La memoria del hombre es frágil, por eso debe contar su historia
En La vida de nos iniciamos, con esta entrega, el proyecto Jóvenes que se emocionan, jóvenes que actúan, para contar, durante los próximos meses, una historia acerca de cómo muchos jóvenes venezolanos, nacidos y crecidos en una eterna emergencia, comprendieron la importancia de la solidaridad y la ponen en práctica bajo diversas iniciativas.
Venezuela está sumida en una emergencia humanitaria compleja, particularmente aguda en la salud y la alimentación, acompañada de una hiperinflación que ha deteriorado enormemente el poder adquisitivo y la calidad de vida de su gente. Más de 5 millones de venezolanos han abandonado su hogar con la esperanza de ayudar a los familiares que se quedan.
Esa es la realidad que han estado viviendo 30 millones de personas, y es la única que conocen todos los venezolanos menores de 25 años. En ese marco han transcurrido su niñez, su adolescencia, su juventud. Sobre esa realidad han hecho sus planes, alimentado sus esperanzas, estudiado, sufrido decepciones y remado a diario hacia un incierto mañana.
Desde finales de enero de 2017, cuando comenzamos a publicar nuestras historias, esas vidas las hemos venido registrando en La Vida de Nos, llevando una especie de diario de los días de esas vidas comunes. De esas vidas que básicamente quieren un espacio para intentar sus sueños.
La primera de esas historias que contamos se escenificó al sur del país. En Ciudad Bolívar.
Durante los saqueos que se sucedieron entre el 16 y el 19 de diciembre de 2016, el dueño de una ferretería asistía con angustia al espectáculo del festín de sus vecinos de toda la vida saqueando en los negocios donde compraban sus alimentos y bienes. Las puertas de los negocios de la ciudad estaban siendo violentadas por grupos de hombres en motos y camionetas que, luego de hacerlo, permitían que la poblada entrara a saquear.
Nuestro personaje, un hombre de 33 años que, desde los 14, vive en el mismo barrio de su ciudad, y que levantó su negocio con enorme esfuerzo, al ver que incluso las fuerzas del orden participaban del botín, decidió que no iba a permitir que acabaran con lo suyo. Llamó entonces a sus primos de Soledad, un pueblo de Anzoátegui al otro lado del Orinoco, y en menos de una hora se hizo de su propio batallón de seguridad. Y como las dos escopetas pajizas y el escopetín que usaban sus vigilantes iban a ser insuficientes, también se proveyó de armas, que no dijo de dónde salieron. De la historia solo agregaremos que, luego de haber logrado mantener a raya a los saqueadores, esa noche fueron los policías quienes terminaron por entrar por la fuerza en su terreno, llevándose las 12 armas que tenían, aunque en el informe solo declararon haber incautado 5.
El año del nacimiento de La Vida de Nos fue un año excepcionalmente violento, incluso para un país que se había acostumbrado a convivir con la violencia. En abril de 2017 se inició una ola de protestas salvajemente reprimida a lo largo de cuatro arduos meses. Los jóvenes estudiantes fueron los inevitables protagonistas de esos dramáticos episodios. Detenciones arbitrarias, heridas (incluso con bombas lacrimógenas disparadas de forma horizontal o con armas de fuego), torturas y tratos crueles fueron parte de los castigos que recibieron por soñar con un país distinto.
El 6 de abril, por ejemplo, un joven estudiante de Economía de la Universidad Central de Venezuela regresaba a casa luego de una marcha convocada hasta la Defensoría del Pueblo. Debió hacerlo solo porque había perdido el contacto con sus compañeros luego de que la marcha fuera dispersada con gas lacrimógeno. Mientras eran dispersados, unos guardias corrieron hacia el grupo en el que él se encontraba y lo sujetaron por los brazos. Él logró zafarse y saltó una defensa que divide la autopista de una avenida, tras lo cual corrió durante un largo trecho, hasta que logró perder a los policías que lo perseguían. Cuando ya sentía que estaba por librarse de sus represores, vio cómo motorizados de la guardia y de la policía lo cercaban. Quiso escapar pero uno de ellos lo golpeó, lo lanzó al piso y le montó la bota sobre el cuello. “No te vas a escapar, carajito tirapiedras”.
Llegaron los otros guardias y le amarraron los brazos a la espalda con las trenzas de sus zapatos, le quitaron el bolso con los envases de la comida, un pendrive y unas guías de estudio, y le robaron el celular y la cartera. Luego le exigieron que les diera la clave de la tarjeta bancaria y lo trasladaron en moto, en medio de insultos y golpes a las costillas, al Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional. En Plaza Venezuela no tenían órdenes de tenerlo, por lo que lo trasladaron al Helicoide.
Allí, mientras le ponían a todo volumen canciones de la campaña electoral de Hugo Chávez y hasta su propia voz grabada, lo interrogaron, le tomaron la huella, lo grabaron y lo fotografiaron. Luego fue llevado a un calabozo, y de ahí a un vehículo en el que lo mantuvieron durante horas, hasta que finalmente fue trasladado a la División Anti Terrorismo del Cuerpo de Investigaciones Civiles, Penales y Criminalísticas, donde permaneció varios días. Ya sin golpizas, pero durmiendo en el suelo esposado a otro prisionero.
Luego de un largo y accidentado periplo en el que fue presentado en tribunales, y que le dictaran libertad bajo régimen de presentación, el 5 de mayo, 29 días después, un funcionario lo condujo junto a otros estudiantes, a una puerta donde, al salir, vio mucha gente aupando a los estudiantes. En ese grupo estaban sus padres, a los que finalmente pudo abrazar.
Esa ola de protestas y represión (que dejó unas 150 muertes violentas) culminó con una sangrienta jornada en la que morirían al menos 10 personas, solo en ese día. Fue el 30 de julio. Esa tarde, Daniela Salomón, de 15 años, quien vivía con su mamá y su hermanito menor en un pequeño apartamento del sector 23 de enero de San Cristóbal, había ido a casa de César, un chico de 23 años de quien se había hecho novia en enero de ese año.
En el camino sintió el ambiente tenso debido a las protestas que se estaban escenificando en todo el país, en contra de las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente que tenían lugar ese día. Llamó a la mamá y se lo comentó, y esta le dijo que se devolviera a casa. Eso hizo, acompañada de César. En el camino se encontraron con una barricada donde un pequeño grupo de personas protestaba contra la ilegal convocatoria a los comicios. En ese momento aparecieron dos camionetas y encapuchados en motocicletas con placas cubiertas, que abrieron fuego contra quienes protestaban.
César pensó que Daniela había tropezado cuando la sintió caer. Al darse vuelta, vio la sangre. La historia la contó para La Vida de Nos la poeta y narradora Jacqueline Goldberg, como parte de una serie titulada Eran solo niños y realizada en alianza con Cecodap. En estos textos se asentaron los sucesos que culminaron con la muerte de los seis más chicos asesinados durante esa sangrienta jornada.
Apenas entró en funcionamiento la Asamblea Nacional Constituyente, se anunció la creación de una Ley contra el Odio, que sería el instrumento bajo el cual comenzaría la persecución contra toda forma de opinión que le resultara incómoda al régimen de Nicolás Maduro. Fue el caso de Manuel Alejandro Valero, quien al atardecer del 6 de septiembre, a escasos días de instalada la mencionada asamblea, debió cruzar el puente internacional Simón Bolívar, tras recibir amenazas de que le caería el peso de esa ley, con impensables consecuencias para su vida.
En 2015, luego de haber obtenido su cupo para ingresar a la Escuela de Derecho de la Universidad de Los Andes, en Mérida, Manuel Alejandro entendió que estudiar una carrera le podría tomar ocho años, debido a las continuas huelgas de las universidades por falta de presupuesto, por lo que decidió renunciar a su cupo. Y para ayudar con los gastos de la casa, trabajó en varias tiendas de la ciudad, las cuales debían cerrar por la complicada situación económica que asolaba al país. En 2016 consiguió trabajo en una de las tiendas del teleférico de Mérida.
Como era puntual y responsable, estableció una relación grata con sus jefes, lo cual le hizo pensar que había conseguido la estabilidad económica que tanto anhelaba.
Y así parecía. Pero Manuel Alejandro no podía callar las injusticias que veía en su camino del trabajo a la casa, las cuales compartía en sus redes sociales. Un día, uno de sus contactos mostró a un alto funcionario del lugar una de esas actualizaciones, y esto provocó que sus jefes recibieran un oficio firmado por el coronel que hacía de gerente del teleférico, exigiéndoles que reubicaran a su empleado fuera de las distintas estaciones del sistema. Sus publicaciones “en las redes sociales demuestran instigación al odio, a la violencia, a la xenofobia”, decía la carta.
Según una funcionaria del teleférico, hacer comentarios inapropiados (es decir, quejarse de la situación del país) era un delito, porque había “una nueva ley vigente” (sic): la ley contra el odio. Al no poder ser reubicado, porque la tienda no tenía sucursales, Manuel Alejandro fue despedido. La Ley constitucional contra el odio, por la convivencia pacífica y por la tolerancia, fue aprobada por la ANC y entró en vigencia el jueves 9 de noviembre de 2017. Al momento del anuncio de su aprobación, Tarek William Saab señaló que la pena máxima por los delitos estipulados y sancionados en dicha ley era de 20 años de prisión, porque los crímenes de odio son equiparables al homicidio.
Para ese día Manuel Alejandro ya se encontraba trabajando en Sandoná, un pueblo en la frontera de Colombia con Ecuador.
Así transcurrió nuestro 2017. Leyendo a diario en Twitter nombres desconocidos que de pronto aparecían como tendencia, descomponiéndonos el ánimo, pues ya intuíamos que se trataba de otro muchacho asesinado durante la represión a las protestas. Un año que dejó una sensación de derrota. Pero nada hermana más que la derrota compartida. En la siguiente entrega de este especial sobre una generación #CrecidaEnLaAdversidad, terminaremos de dibujar nuestro mapa de esa sociedad que, a pesar del desaliento, seguiría rehaciéndose para encontrar nuevas formas de reconocerse en el otro.
La misma sociedad a la que llegaría la pandemia —otra pandemia— como un nuevo desafío.
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