La película que hubiese preferido no protagonizar
Para divertirse, Amanda salió un viernes a una fiesta. La de aquella noche era en un edificio de La Tahona, en el este de Caracas. Allí, mientras bailaba junto a unos amigos, un encuentro inesperado con un personaje inadvertido de su pasado daría inicio a una larga pesadilla.
Ilustraciones: Robert Dugarte
La fiesta era como cualquiera en la Venezuela de 2017. Hasta en aquellas que se daban el “lujo” de ser en un salón de fiestas privado, el contrato estaba explícito: trae tu cava. El anfitrión prometía el hielo y la música.
Si un tema de bolero hubiese sido la elección, seguramente la noche habría transcurrido de otra manera, el desorden de la pista, el movimiento de los cuerpos. Incluso no olería a Marlboro rojo, ron barato, porros de marihuana y aires de superioridad. Así se sentía Amanda. Altiva, independiente y un poco ebria. Tenía un escote prominente y un pantalón que le sentaba bien. Se sentía “cool” y se dejaba llevar por la rumba que transcurría en un edificio de La Tahona, en el este de Caracas. Una masa de personas se movía como un mar picado en una pista de baile.
Se sirvió un ron con hielo, que acompañó con Coca-Cola, y se incorporó a bailar reguetón. Amanda sabía que no bailaba muy bien, pero sabía también que no pasaría inadvertida. Camino a la pista vio a un conocido que le gustaba y lo saludó. Se juntaron en un movimiento que luchaba por acoplarse. Pero como él no tenía swing, al cabo de un rato, ella se aburrió. Entonces se distanciaron. Ella terminó bailando en círculo con sus amigos. Hasta que sintió ganas de orinar.
—Ya vengo —le avisó a sus amigos.
Un empujón que la pegó contra una pared interrumpió sus pasos.
—¿Qué te pasa? –gritó Amanda a la desconocida que la miraba fijamente.
—¡Amanda! ¿No sabes quién soy yo? –le respondió la mujer, que parecía electrizada por alguna droga.
—Sí, sí –fingió por educación mientras se calmaba–. ¿Cómo estás?
—Perdón, perdón. ¡Perdón!
La mujer se perdió entre la multitud… por el momento.
Amanda les contó a sus amigos lo sucedido. El cuento los asombró, pero se rieron pensando que era otra de sus “locuras”. Y siguieron festejando, como si nada hubiese pasado.
Al rato salió al jardín a respirar. Estaba a solas cuando una mano la tomó por el hombro: al darse vuelta se topó con la misma mujer que la había empujado. Y sintió un frío líquido bajando por su rostro. La mujer le echó un trago encima y se reía como loca.
De inmediato, Amanda corrió a buscar a sus amigos para contarles lo ocurrido. Esta vez reaccionaron de otro modo. Las mujeres del grupo se asustaron y los hombres se indignaron. Dijeron que buscarían a la agresora, pero no hizo falta. Estaba ahí nuevamente. Cerca de ellos y miraba fijamente a Amanda.
El grupo trató de mantener a Amanda fuera de la vista de la mujer, pero sin importar a dónde se movieran, la mujer los seguía. En verdad, los varones también se sintieron intimidados. Y se tomaron más en serio la situación. Entonces idearon un plan: fingir su salida de la fiesta.
Se acercaron a la salida y, justo antes de llegar a las puertas del edificio, se metieron por un pasillo que no se distinguía a simple vista. El corredor llevaba hacia un espacio donde había un tanque de agua y lo que parecía ser un depósito de basura. Allí se escondieron con la idea de despistarla.
Vieron salir a la mujer, como buscando a Amanda. Aliviados, al ver que se alejaba, se devolvieron a la fiesta, disfrutaron otro rato y se fueron.
Amanda, de 22 años, era entonces una estudiante de Comunicación Social. Los viernes le gustaba salir a divertirse, como aquel fin de semana de noviembre.
Durante los días que transcurrieron después de aquella fiesta recibía llamadas de un número que comenzaba con el código 0212. No dejaban de llamarla y de enviarle absurdos mensajes de amor, que a veces Amanda respondía sin obtener respuesta de vuelta. Otras veces la insultaban. Todo esto de parte de alguien que no conocía, pero se le despertó la sospecha de que podía ser aquella misma mujer.
Unos días después de la fiesta, unas amigas le advirtieron que la tipa era una loca, que se cuidara. Pero ella no les hizo caso. Al menos ya tenía un nombre: Natalie. Resultó ser que estudiaron en el mismo colegio, pero al haber unos años de diferencia entre ellas, Amanda, que era más joven, no la ubicaba; realmente no recordaba haberla conocido.
—Mira, ¿qué vaina es? —le dijo un amigo de Amanda, en respuesta a una llamada de aquella—. Ya esto se está poniendo intenso, deja de llamarla, deja de perseguirla, no entiendo qué estás haciendo.
Ella bloqueó el número para su tranquilidad. Eso le daría un pequeño respiro.
Después de pasar semanas entre su casa y la universidad, un día fue al gimnasio del club del que era socia.
“¡Uno…dos…tres!”, gritaba la instructora de spinning sobre el fondo de un merenguetón insoportable. Terminó su clase y se dirigió a los vestuarios para ducharse. Se estaba cambiando cuando se dio cuenta de que se sentía muy mal. Y de pronto se desmayó.
Cuando despertó, estaba siendo atendida por un grupo de mujeres que hacían spinning. Una la soplaba, otra le acariciaba el brazo y la tercera le preguntó si estaba bien. Ahí mismo se incorporó.
De pronto vio a Natalie, caminando detrás del grupo mientras se reía macabramente. Instantes después, la mujer se esfumó. Amanda se asustó mucho. Se terminó de vestir y salió del vestuario. Comenzó a caminar y de nuevo vio a lo lejos a la mujer. Se puso sus audífonos y quiso que todo sonido se bloqueara. Ese era su escudo, su capa de invisibilidad.
Una hilera de palmeras se contraponían a Amanda, que huía. A paso rápido, como esos maratonistas que no son maratonistas, medio corría hacia el estacionamiento del Club La Lagunita. Y cuando llegó, Natalie estaba allí.
—Por favor, déjame en paz; no te he hecho nada.
—Pero es que eres demasiado bella. ¿Qué pasa? ¿Te da miedo que vea tu carro?—dijo Natalie, con una sonrisa desagradable. Y agregó: Tranquila, no te voy a matar. No todavía—y estalló en una carcajada.
Amanda sacó fuerzas y corrió a la caseta de vigilancia del club.
Al regresar con los guardias, Natalie había desaparecido.
Comenzó a vivir inquieta, a la expectativa de que algo estaba a punto de ocurrir. Natalie tenía un Chevrolet gris, que varias veces sobrepasó la vigilancia del edificio de Amanda. En una ocasión, estuvo dando vueltas sin parar en una pequeña redoma del conjunto residencial a toda velocidad. En otra ocasión sobornó a un vigilante para que le dejara un regalo a Amanda. El regalo era una cava llena de cervezas, varias pizzas y golosinas importadas. Ella no se atrevió a probar nada de eso.
Mientras caminaba, Amanda no dejaba de estirar el cuello para mirar hacia atrás. Grafitis en el camino a su casa decían “Amanda te amo”, las llamadas no paraban, desde números distintos si se atrevía a bloquear alguno. Su instagram se plagaba de cuentas desconocidas enviándole mensajes obscenos. Hasta que un día apareció una notificación en su celular de un mensaje de texto. En realidad, era una seguidilla de mensajes. No provenían de un contacto guardado. Sintió escalofríos.
“Me gustas mucho. Espero no cagarla contigo pero ya es muy tarde para eso. Te quiero violar”.
Amanda soltó el teléfono y se puso a llorar. Entendió que si no tomaba una decisión radical, su vida seguiría igual. Habló con su mamá.
La familia conversó el asunto y decidieron que lo mejor era que saliera del país por un tiempo. No confiaban en que denunciar a Natalie resolviera nada. Además, Amanda ya venía acariciando la idea de pasar una temporada fuera. Así que hizo sus maletas y se fue a Miami.
Allá la recibieron dos de sus tíos y primos pequeños. Allí se sentía resguardada. Tranquila. Al poco tiempo, consiguió un trabajo que no la satisfacía, pero que podía hacer desde casa y la mantenía ocupada. Cuidaba a sus primos al tiempo que editaba en su laptop fotos y videos de comida para un restaurante de la ciudad. Extrañaba la calidez de su gente, su cama y a su mamá. Igual su estadía no estaba planeada para ser larga.
De Natalie supo poco durante ese tiempo. Sus amigos, que comenzaron a seguirle la pista a la mujer, le enviaban por whatsapp noticias de ella. Así se enteró de que chocó dos carros y se dio a la fuga. La capturaron y llevaba consigo tres gramos de cocaína y dos pastillas de éxtasis.
Estuvo presa una semana. Para que saliera la familia apeló, básicamente, a que tenía un problema mental. Hicieron público que hacía ya un tiempo se le había diagnosticado Trastorno Límite de la Personalidad. Incluso, una tía suya, en respuesta a la denuncia pública de otra chica a la que también acosaba, hizo circular un mensaje vía whatsapp para explicar el problema.
El TLP genera cambios de ánimo repentinos, inestabilidad e impulsividad, así como un constante sentimiento de abandono, vacío y aburrimiento. Y la persona no sabe cómo manejarse con sus impulsos.
A Natalie le impusieron dos meses de régimen de presentación ante un tribunal cada 15 días, y que se hiciera un examen toxicológico con la misma regularidad. Su familia tomó cartas en el asunto: la internaron un mes en una clínica psiquiátrica privada.
Después de varios meses sin la pesadilla del acoso, los menajes ni los grafitis, Amanda regresó a Caracas. Se reencontró con sus amigos, que comenzaron a visitarla en su casa. Por aquellos días de de marzo de 2019 comenzaron los apagones eléctricos que mantuvieron el país a oscuras.
Una de esas noches, en la penumbra, Amanda, su hermana y su mamá jugaban cartas Uno, bebiendo agua y riéndose. En un momento, Amanda interrumpió la partida para salir hacia el pasillo del edificio tratando de que al celular le llegara algo de señal.
En las escaleras escuchó unos pasos detrás de ella. Pensó que era algún vecino. Pero estaba equivocada: giró el cuello y vio a Natalie.
—¡Mamáaaaa!— gritó Amanda—. ¡Mamáaaa!
—Por favor, Amanda. Es que yo te amo.
—Mamáaaaa, mamáaaaa.
Súbitamente, la madre de Amanda abrió la puerta y Natalie corrió escaleras abajo.
Amanda volvió al llanto, al miedo y la resignación.
Esta vez su familia denunció a la acosadora en el Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas, donde se enteraron de que Natalie ya tenía dos expedientes abiertos por acoso sexual.
—El caso es difícil —les dijo un funcionario.
Esa sería una respuesta recurrente. Por tener un problema psiquiátrico, no podían hacer mucho.
Con el paso de los meses la persecución se extinguió. Ahora tiene un novio que la acompaña cada vez que puede. Trata de llevar su vida normal. Para lograrlo —para dejar atrás toda la angustia, toda la paranoia— va al psicólogo, una vez por semana. Porque todavía le teme a los estacionamientos, los ascensores, las escaleras, los cuarto oscuros y, sobre todo, a estar sola.
Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.
4689 Lecturas
Diego Vega
Periodista de dos décadas y media. Leyendo desde la cuna y escribiendo desde el corral. Radicado en Venezuela por elección y comprometido a descubrir la naturaleza humana a través de historias.