar consulta.
Uno de sus sueños lo hizo realidad en medio de tepuyes y conucos: aprender a tocar viola. Una pemona de 24 años le enseñaba todas las tardes. Fue así como se metió en la Orquesta de Canaima. Escuchar a los niños haciendo música, aun con instrumentos viejos o dañados, es para ella más grandioso que el Salto Ángel. Inspirada en las tonadas de sus compañeros pemones, consiguió una donación de instrumentos de la Orquesta Gran Mariscal de Ayacucho, que dirige Elisa Vegas. Hasta ella misma llevó la viola que su mamá le había regalado y nunca utilizó porque las clases de medicina le consumían todo el tiempo.
En Canaima pudo.
Pero la vida en Canaima también es difícil. Su labor como recién graduada, sin especialización médica y sin recursos suficientes, exige esfuerzo y sacrificio, comenzando por el idioma. Por eso en la residencia donde viven las doctoras puede verse una cartelera con frases traducidas al pemón: ¿Cómo te llamas?, ¿Por qué vienes?, Tienes que tomarte una pastilla… Y por eso debe ser que en la puerta de su nevera dice, con un corazón y un estetoscopio dibujados:
“No hay mejor medicina que tener pensamientos alegres”.
El trabajo es infinito, no cree en horas libres ni días feriados. “Te saturas, eso es estar de guardia todo el día, todos los días. Como vives en el ambulatorio, te tocan la puerta a cada rato: estés de guardia, estés durmiendo, estés comiendo”. Son consultas, emergencias, resolver con lo poco que se tiene, mover cielo y tierra para las urgencias de cualquiera de sus 2 mil 261 habitantes.
Siendo un lugar tan lejano y con tantas dificultades, hay mucha gente que ayudar. Y Laura no se queda de brazos cruzados.
Al poco tiempo de haber llegado a Canaima, conoció a Sergio. No recuerda por qué fue al ambulatorio, habrá sido por cualquier cosita, un dolor de cabeza o un malestar. Su madre le contó que cuando era bebé se cayó, se dio un golpe en la columna, lo llevaron al ambulatorio del pueblo y solo le mandaron una crema.
El niño pasó una semana llorando descontroladamente. Como nada hacía efecto, nada calmaba su dolor, ella decidió llevarlo hasta el Hospital Ruiz y Páez de Ciudad Bolívar, donde lo dejaron mes y medio hospitalizado.
No se sabe a ciencia cierta qué pasó. Médicos hablando español e indígenas hablando pemón, entendían poco lo que hacían con el pequeño. Tuvo episodios febriles y en el hospital pescó una infección de oído; sus padres cuentan de una meningitis. Lo llevaron a un acupunturista de Santa Elena de Uairén, en la frontera con Brasil, y después a un espiritista. Le dijeron que había sido un golpe muy fuerte y que se había fracturado la columna. Que no caminaría sino hasta los 6 años y que no hablaría hasta la adolescencia.
Sergio ya es adulto. Nunca ha hablado. Entiende, entre sonidos y gestos, pero no ha pronunciado palabras y también es difícil que las escuche de otros: en el oído derecho tiene sordera profunda y en el izquierdo queda muy poco por recuperar.
—¿Nunca han salido a hacerle exámenes a ver si es candidato a usar un dispositivo? —le preguntó Laura a la madre cuando conoció su historia.
—Hemos pedido ayuda. Una doctora una vez nos iba a ayudar, pero ya se fue.
Laura se comprometió con ellos: anotó el nombre de Sergio en su lista de cosas por hacer, que se repitió a lo largo de todo el 2019 durante su rural. Era complicado ir de Canaima hasta Caracas para hacerle exámenes, y más si necesitaba viajar con acompañante. No solo dependía de ella.
Pero Sergio siempre estaba ahí pendiente.
A lo largo de su vida, el joven pemón ha convulsionado varias veces. El viernes 6 de marzo de 2020 convulsionó en la posada donde trabaja y frente a uno de los dueños. Laura le había contado de Sergio y le había pedido el favor de trasladarlos a Caracas para evaluar su condición neurológica y auditiva. Tras verlo convulsionar, aceptó.
Ese mismo día Laura escribió a todos los médicos que conocía en Caracas, llamó a todos los centros de salud que recordaba, contactó a cualquier persona que le sirviera de puente para lograr los exámenes de Sergio. Y el lunes a las 7:00 de la mañana, Laura, Sergio y su papá estaban en Caracas, listos para una semana de diligencias, exámenes, corredera y muchas consultas.
Le hicieron un electroencefalograma para ver las ondas de su cerebro. Y las noticias no fueron muy positivas: no está en el tamaño que debería, su cerebelo involucionó y tiene unos espacios entre ambos hemisferios producto, quizá, de una isquemia cerebral.
El jefe de servicio de otorrinos del Centro Médico Docente La Trinidad los atendió gratis, y los refirió a una otóloga y foniatra para que le tomara impresiones de sus oídos. Según la audiometría, el oído derecho no percibe ningún sonido, mientras que el izquierdo tiene 96% de pérdida auditiva. Pero, para Laura, el examen en estas circunstancias es poco preciso: “Él medio entiende entre pemón, señas y español, siempre afincado de algo visual”.
—No, no. Él no es candidato para implante, esto no le va a servir para nada —le dijo la doctora.
—Estamos aquí tratando de que funcione. Vamos a ver qué podemos lograr con él —insistió Laura.
El viernes 13 de marzo, sentados en unas sillas del centro de rehabilitación, los tres esperaban por los dispositivos para que Sergio pudiera escuchar.
Los llamaron y solo Laura lo pudo acompañar. Cuando salió, el muchacho no podía dejar de sonreír y lo primero que quiso fue que le tomaran una foto con el dispositivo en su oído izquierdo.
Antes de dejar Caracas, Laura llevó a Sergio y a su padre al Ávila, a la playa, a centros comerciales y a la UCV. Para Sergio, que sueña con ser piloto, estar al mismo nivel de las nubes lo sorprendió y grabó todo el recorrido en teleférico. Y en el mar, que nunca había conocido, su alegría le brotaba por cada poro.
Su retorno a Canaima sería el 15 de marzo, dos días después de que en Venezuela se confirmaran los primeros dos casos de coronavirus. El vuelo estuvo en peligro de ser cancelado y tuvieron que viajar con tapabocas para poder embarcar. El domingo en la tarde, después de que lograron llegar, fue cerrado el espacio aéreo venezolano.
Ha pasado más de un año desde que Laura pisó este Patrimonio de la Humanidad para hacer su rural. Lo hizo, lo terminó y todavía no se quiere ir. En todo el 2019, solo salió de Canaima para sus diligencias fuera del país. Hasta pasó la Navidad con los pemones.
Una y otra vez ha buscado la forma de permanecer aquí: pidió al decanato y al internado rotatorio de medicina que habilitaran unas pasantías para estudiantes del último año de la carrera, ofreciéndose a supervisarlos. Una de las doctoras que empezarían su año de rural se echó para atrás y para Laura fue otra excusa para estar otro rato porque no habría médicos suficientes. Ahora, con el cierre del espacio aéreo, quedó confinada en Canaima en medio de una pandemia global.
Pensar que la covid-19 pueda llegar a Canaima, la aterra. En el ambulatorio, aunque están más abastecidos que en otros centros del país (entre otras cosas, por todas las donaciones que han conseguido ella y sus colegas), no están capacitados para atender pacientes con el nuevo coronavirus. Laura ya hizo un inventario: solo tienen 50 mascarillas, no tienen guantes suficientes, gorros, batas o lentes de protección.
La vida en Canaima tampoco está hecha para la cuarentena. El virus, si llegara, infectaría a todos muy rápido porque culturalmente los pemones son muy de estar juntos, de trabajar sus conucos, de caseríos muy cercanos, de agarrar agua de la laguna. Es una comunidad con muchas mujeres embarazadas, niños desnutridos y una población importante de ancianos, los más vulnerables a una pandemia que ha acabado con la vida de más de 180 mil personas en el mundo. Es un cálculo que Laura prefiere no hacer.
Desde el 15 de marzo, no ha entrado nadie, ni siquiera pemones que hayan estado fuera del parque nacional. Vuelos de carga de comida están permitidos, ajustándose a protocolos de limpieza. Las clases fueron canceladas.
Estar aislados, en medio de esta crisis, ha sido después de todo una ventaja.
Y ahí, en ese lugar donde quedó encerrada, Laura es feliz.
En Canaima descubrió las respuestas a las tantas preguntas que se hacía. Ahora quiere trabajar en fundaciones, hacer voluntariado, estudiar un postgrado en pediatría porque ama los niños: los de su escuelita, los que la visitan en el ambulatorio, los que pintan con tiza junto a ella, los que hacen música en la orquesta. Y los que le dejan un trozo de casabe en su puerta para que sepa que dar y recibir son una misma cosa, como los ríos que se cruzan en algún punto hasta llegar como uno solo a esa laguna donde ella suele bañarse y siente la dicha de estar viva.
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Valeria Pedicini
Periodista venezolana egresada de la Universidad Católica Andrés Bello. Pateo la calle con un bolso cargado de libretas, mucha curiosidad y ganas de caerle a preguntas a la gente. Divido mis pasiones entre la escritura y la fotografía. Y decidí que así quiero contar historias que (me) conmuevan: con palabras y muchos clics.
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