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Como pitonisa de su propio futuro

Ene 23, 2020

Cuando Yolly Zambrano jugaba a que inyectaba a sus dos únicas muñecas, siendo una niña de apenas 6 años, repetía una y otra vez que quería ser enfermera. Por alguna razón que ella no logra precisar, la idea se le quedó fijada en la mente. Tanto que se le convirtió en un sueño que no descansaría hasta hacer realidad.

Fotografías: Iván Ernesto Reyes

 

—¿Qué haces, Yolly? —le preguntaba su mamá.

—Es que se sienten mal y vinieron al hospital. Las estoy curando. Yo voy a ser enfermera —respondía.  

Yolly Zambrano, desde que tenía 6 años, puyaba a sus muñecas. Eran las únicas que tenía; unas a las que le faltaban algunas extremidades. 

La infancia de Yolly transcurrió en Petare, el barrio enorme, de casi un millón de habitantes, que se despliega a lo largo de varios cerros del este de Caracas.  Su rutina siempre era la misma: su madre la despertaba a ella y a su hermana muy temprano, a las 4:30 de la mañana, cuando todavía afuera no había aclarado. Las vestía mientras ellas daban tumbos por el sueño. Luego salían, desde lo alto de Petare, y caminaban durante media hora hasta el sector Agricultura, donde estaba su colegio. Al llegar, desayunaba: casi siempre era una arepa, que llevaba envuelta en papel de aluminio, y una malta. Allí pasaba el día. Luego regresaba a su casa. 

Y volvía a jugar que era una enfermera que atendía a sus muñecas.

Allí debe estar el origen de esta historia. En esas largas horas en las que Yolly se sumergía en un mundo de fantasías, creado por ella misma, cuyo escenario eran hospitales. No sabía —no podía saberlo— que, como una pitonisa, estaba prediciendo su propio destino. 

 

Yolly creció. Se enamoró a los 16 y al año quedó embarazada. A los 18 se casó, tuvo a su hija y después se divorció. La idea de ser enfermera seguía rondándole en la mente; nunca quiso ser otra cosa. Pero ahora, atareada con las responsabilidades que supone la maternidad, pensaba que era imposible. En su horizonte, ser enfermera se había convertido en algo improbable, difuso, lejano: como cuando El Ávila se desaparece de la vista de los caraqueños en un día lluvioso. 

Terminó el bachillerato y decidió estudiar para ser secretaria porque, le decían, de algo había que vivir. Así fuera de algo que no le gustara. Ser secretaria no le ilusionaba, pero decidió formarse para ese oficio porque era algo que podía aprender en poco tiempo e incorporarse al mercado laboral: según tenía entendido, muchas empresas requerían secretarias. 

Eso hizo, pero nunca puso en práctica lo que aprendió, porque no le gustaba: fue a dos lugares donde estaban buscando secretarias y, después de las entrevistas, decidió no volver. Ella quería ser enfermera. Tenía 24 años cuando se volvió a enamorar y tuvo a su segundo hijo. Dio a luz en 1989. Estando el bebé de meses, se enteró de que en el hospital Ana Francisca Pérez de León, en Petare, estaban dictando un curso de enfermería que duraba un año. Se entusiasmó. Aquella vieja idea que había quedado tapizada por las circunstancias de la vida volvió al primer plano. 

Estaba contenta, dedicada a aprender aquello que alguna vez fue para ella un juego de muñecas. Mientras estudiaba, no podía trabajar. Eran demasiadas las horas de estudio y además tenía que atender la casa, dos hijos y a Hérmógenes, su esposo. Él, conductor de jeeps en Petare, la apoyaba cuanto podía: feliz de verla cumplir su sueño de ser enfermera, comenzó a trabajar doble turno para poder mantener la casa con un solo sueldo.

Yolly y Hermógenes se levantaban muy temprano todos los días. Él, manejando un jeep azul cielo chasis largo para arriba y para abajo. Ella, con sus libros y apuntes, estudiando en el corazón de Petare. Así fue durante un año: en 1995 se graduó. En las fotos de aquel día se le ve muy feliz: ataviada con su uniforme de un blanco impoluto que contrastaba con su tez morena. Un atuendo que para ella, desde aquel día, comenzó a ser una indumentaria sagrada: solo usa esa ropa dentro del Hospital Pérez de León, donde se quedó trabajando. Le parecía que llevar el uniforme puesto en la calle era antihigiénico y un irrespeto a la profesión. 

Tres meses después de recibir su título, tuvo que enfrentarse a algo a lo que tendría que enfrentarse muchas veces: atender a un herido de bala. Dos hombres irrumpieron en el hospital con una motocicleta. A toda velocidad, sin importar a quien se llevaban por delante, rompieron la puerta principal y el sonido del motor se mezcló con los gritos en la sala de emergencia. Yolly, atónita, vio cómo todo pasaba frente a sus ojos. Sus piernas reaccionaron: la llevaron frente al herido. Pisó la sangre desparramada en el suelo y ensució su uniforme blanco.  

—¿Qué le pasó? —les preguntó, sobresaltada. 

—Le metieron un balazo en el cerro —gritó uno de ellos. 

Yolly y sus compañeras tomaron el cuerpo y lo pusieron en una camilla. El cirujano de guardia ordenó llevar el herido al quirófano. 

Yolly escuchó a uno de los hombres gritarle al cirujano:

—Si se muere, te mato.

Y, nerviosa como estaba porque era la primera vez que presenciaba algo así, mientras empujaba a ese hombre lejos de las puertas del quirófano, respondió: 

—No se va a morir. 

El hombre herido sobrevivió. 

Yolly, las demás enfermeras y el médico cirujano también. 

Jamás olvidaría aquella experiencia que, lejos de espantarla de las salas de emergencia, le permitió asimilar con qué iba a lidiar en adelante. Yolly volvía a sentir la adrenalina cada fin de semana cuando la sala de emergencia se llenaba de heridos a puñaladas o a tiros. Yolly escuchaba el chillar de los neumáticos de la ambulancia cuando frenaba de golpe en la entrada del hospital, y sabía que el trajín estaba por comenzar. Era un reflejo de cómo la violencia crecía en el país. 

En las pocas noches que no debía cumplir guardias, se quedaba en casa, descansando, pero no podía evitar ver la serie Sala de Emergencias, que entonces transmitía Televen. 

—¿Por qué te gusta tanto esa serie? —le preguntaba su esposo. 

—Es lo que yo vivo a diario. Me toca hacer esas cosas: cateterizar una vía, ayudar al médico, subir a los pacientes por las escaleras si no funciona el ascensor —le respondía. 

Seis años después de vivir eso a diario, llegó para ella una nueva oportunidad: otra enfermera le contó que estaban buscando personal capacitado en el hospital Domingo Luciani, un centro médico ubicado en El Llanito, cerca de Petare. Yolly se animó a postularse, sabiendo que en caso de quedar tendría que trabajar a doble turno. Si bien significaba dormir poco y descansar menos, le hacía mucha ilusión comenzar a contar con dos sueldos. Eso le permitiría una mejor calidad de vida. Acaso, incluso, salir del barrio: estaba harta de oír las ráfagas de tiros por las noches. 

Y fue seleccionada. 

Pero esa emoción se disipó el primer día. Porque este nuevo comienzo inició con un sinsabor. 

—¿Nombre? —le preguntó la enfermera supervisora que sería su jefe. 

—Yolly… Zambrano —respondió intimidada ante aquella voz vehemente.

—Vas a sala de partos.

—Pero… ¿no puedo estar en sala de emergencia?

—No. Vas a sala de parto y punto. 

A regañadientes, aceptó su nuevo puesto sin saber muy bien qué hacer: ella era experta en aquel terreno en el que la muerte acecha; no tenía idea de cómo eran las cosas donde la vida hace su entrada a este mundo.

Quizá por la fragilidad que es común en ambos territorios, o porque «el roce hace el cariño», como reza el dicho, Yolly se adaptó pronto. Comenzó a asistir partos a diario. Le pareció fascinante ese momento en el que las madres pujan con fuerza expulsando a su bebé al mundo. Y ese grito de las criaturas que se transforma en llanto. Ha visto la escena tantas veces que olvidó cuál fue la primera. Llegó a estar en 30 alumbramientos cada mes. 

Y entre tantos, hay uno que no se le ha borrado de la memoria. 

Andrea estaba en el noveno mes de embarazo. Era madre primeriza y todo marchaba bien. En uno de sus últimos controles, Yolly notó que la chica no tenía buen semblante.

—¿Se siente bien? —le preguntó. 

—Sí… sí —respondió Andrea con una mueca. 

Pero Yolly sabía que algo no andaba bien. La mujer acababa de orinar y Yolly pudo ver que en el orine había coágulos de sangre. De inmediato, corrió a buscar al médico de turno, quien revisó la orina. Después auscultó a Andrea.

—Hay que hacer cesárea de urgencia —dijo. 

La ingresaron a quirófano. Hicieron una incisión por encima de la pelvis y las enfermeras sacaron al bebé: notaron que no respiraba. Rápidamente intentaron revivirlo, sin éxito. La criatura estaba amoratada. Andrea, que estaba anestesiada localmente, no sabía qué ocurría. Fue la primera y única vez que Yolly vio nacer un bebé sin vida. 

En aquella época eran pocos los casos que afligían a Yolly, es por eso que recuerda ese episodio tan nítidamente.

Pero ahora la situación es distinta. A veces, anda apesadumbrada. Porque ve en perspectiva cómo han cambiado las cosas. El deterioro en el Domingo Luciani y el Pérez de León es cada vez mayor: los ve devastados, vacíos, ruinosos. Los pacientes llegan con heridas, pero los médicos no pueden atenderlos. No hay insumos. Ella no puede ayudar a los pacientes como quisiera. No hay ambulancias. Le angustia cuando refieren casos a otros centros porque sabe que significa que los pacientes deben resolver el traslado por sus propios medios. Muchas de los colegas de Yolly se han ido de los hospitales, del país.  

—A veces tengo ganas de irme. Me entra una frustración tremenda al ver que lo que gano no sirve de nada aquí. Pero me repongo y recuerdo que hago lo que me gusta y donde es necesario. Que fue lo que siempre soñé. Allí es cuando digo: “Yo no me voy. Yo me quedo aquí.”


Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.

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Mi nombre es Iván Ernesto Reyes. Soy fotoperiodista y periodista venezolano. Aunque principalmente hago fotografías, me gusta escribir y tengo la oportunidad de hacerlo. Me gusta estar cerca de la gente y poder contar sus historias y así darle voz a quienes no son escuchados.

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