Inspira a un amigo

Recibir/dar ayuda

Sé también protagonista

Historias similares

De repente me conoces de la cárcel

Feb 18, 2020

Años de prédica en la cárcel de Puente Ayala, en Anzoátegui, le han granjeado al pastor Ricardo Saavedra el respeto de muchos reclusos. Llevar la palabra al penal es algo que siempre ha hecho con la convicción de que inculcar la fe es una forma de salvación, un principio que le tocó constatar con su propia vida.

Ilustraciones: Shari Avedaño

 

Encomiéndate a Dios de todo corazón,
que muchas veces suele llover sus misericordias
en el tiempo que están más secas las esperanzas.
Miguel de Cervantes Saavedra

 

Pastor de una de las iglesias cristianas evangélicas de Barcelona, en el estado Anzoátegui, donde vive, Ricardo Saavedra no solo predica la palabra entre cuatro paredes: desde hace años lleva el mensaje de Cristo a muchos sitios de la ciudad. Entre otros, al Internado Judicial José Antonio Anzoátegui, conocido como Puente Ayala, donde conversa con los reclusos sobre Dios, el amor, el perdón, la vida. Les lee la Biblia. Son visitas que suele organizar otro pastor que está internado en esa cárcel. Uno que llegó al penal siendo delincuente y allí se convirtió.

Saavedra asiste a Puente Ayala con la firme convicción de que quienes están allí pueden ser mejores personas y que necesitan ayuda, oportunidades. Piensa que enseñar la fe es una forma de salvación. Desde luego, no faltan los escépticos que, acostumbrados a un ambiente donde reina la furia, se resisten a ese mensaje de paz. Pero el hecho es que el pastor se ha ganado el respeto de muchos en el penal.

En su día a día, además de atender otras misiones y sus labores en la iglesia, Ricardo ofrece servicios de mudanza con su camión 350 Chevrolet Cheyenne. 

 

La mañana del 18 de julio de 2019, recibió una llamada de alguien que quería trasladar un horno de panadería desde El Tamarindo, un barrio ubicado a pocos minutos de Puente Ayala, hasta un local de Lechería, en el otro extremo de la ciudad. La persona que lo contrató le dijo que en El Tamarindo estaría esperándolo un empleado de la panadería para ayudarlo a montar el horno en el camión.

Llegó al punto de encuentro a las 2:00 de la tarde, pero como no había nadie esperándolo, decidió acercarse a la panadería. Justo en ese momento lo llamó el desconocido que le solicitó el servicio. Le confirmó que su trabajador se acercaría para acompañarlo al depósito donde tenían que buscar el horno, a unas cuadras del local. 

Entonces lo abordó un joven vestido de jean y una camisa de botones. Le tendió la mano y subieron al camión. Ricardo se enrumbó al depósito, pero no había avanzado 200 metros cuando el hombre sacó un arma y lo apuntó.

—¡Esto es un atraco! 

La reacción instintiva de Ricardo fue defenderse: sin soltar el volante, lanzó algunos manotazos. Pero fue inútil, el joven lo obligó a frenar unos metros más adelante. Entonces otros dos sujetos abordaron el camión, y uno de ellos, que tenía tatuajes en los brazos, tomó el volante.  

Le dieron un cachazo. Exaltado y nervioso, Ricardo lanzó otro puñetazo, pero no logró golpear a ninguno. Intentaba zafarse de los captores, encontrar la fuerza suficiente para escapar con su camión, pero se le hacía imposible. 

Lo maniataron. 

―Nos vamos a quedar con el camión ―le repetían.

―Yo soy un siervo de Dios. ¿Por qué me van a quitar mi camión si yo lo que iba era a hacer un flete?

Lo siguieron golpeando con fuerza. Pero uno de ellos intercedió por él.

―¡Oye, chamo! Nos estamos metiendo con un pastor, es un hijo de Dios. 

Él se detuvo. Pero los demás no. 

—Nos vamos a quedar con el camión y te vamos a matar, chico —le gritaban. 

—Lo único que les voy a pedir es que me dejen hacer una oración ―les imploró Ricardo, cuando logró serenarse un poco.  

A pesar de que las amenazas no paraban, cedieron ante la petición. Dejaron de golpearlo y Ricardo oró con tranquilidad. Cuando terminó su diálogo interior, sentía que estaba preparado para lo que fuera. 

―Yo ya estoy listo, sé a dónde iré. Pero de lo que no estoy seguro es si ustedes irán al mismo sitio.

Lo hicieron bajar del camión, lo lanzaron al suelo, le golpearon la cabeza con la cacha de la pistola.

Ricardo se mostraba sereno. Si recibía un disparo en la cabeza o una puñalada en el pecho era lo mismo para él. Se sentía en paz. Solo quería que el trance que estaba atravesando se acabara lo más rápido posible.

A los asaltantes parece haberlos inquietado la tranquilidad de su víctima. Y el mismo que ya había intercedido por él insistió en dejarlo ir.

―Chamo, creo que es mejor que dejemos esto así. Nos estamos metiendo con un pastor, un hijo de Dios.

Pero igual uno de los delincuentes le dio a Ricardo un golpe tan fuerte en la cabeza con la pistola que lo derribó. 

El pastor sintió un dolor que le recorrió el cuerpo. Sintió punzadas en el cráneo. Estaba de rodillas en el suelo cuando uno de los captores le indicó que corriera hacia un paredón que se encontraba enfrente.

—¡Corre, que te vamos a matar!

Ricardo corrió con todas sus fuerzas… 

Pero el disparo nunca llegó. El pastor llegó hasta la pared y la saltó. Del otro lado estaban otros cuatro sujetos encapuchados esperándolo. Pertenecían a la misma banda de los que le robaron el camión. Lo recibieron a golpes.

Ricardo les rogaba que lo dejaran, que ya se habían quedado con el camión, que no tenían por qué seguir, que él era pastor evangélico. En ese momento apareció otro hombre armado que parecía ser el líder de los secuestradores. Y les ordenó que no tocaran más a Ricardo. 

El sujeto se acercó al pastor con curiosidad y le empezó a limpiar la herida que tenía en la cabeza.

―No sé de dónde te conozco, y de verdad no sé si eres pastor —le dijo a Ricardo mientras lo observaba con detenimiento.

Comenzó a registrarlo. Le quitó la billetera para revisar si tenía algo que lo identificara como pastor de una iglesia.

―Si estás buscando alguna credencial, ahí no vas a conseguirla, no tengo nada allí.

―Bueno, pastor… Yo no sé de dónde lo conozco —insistió el hombre sin dejar de mirarlo. 

―De repente me conoces de la cárcel. Yo he ido a predicar allí ―respondió Ricardo. 

El rostro del hombre se iluminó. Le dijo que sí, que era de allí que lo conocía, asegurándole que nadie le iba a hacer más nada, y mucho menos matarlo. Y que iba a hablar con el patrón para que le devolviera su camión, porque ―según afirmó el hombre― el patrón conocía la palabra de Dios y cuando se enterara de que Saavedra era pastor de seguro se lo iba a regresar.

―Le vamos a dejar el camión al frente del cementerio metropolitano después de las nueve de la noche ―completó. 

 

Luego de varias horas, cuando ya estaba oscureciendo, el hombre se acercó nuevamente a Ricardo.

―Usted va a coger ese sendero que va por ahí. Va a conseguir un portón negro y lo va a brincar. No le vaya a decir nada a la policía porque nosotros estamos en acuerdo con ellos. Si lo hace lo vamos a saber y no le vamos a regresar ningún camión, y hasta es posible que lo vayan a buscar para matarlo. 

―No le temo a la muerte. Dice la palabra de Dios que morir es un privilegio para quien verdaderamente ha recibido a Jesucristo como su único salvador ―respondió Ricardo con firmeza.

―Es que yo eso lo sé.

― Si lo sabes, ¿por qué estás en esto?

―Bueno, varón, simplemente no quiero obedecer y tengo que sobrevivir.

― ¿Pero sobrevivir de qué manera? Porque no vas a tener vida. Si tú conoces la palabra sabes que estás cometiendo un pecado muy grande.

―Varón, arranque. Váyase por el sendero, consiga ese portón negro, lo va a brincar y llegará a la avenida. Después nosotros nos comunicamos con usted. 

Ricardo sí obedeció. Corrió, consiguió el portón y salió a la avenida. 

Estaba aturdido por todo lo que había vivido. En ese momento, adolorido por tantos golpes, le dio gracias a Dios. Estaba vivo. Entonces se encontró con un conocido que iba pasando en su carro por la avenida. Le explicó lo que había pasado y la persona le hizo el favor de llevarlo a su casa.

Su familia sabía que lo habían raptado porque los delincuentes contactaron a su hija a través de un muchacho que había asistido a la iglesia de Ricardo. Fue él quien informó que le estaban pidiendo 800 dólares para el rescate del camión, un monto que la familia no pagó. 

Cuando Ricardo entró a la casa, todos estallaron en alegría. Después de los abrazos, y de contar lo que había vivido, pidió un momento a solas para orar: le agradeció a Dios de nuevo porque tenía vida. 

 

Pasados los días volvió a predicar en la iglesia. Les advirtió a todos allí que tuvieran cuidado con llamadas de desconocidos o situaciones de riesgo que se podían evitar.

Los delincuentes no volvieron a llamar. El camión nunca apareció. A Ricardo no le importó. Dios provee, dice la Biblia. Al cabo de un tiempo regresaría a predicar a Puente Ayala, convencido como nunca de que inculcar la fe es una forma de salvación.


Esta historia fue producida dentro del programa La Vida de Nos Itinerante Universitaria, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para estudiantes y profesores de 16 escuelas de Comunicación Social, en 7 estados de Venezuela.

 

 

4104 Lecturas

Tengo 22 años, estudio el 8vo semestre de comunicación social en la Universidad Santa María, en el estado Anzoátegui. Me gusta escribir, creo que es una de las cosas que me mantiene atento a la realidad. #SemilleroDeNarradores

    Mis redes sociales:

Ver comentarios

Un Comentario sobre;

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *