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Así como ella nos entendía a nosotras

Orianna creció convencida de que Cuba y su gobierno eran la fuente de destrucción de su amada Venezuela. Y en su corazón se sembró un agrio sentimiento contra todo lo que sonara a cubano, incluida la gente de la isla. Pero en la Cataluña donde transcurre ahora su vida, una experiencia de dolor y solidaridad le revelaría algo que no sospechaba.

Ilustraciones: Walther Sorg

 

Año 1998. Yo tendría 5, quizá 6 años. Mi bisabuela se sentaba en el sofá con los ojos cerrados y dejaba la televisión encendida con las noticias puestas. Uno de esos días escuché una palabra que, por alguna razón, llamó mi atención: Cuba. 

—Yaya, ¿qué es Cuba? —le pregunté a mi bisabuela. 

—Es una isla. Pequeña.

— ¿Y quién es el presidente?

—Fidel Castro. Un asesino.

No pregunté más. Mi curiosidad estaba satisfecha. 

Con el pasar de los años, comencé a hacer asociaciones entre lo que mi pequeño círculo comentaba, lo que mostraban las noticias y lo que decían los políticos del momento. Más adelante, comencé a relacionar las palabras Cuba y Fidel Castro con la lenta pero palpable decadencia que se hacía cada vez más presente en la vida de los venezolanos. Fui asumiendo, inconscientemente, que si Cuba era mala, todo el que fuera cubano merecía mi desprecio.

Así pasé mucho tiempo: despreciando un país del que no sabía nada, a su gente y a todo aquello que tuviera que ver con él: en mi mente, el gobierno y Cuba estaban destruyendo a Venezuela. El país que yo amaba. Y cada vez ese descalabro era más grande.

Un día, unos familiares lejanos, preocupados por la situación que había en Venezuela, me ofrecieron que me fuera con ellos a Cataluña: pagarme el pasaje, recibirme y mantenerme hasta que fuera capaz de valerme por mí misma.

Me negué. Me daba vergüenza tener que depender de esas personas. Y no había terminado mi carrera, que era algo que quería llevarme si me iba. Para ese momento tampoco tenía papeles que me aseguraran un estatus legal dentro de España. Por eso no me fui. Mi vida se convirtió en un aguantar, o como dice un buen amigo mío, vivir “una arrechera a la vez”.

Pero llegó el punto de quiebre.

 

Fue a principios de 2017. En mi pueblo, San Antonio de Los Altos, a una hora de Caracas, los días se hicieron difíciles de llevar. Allí, como en el resto del país, se desató una ola de protestas en contra del régimen de Nicolás Maduro que las fuerzas de seguridad del Estado reprimían con saña. 

En San Antonio transcurrió una de las semanas más violentas de mi vida. La avenida Perimetral, la vía que atraviesa ese pequeño asentamiento del estado Miranda, se convirtió en un campo de batalla en el que combatían la Guardia Nacional contra la “Resistencia”, un movimiento de jóvenes que se organizaban para hacerle frente a la represión. 

En esos días, debíamos atrincherarnos en nuestras casas. Podíamos salir a abastecernos hasta las 2:00 de la tarde, cuando comenzaba la guerra. Una guerra que, por supuesto, todos queríamos que acabara. Pero queríamos aún más que se terminara la pesadilla de 20 años del chavismo.

Cuando comenzaron esos días revueltos —que dejarían desaparecidos, violaciones, muertos— y vimos la imagen de las tanquetas desfilando desde la redoma hasta la plaza del pueblo, todos supimos que algo había cambiado para siempre. 

Tragándome la vergüenza, contacté de nuevo a mi primo. 

Le dije que aceptaba su oferta.

En septiembre del 2017, mi hermana y yo salimos de Venezuela hacia Cataluña. 

 

Pasé nueve meses dando tumbos entre trabajos cuidando niños, limpiando casas, dando una que otra clase de inglés. Incluso trabajando en un régimen de interna por 300 euros al mes. Sí, eso es explotación. Cuando eres inmigrante y no tienes papeles, aprovechas lo que encuentras. 

Hasta que, a dos meses de haber llegado, mi hermana empezó a cuidar a una mujer con esclerosis múltiple. Se llamaba Elena, tenía unos 45 años, hablaba cuatro idiomas, era ingeniera civil, profesora de la Universitat de Barcelona y se encontraba postrada en una cama. No podía mover ninguna parte de su cuerpo a causa de la enfermedad que había avanzado muy rápido.

Estaba conectada a un respirador artificial. No podía hablar. Su única forma de comunicación era un leve movimiento de ojos, que mantenía cerrados todo el tiempo; sus párpados no tenían la fuerza para mantenerse arriba.

Elena era una mente lúcida atrapada en un cuerpo inmóvil.

Meses después, en mayo de 2018, mi hermana me preguntó si me gustaría trabajar con ella cuidando a Elena.

—¡Sí! —respondí sin pensarlo mucho, desesperada como estaba por tener alguna estabilidad. 

La primera vez que la vi me pareció muy bonita: alta, piel blanca, cabello largo y gris. Cinco años antes, cuando quedó confinada a esa cama, se comunicaba con ayuda de una computadora, luego con señas de “sí” o “no” usando los ojos. Pero había llegado al punto en que tocaba adivinar qué era lo que necesitaba, pues ya estaba totalmente inmóvil.

Los primeros días atendiéndola fueron los más complicados. Poco a poco me fui acostumbrando. Una vez terminada la higiene, el cambio del filtro de la tráquea y el suministro de medicamentos, el trabajo consistía en limpiarle la cara, aspirar la saliva de su boca, los mocos acumulados en su tráquea, hacerle masajes y tomarle la temperatura. Terminado todo este proceso, me sentaba junto a ella a leerle algún libro o a hablarle. 

Elena permanecía en un hospital y, debido a su condición, necesitaba estar acompañada las 24 horas, en caso de que algo pasara. Con ella solo estaba tres días a la semana y una noche. Los otros cuidadores, incluida mi hermana, la acompañaban el resto de días y noches.

En esos días conocí a la señora Olga, la madre de Elena. 

La primera vez que hablamos fue por teléfono, justo después de mi primer día de trabajo:

—Perdona que nuestro primer contacto sea por estos medios, pero a mí se me hace muy difícil desplazarme —me dijo con su voz cansada—. Es que no estoy muy bien. Ya nos conoceremos un día de estos en persona, si te parece bien. ¿Cómo está mi niña?

—Bien. Le hicieron la higiene a las 10:00 y el enfermero le suministró la medicina a las 2:00 de la tarde.

—Me alegro, me alegro… ¿Y tú cómo te sientes? ¿Cómo te has sentido?

—Bien. 

Respondí extrañada porque era la primera vez que alguien se preocupaba por lo que yo pudiera sentir haciendo un trabajo. 

—Así lo espero. Sé que es un trabajo complicado, sobre todo cuando hay que hacerle la higiene.

Quizá sí lo era, pero después de haber tenido tantos trabajos indeseables y con gente indeseable, este me parecía maravilloso.

—No se preocupe, señora Olga. Si surgiera algo que no pudiera hacer, se lo diría.

—Y yo te lo agradezco. Muchas gracias Orianna, que termines de pasar una buena tarde. 

Desde esa conversación, noté que la señora Olga, tan amable, no tenía el típico acento español. Su forma de hablar se me hizo familiar. Y se lo comenté a mi hermana.

—Es que la señora Olga es cubana —me explicó.  

—¿Cómo es eso? —fue lo único que se me ocurrió preguntar.

—Los abuelos de la señora Olga migraron de España a Cuba. Hicieron su vida allá y, al instalarse Fidel Castro, ella y su familia se vinieron a España.

A partir de entonces, traté de imaginarme a la señora Olga. Lo único que lograba era pensar en la imagen de Celia Cruz, en su voz potente. 

Los estereotipos se incrustan en nuestra mente y nos empañan la vista. 

Durante mucho tiempo, mi única interacción con ella era a través de las llamadas que hacía con frecuencia para saber cómo su “niña” había pasado el día o la noche. En esas conversaciones la fui conociendo. Supe que tenía 80 años, que había sido operada de la cadera, que andaba adolorida, que vivía sola, que era viuda, que tenía un hijo viviendo lejos, que su corazón estaba roto por su hija enferma.

La escuchaba y entendía por qué se oía siempre tan agotada.

Ocurrió una tarde de primavera en que mi hermana y yo estábamos cuidando a Elena. El hospital estaba tranquilo. Ya había salido el enfermero de suministrarle la medicina, cuando se abrió la puerta de la habitación y vi a una anciana en andadera intentando entrar con dificultad. “Esta viejita se equivocó de habitación” pensé.

—¡Hola, señora Olga! —dijo mi hermana apenas la vio.

“Es ella”, pensé sorprendida. 

Cuando entró y cerró la puerta, mi hermana le acercó una silla.

—¿Cómo está?

Voy haciendo… —contestó haciendo un gesto de lo mucho que le costaba andar. Luego volteó a mirarme:

—Tú debes ser Orianna.

—Sí —le sonreí—. Mucho gusto.

—Muchas gracias por cuidar a mi niña —dijo mientras me estrechaba la mano—. Las dos se ven que sois muy buenas nenas. 

Su piel era muy suave, blanca. Tenía el pelo corto, teñido de castaño rojizo, y sus ojos eran claros, muy bonitos. Me di cuenta de que su hija se parecía mucho a ella.

Nos invitó a sentarnos a su lado, en las dos sillas que quedaban libres en la habitación.

Hablamos mucho. De las dificultades de su día a día, de Elena, de lo activa que había sido… Y llegamos al tema de Venezuela.

—En Venezuela están nuestra hermana menor, nuestros padres y abuela materna —le dijimos cuando nos preguntó si habíamos migrado en familia. 

—¡Madre mía! ¿Y cómo está la familia allá?

—Es una situación complicada…

La señora Olga cerró los ojos y asintió lentamente.

—Entiendo. Nosotros también pasamos por una situación similar.

Hubo silencio.

Nos contó que con la llegada de Fidel Castro al poder, ella y su familia comenzaron a padecer los embates de una grave crisis. Terminaron expropiándoles su pequeño negocio familiar, lo que determinó la decisión de su padre de “volver y morir en su tierra”, lo único que decía que le quedaba.

Después de tomar esa decisión, tardaron dos años en “poner en orden” los papeles para poder viajar. Debieron notificar al gobierno cubano de sus intenciones de dejar Cuba y eso fue suficiente para que los castigaran con trabajos forzados.

—Pero… ¿trabajos forzados por qué? —preguntó mi hermana.

—Por “traicionar a la patria” —respondió la señora Olga. 

Ella y su hermana fueron enviadas a unos sembradíos a las afueras de La Habana. Se levantaban a las 5:00 de la mañana, tomaban un bus que las llevara hasta allá y el trabajo consistía en estar todo el día sembrando y cosechando.

Y así estuvieron hasta que un alto funcionario militar que paseaba por el barrio, se fijó en su casa. Su padre habló con el funcionario, le explicó la situación, y este se ofreció no solo a facilitarles la salida, sino también… a quedarse con la casa.

—Se la dejamos. Nosotros no teníamos permiso para vender nada.

Pero partir de la isla pasaba por resolver otro serio escollo.  Olga estaba casada, y había que lograr un permiso de salida para su esposo, quien no contaba con doble nacionalidad. Lograrlo era de por sí muy difícil, pero el asunto se complicaba más porque él desempeñaba un cargo relevante en una pequeña empresa. Por ende, el sistema cubano le imponía un deber con la empresa-país-gobierno. 

Si no lograban encontrar a alguien calificado para el empleo y que de verdad lo quisiera, el esposo de Olga no podría retirarse y el matrimonio tendría que separarse. Por suerte, un buen amigo de su esposo, que también trabajaba en la empresa, estuvo de acuerdo con asumir el cargo, lo que facilitó las cosas.

Mientras Olga nos contaba eso, yo, comencé a recordar el miedo que sentí el día que tomé un avión en Maiquetía rumbo a España. Estaba sentada junto a mi hermana, sudando frío y asustada. Sentía que, por cualquier excusa, nos podían detener.  

—Me dolió mucho dejar Cuba, porque a pesar de que tenía una conexión especial con Cataluña, yo soy cubana. Pero el hacer una cola para comprar comida con la tarjeta de racionamiento… Recuerdo que a veces nos daban unas latas de carne que olían muy mal. Mi madre… —Se detuvo. Su voz se quebró— no sé cómo hacía mi madre… lograba quitarle ese mal olor, para que pudiéramos comer.

Me vi a mí misma, un día de diciembre de 2016, cocinando una carne que mi papá había conseguido de una caja CLAP. El olor nauseabundo lo contrarresté con un ajo en polvo que encontré, vencido desde 2007. 

—¿Saben? Cuando yo le cuento estas cosas a la gente aquí, ninguno me entiende. Se sorprenden, pero no creo que ninguno lo entienda realmente…

Hizo una pausa. Primero miró a mi hermana, luego a mí. 

—… Pero yo sé que ustedes sí me entienden.

Sentí cómo los ojos se me llenaban de lágrimas, y en un intento desesperado por disimular, bajé la cabeza y respiré profundo.

Desde que salí de Venezuela hasta ese momento, pensé que las únicas personas que podrían entender lo que vivíamos eran los venezolanos. En Cataluña me han recibido muy bien. La gente sabe que algo anda mal en nuestro país y tratan de ser empáticos, pero cuando les hablas de lo que pasa, sus reacciones son confusas. De incredulidad. 

Y, sin embargo, ahí estaba yo. Sentada al lado de una señora cubana de casi 80 años, cuya hija estaba enferma, diciéndome que la entendíamos.

Tomé su mano. Y aguantando el llanto, la miré a los ojos.

—Sí, la entendemos, señora Olga. Y usted también nos entiende a nosotras.

Sus apagados ojos se iluminaron por un momento y se le dibujó una sonrisa en el rostro.

Con sus dos manos sujetó la mía, y sin dejar de vernos a los ojos, dijo: 

—Nuestras historias son parecidas.

 

Elena murió seis meses después.  Mi hermana y yo no hemos perdido el contacto con la señora Olga. La hemos visitado muchas veces. En Navidad y Año Nuevo recibimos sus buenos deseos y bendiciones, porque desde que murió su hija ya no solo compartimos la experiencia de haber vivido en dictadura, sino también ese dolor que encalla en el alma cuando la familia, por la razón que sea, no está.

—Ustedes son mis nenas —me dijo la última vez que hablamos.

—Me hace feliz ser la nena de alguien tan lejos de casa —le respondí.

Y así, compartiendo historias de dolor, en Cataluña aprendí a amar a Cuba.

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Nací en Caracas pero me crié en San Antonio de Los Altos. En Venezuela me llamaban española y aquí en España creen que vengo de Islas Canarias. Extranjera, para los amigos. Socióloga en la UCV. Escribo porque me gusta y me ayuda a mantener un poco la estabilidad con el mundo.

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