Ya solo queda cruzar con cuidado
Desde que estaba en el bachillerato, Carlos Egaña sospechaba que padecía un trastorno bipolar, pero no se atrevió a buscar ayuda profesional hasta que cursaba el cuarto año de Letras en la Universidad Católica Andrés Bello. En este texto testimonial, ganador de la segunda edición del Premio Lo mejor de nos, evoca los altibajos que ha experimentado durante un largo proceso que lo ha obligado a entenderse consigo mismo.
Fotografías: Daniel Chacón Aro / Carlos Egaña
La obra de van Gogh me parecía un cliché terrible. Cuando en 2014 tuve la suerte de ir al MoMA por primera vez, ni me interesé en ojear su cuadro más famoso. Yo tenía entonces 18 años. A pesar de las insistencias de Anita Pantin, artista plástico y una de mis personas favoritas, preferí perderme entre las composiciones de Kandinsky y las burlas de Warhol antes que hacer cola para mirar otra noche más. Los clics de las cámaras y los celulares que desfilaban ante el cuadro no contribuyeron mucho a desear acercarme a ella.
Para mí, van Gogh era sinónimo de todo lo que me parecía frívolo: niños que vanaglorian su obra y la de Magritte y la de Dalí para dárselas de conocedores; pero que no saben diferenciar una columna jónica de una columna dórica, y que se confunden cuando mencionas a van Eyck o al Bosco. Sus girasoles y retratos me producían desdén.
Imposible haber sido más patán. Imposible haber sido más prejuicioso.
Volví a Nueva York en agosto de 2018 para visitar a Ignacio, mi mejor amigo. Luego de enconcharse en mi casa en Caracas por unos días, tuvo que huir de Venezuela para no caer preso. Él era uno de los dirigentes de Embajadores Comunitarios, una fundación que forma líderes entre jóvenes de comunidades vulnerables. Varios miembros de la organización fueron llevados a la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia, en el Helicoide, luego de que Diosdado Cabello aseverara en su programa de televisión que Embajadores Comunitarios adoctrinaba a los jóvenes sobre el capitalismo.
A mi amigo, uno de los mejores estudiantes de la Escuela de Ciencias Sociales, solo le faltaba un semestre para graduarse. A mí me faltarían unos cuantos más para superar que nuestra universidad no lo ayudó en lo absoluto: aunque los profesores no veían inconveniente en evaluarlo a distancia, la directora de la escuela no permitió esa flexibilización.
Pero esa historia merece otras páginas.
El último día que estuvimos juntos, fuimos al MoMA. No recuerdo exactamente el día, pero me imagino que no era de los más populares para visitar museos: no vi ninguna procesión de iPhones en el quinto piso.
Me acerqué a La noche estrellada, esa obra que antes traté con desdén, y me quebré. Los trazos llenos de ansiedad que marcaban y remarcaban cada nube se me hicieron demasiado parecidos a mis caricaturas. Las cordilleras en el fondo, tan cercanas al color del cielo, tan oscuras como mis arrepentimientos, resonaron con mis ideas sobre el Ávila.
Si supiera llorar, mi cara se hubiese vuelto un pantano.
Meses antes, me habían diagnosticado trastorno bipolar. Semanas antes, había descubierto que el pintor holandés había sufrido la misma condición. Aquel día, comprendí que el futuro era posible.
Desde que estaba en bachillerato sospechaba de mi condición. Pero como para la mayoría de los venezolanos, la salud mental era un tema tabú para mí. No fue sino en mi cuarto año en la Católica cuando, cansado de un proceso emocional y mental que sumaba años, convencí a mis padres de que necesitaba terapia. Pasé por dos psicoanalistas con quienes discutí a fondo mis actos desesperados de amor, los insultos que profería contra mis padres, la soledad desgarradora que siento cuando mis amigos no me toman como prioridad.
Convencer a mis familiares de que necesitaba ir al psiquiatra fue un reto. A ellos les parecía que exageraba cuando les manifestaba cómo me sentía. La palabra bipolar les hacía ruido. Tal vez los llevaba a tenerme lástima. O quizá es que se preocupaban por mí y pensaban en todos los motivos por los que habían tenido que cuidarme antes: nací con los pies chuecos, por lo que usé botas ortopédicas; después utilicé tapones en los oídos por problemas de audición; cuando estaba en cuarto y quinto año del colegio, me escapaba a recorrer el Centro de Caracas.
No les quedó de otra. Mi decisión de ir al psiquiatra ya estaba tomada. Debieron entender que transito entre manías y maltratos y que necesito tomar pastillas. Ahora me siento apoyado, como nunca antes.
Todas las noches debo tomar lamotrigina y risperidona. El primer medicamento es un anticonvulsivo; el segundo, un antipsicótico. Todavía padezco giros emocionales: algunos días me creo un dios, otros días me siento minúsculo. Hay ocasiones en que comentarios incisivos e inesperados me hacen cambiar mi estado de ánimo por horas, hasta días. Mis carcajadas se transforman en cansancios que duran demasiado. Pero ahora tengo conciencia de lo que atravieso; tengo más control sobre mis iras y mis depresiones. Sé lo que ocurre y me tranquilizo. Tirar un cable a tierra, como diría mi admirado Fito Páez, ya no me cuesta tanto.
En ocasiones, he sido irresponsable con mis medicamentos. Cuando pienso que las nubes apenas alcanzan mis pies, escribo como un degenerado, socializo con personas que normalmente me generan rechazo. Cuando cobro conciencia de que atravieso una fase hipomaníaca, mi ansiedad se dispara un poco más por la consternación de que, en cualquier momento, me deprimiré y se me harán más difíciles las tareas pendientes.
Pero destruyo mis neuronas con excesos que se me hacen corrientes, asumo riesgos que terminan por echar a mis amigos a un lado. Lo más duro de esto es que racionalizo lo que hago y días después es que noto mis errores. Y el bajón, inevitable, se fortalece, me convence con buenos argumentos que soy un caso perdido. Muchas veces he estado rodeado de gente que, sin razón alguna, trata de hacerme feliz, mientras que insisto sin pena en que moriré solo.
Luego de entender mejor mi situación, he concluido que muchos más a mí alrededor necesitan asistencia, sobre todo en un país que convierte la satisfacción en lujo. “Uy, eso no es para mí”, “no creo mucho en eso”, me suelen responder muchos cuando les recomiendo buscar ayuda psiquiátrica. Sin embargo, no me perturbo por tales actitudes. Pretender que mi proceso, que ha tardado años, se absorba en conversaciones que duran minutos es una estupidez. Espero que en un futuro próximo, seamos más quienes busquemos calmar lo más errático de nuestros días.
Si pudiese mandarle una carta a mi yo de bachillerato, escribiría lo siguiente:
Keke, tus fantasías más precoces se harán realidad. Antes que termines la universidad, habrás publicado un libro de la mano de tus ídolos. Olvidarás el miedo de hacer el ridículo y te convertirás en el líder de tus compañeros de clase. Conocerás pensadores, artistas importantes, ¡hasta príncipes! Pero la felicidad jamás acompañará tus logros.
Tu corazón sufrirá desgarres imposibles de recuperar. Los suficientes para que, perdido en el despecho, destruyas a la vez los corazones de tus hermanos. Tus declaraciones de amor serán insuperables, pero en la mayoría de los casos, serán botados a la basura por errores que no entenderás sino mucho después. Pasarás de ser un nerd a ser un punk, de tener aparatos a encantar con tu sonrisa, pero las ganas de cuestionar al otro te llevarán a cuestionarte hasta dudar de tu realidad.
Disculpa si mi honestidad te asusta. Sé muy bien, no obstante, que no detendrá tus ambiciones; no te confundas, tampoco quisiera que eso ocurriese. Lo que me parece importante, más allá de las glorias y las tragedias, es que entiendas que tu desorden obsesivo-compulsivo, la necesidad que tienes de morder sacapuntas y romperte las cutículas, ocurren por una razón. Que no estás solo, y que todas tus peleas han sido dadas por muchos escritores que te inspiran.
Crees que tu locura inspira genialidad, o que ser un genio implica estar loco. No sé si es correcto pensar una cosa o la otra. Pero tu sufrimiento siempre dejará la posibilidad de que no te rindas. Cada vez que estés cerca del abismo, te convencerás más de que vale la pena batallar hasta no dar más. Puede sonar un poco triste, pero habrá días en que te levantes y te sorprenderá seguir allí. Pero, ¡qué va!, sabemos bien que sin asombro no hay pensamiento, y pensar tanto es lo que te destaca entre la multitud.
Insisto: no te rindas, no te rindas. Aunque te diga que cumplir tus sueños no pone fin a la tristeza, persíguelos; sin ellos, el tormento será mayor. Cuando te ves sin metas es cuando más te traicionan tus emociones. Sueña, sueña en grande, sueña con los ojos abiertos, que tu único obstáculo es tu cabeza. Te pido, eso sí, que no la destruyas, aunque la tentación en algunos casos sea grande.
Por último, valora las palabras de los otros así como valoras las tuyas. No dejes la irreverencia a un lado, pero no te rebeles contra quienes te quieren. Al menos, trata de no hacerlo. Cuando sospeches de las intenciones de tus amigos más queridos, dales el beneficio de la duda. Te aburrirás de muchos de ellos como ya te aburriste de tus compañeros del liceo Los Arcos; lo importante es comprender que no son herramientas, que a pesar de que alejarte parezca la solución a veces, lo más probable es que te respondan cuando les escribas en la madrugada. Más difícil que hacer amigos es perderlos.
Vive al máximo y no le tengas miedo al extremo. Tenle miedo, en cualquier caso, a la seguridad con que dices ciertas cosas. Aunque te detestes de vez en cuando, entiende que lo haces por no saber cómo quererte. Tropieza mil veces, tus huesos no son de leche. Cuando la luna te salude mientras tomas tus pastillas, sabrás que todo sigue su curso. No te dejes de montar en el barco, que conseguirás islas que te alumbrarán como ninguna otra estrella.
Seguro de que mañana será un día mejor, y no un día más.
C. E.
Me comenzaron a recetar antipsicóticos luego de que intentase matarme por tercera vez. Después de leer a pensadores que admiro diciendo que lo que vivo no es cierto. Después de que la transición política en Venezuela que impulsa Juan Guaidó —a la que me sumé como parte del movimiento estudiantil, ya que era consejero universitario de la Católica— se volviese más y más ilusoria. Después de que escribir una tesis para la que me había preparado demasiado se volviera un reto estúpidamente difícil. No supe diferenciar la realidad de la ficción. El futuro se me hizo tan desconfiable que me convencí de que pensar más allá del presente era una ridiculez. Cambié la casa y la universidad por las discotecas de Las Mercedes, donde comunicarse se hace con el cuerpo y no con las palabras. Cuando me alcanzó el cansancio tras mover tanto las piernas, preferí rebasar mis límites que sentarme a tomar aire.
Según el prominente psiquiatra e investigador Darrel A. Regier, un sesenta por ciento de pacientes con trastorno bipolar ha dependido de drogas o alcohol. En varios momentos de mis veintitrés años, he sido parte de ese porcentaje.
Una vez, luego de un viernes en que no logré dormir, fui a una actividad en la Católica y al salir comencé a beber con unos compañeros. Los tragos dieron pie al consumo de otras sustancias: una cantidad de químicos que se cruzaron con ron. Fuimos a la playa y allí, con la euforia de la rumba, me negaba a cerrar los ojos y tomaba pastillas para no dormir. Pero después, al cabo de un rato, tomé otras para desconectarme. Caí rendido. Desperté muchas horas después en un cuarto de mi apartamento que nunca toco.
No sé cómo llegué hasta allí.
Me sentía abandonado; pero no por amistades o por amores, cosa que me acercó al cementerio las dos veces anteriores, sino por los anhelos que me habían dado rumbo y que se tornaron en polvo luego de pisar tan duro por tanto tiempo. Tuve la sensatez, al menos, de llamar a mi psiquiatra al día siguiente y contarle lo ocurrido. Descubrir que era un número más nunca se me había hecho tan aliviante.
No todo fue negativo: hice buenos amigos. Amigos que, en contraste con muchos que han emprendido proyectos conmigo, me atienden y me entienden sin cuestionar mis delirios. Pero no creo que socializar con una facilidad idiota haya valido las manchas que dejé durante esos días.
Puedo decir que, más allá de las tentaciones, no busco cambiar las nubes del cielo por unas de plástico. Volví de la muerte y mi fuerza aumentó. Sin embargo, los arrepentimientos que cargo por pensarme un cadáver molestan bastante.
No le recomendaría a nadie crecer de la misma forma.
Crié cuervos, crié fama. De tanto en tanto tiemblo cuando los chismes caraqueños se acercan a mi nuevo lugar de trabajo. Pero pretender apagar las llamas que dejé en el camino con un vaso de agua me parece la más triste de las negaciones. No dejaré de escribir sobre mis experiencias más vulnerables —si no, ¿para qué escribir?—. Si lo que hice obstaculiza los destinos que me he planteado, asumo totalmente la consecuencia. Lo importante es que estoy aquí, que mis dedos teclean sin parar, que sonreír el día después me llena de vigor como pocas veces antes.
Pronto visitaré a Ignacio de nuevo. Pronto publicaré mi segundo poemario. Pronto veré cómo mis estudiantes de bachillerato se harán las preguntas más importantes. No lo sé de hecho, no lo puedo saber a ciencia cierta; la sospecha me basta para seguir adelante. Perderme en una noche estrellada siempre se me hará sencillo. Lo importante es recordar las constelaciones que brindan luz. Mi condición no es mi futuro, sino un puente entre dos montañas. Ya le perdí el miedo a las alturas, solo queda cruzar con cuidado.
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Carlos Egaña
Soy poeta, periodista y profesor. Escribo para cambiar el mundo y transformar la vida. Luego de ser llamado "el estudiante más odiado de la UCAB" en Twitter, me destaqué como consejero universitario en mi último año de la carrera.
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