Arrancaron el hielo de Maracaibo
La periodista Mary Triny Mena nació y creció en Maracaibo, capital del estado Zulia, pero se mudó a Caracas en 2005, donde todavía vive. Cada vez que va a reencontrarse con su familia, se encuentra también con la devastación de una ciudad que ahora siente ajena. En este texto testimonial evoca con nitidez los recuerdos de cuando su tierra —y ella— eran otras.
Fotografías: Henry Chirinos
—¡Mentalízate! —me advierte mi mamá al teléfono.
Estoy en Caracas y ella en el Zulia. Son las 8:30 de la noche. Han pasado cuatro meses desde el primer apagón que dejó a Venezuela a oscuras. En Maracaibo, la ciudad en la que nací y donde todavía vive buena parte de mi familia, la penumbra se extendió como una sombra durante cinco días continuos: fueron 120 horas de oscuridad total, de desconexión, de silencio y de calor. No he vuelto desde entonces, pero ya tengo las maletas listas: mañana viajaré a ver a mi gente.
—¡Se acaba de ir la luz! —exclama mi mamá—. Esperemos que llegue a las 2:30 de la madrugada para dormir con aire acondicionado un rato. Mientras, estaremos afuera de la casa, durmiendo en las hamacas.
Ya se nos ha hecho costumbre: muchas veces estamos hablando y se queda a oscuras.
—Mañana hablamos en persona —me dice—, mejor ahorra la batería del teléfono.
Me preocupa que ella se quede sin electricidad. Me molesta imaginar todo lo que la agobia en este momento: los mosquitos, el calor. No hay ciudad de Venezuela más caliente que Maracaibo. El vapor cansa. La piel se vuelve pegostosa. Las gotas de sudor corren por el cuerpo. Sin electricidad para mantener los aires acondicionados encendidos, la sensación es más asfixiante. Lo sé porque mi mamá me lo ha contado. Provoca bañarse, pero no hay agua para hacerlo. El reloj anda lento.
Paso la noche en vela esperando la hora para salir al aeropuerto.
Durante estos meses, ha habido una leve mejoría en el funcionamiento del servicio eléctrico en Maracaibo. Los días de oscuridad absoluta quedaron atrás: ahora, el suministro de energía se interrumpe cada seis horas y se reanuda seis horas después. Es como si redujeran el día a la mitad.
Sé que es eso lo que me espera.
Antes de que el avión aterrice, veo a Maracaibo desde las alturas. De lejos luce imponente. Observo el Lago; luego el puente que lo atraviesa, esos siete kilómetros y medio que conectan la Costa Oriental con la Occidental.
—¿Maracaibo se parece a Manhattan, verdad? —le pregunto a mi compañero de viaje.
No lo conozco, pero se me ocurrió compartir con él esa imagen que siempre me viene a la mente cuando estoy por aterrizar en mi ciudad y la contemplo desde muy arriba.
No me responde nada.
Solo sonríe.
He vuelto.
“Cuando voy a Maracaibo y empiezo a pasar el puente (…) Siento un nudo en la garganta”, dice un pasaje de una gaita que crecí escuchando, pero que nunca supe lo que significaba. Hasta hoy. Hasta este momento. Siento un vacío en el estómago sin explicación, como los nervios de una quinceañera ante su primer amor. El viaje fue corto, apenas una hora en avión. Siento que la distancia entre Caracas, adonde me mudé en 2005, y Maracaibo, es cada vez más prolongada. Como si estuviera viajando a otro país, a un lugar extraño, desconocido, lejos, muy lejos. A una tierra que no recuerdo.
Salgo del aeropuerto, tomó un carro y cuando arranca miro por la ventana esas calles que son mías. Es viernes por la tarde. Llego a mi casa. Ya no tengo cuarto propio ni ropa en ninguna gaveta, pero siento este espacio mío. Es mi hogar. Mi mamá, mi hermana y mi sobrina me esperaban ansiosas. Disfruto de ellas, de su compañía. También del aire acondicionado porque, me dicen, a las 8:30 de la noche ya no habrá. Es como un severo horario militar que nos obligan a cumplir. Y ocurre así: como me advirtieron, con puntualidad inglesa, a las 8:30, ¡se fue la luz!
Es momento de ponernos al día. Hablamos, cada quien desde su hamaca:
—Estuvimos leyendo cuentos, nos acabamos la biblioteca. Tu sobrina aprendió a agarrar ruedos —me dice mi hermana.
—A mí, tu sobrina me dio clases de inglés, había que aprovechar las horas y distraerse —agrega mi mamá.
—Bueno, Dios nos da una oportunidad para conocernos mejor y estar en familia —se me ocurre decirles, acaso como un consuelo, intentando darles esperanzas.
Siento un poco de vergüenza luego de decirlo. Porque en Caracas la situación es distinta: cuando allá se va la luz, nunca tarda demasiado tiempo en volver.
El sábado por la mañana comienza el ajetreo: mi viaje es corto, solo por este fin de semana, y quiero aprovechar el tiempo para ver a quienes quiero.
La abuela vive a la vuelta de la esquina y es mi primera visita obligatoria. A ella y a mis tías también tengo mucho tiempo que no las veo. Antes podíamos hacer videollamadas, pero desde que los apagones se hicieron frecuentes y los datos móviles fallan, solo puedo saber de ellas por mensajes de texto.
Mi mamá me compra las empanadas tostaditas que me encantan. Las vende una vecina cerca de la casa. No hay forma de encontrar empanadas así en Caracas.
Nuestro plan hoy es hacer compras. “Necesitamos unos zapatos para tu abuela”, me dice una de mis tías. Propongo ir al centro comercial más cercano. “Sí —me responde— para que podamos ir caminando, porque no hay gasolina”.
Mi hermana, mi mamá y yo regresamos a la casa y de allí caminamos hasta la avenida La Limpia, una de las más importantes y comerciales de la ciudad. Debemos recorrer unos dos kilómetros para llegar a Galerías, el centro comercial. No es muy cerca, pero como no hay otra opción, seguimos.
—¿Te fijas que no son exageraciones nuestras? —me pregunta mi hermana cuando se da cuenta de que me quedo mirando una interminable cola de carros, faltando unas cuatro cuadras para la próxima estación de servicio. El sol es brillante, picoso. Como si hubiesen vivido un eclipse, los que amanecieron allí a la intemperie pasaron de la oscuridad total a un sol enceguecedor. Seguimos nuestro camino. La mayoría de las santamarías están abajo. Pasamos por Farmatodo, el Traki de la Limpia y Mango Bajito. “Ese se recuperó de los saqueos —me dice mi mamá, señalando con el dedo uno de los locales—. Y ese otro no volvió a abrir”. Luego de los apagones, se produjeron muchos saqueos y más de 400 comercios resultaron afectados.
Después de unos minutos, llegamos a Galerías. Ya no se siente ese friíto merideño que envolvía apenas te acercabas a sus puertas. Antes me parecía que era un oasis en medio del desierto. De niña, creía que estaba en otro país. Con pocos viajes, no tenía cómo comparar con otro lugar similar. En ese entonces, todo lo veía más grande: los edificios inmensos, las calles interminables. No soy la misma de hace tres décadas y la ciudad tampoco. Con este centro comercial me pasa lo mismo. Antes lo veía avasallante y ahora me parece diminuto. Lo miro con detenimiento. Cruzo la puerta principal y confirmo mi impresión inicial: casi todo está apagado, como el ánimo en general de los habitantes de la ciudad. Los pocos visitantes llevan ojeras, se ven desarreglados, demacrados. No sonríen ni se saludan diciendo: “Primo, ¿cómo estai?”, como en otros tiempos.
El día de la inauguración fue todo un revuelo. Lo recuerdo: era agosto de 1995. Los marabinos esperábamos la apertura de un nuevo lugar de esparcimiento con atracciones, tiendas, cine, lugares de comida. Nadie se imaginó que el principal espectáculo estaría justo en el patio central: una pista de hielo.
Sí, de hielo, en Maracaibo.
No extrañaba la modernidad en una localidad petrolera en la que parecía que todo ocurría primero. El primer pozo de petróleo de Venezuela, el primer lugar que contó con electricidad, la primera sala de teatro donde llegó el cine. Y ahora, la primera pista de hielo que se extendía en 1 mil 360 metros.
La temperatura adentro era gélida. Parecía que estuviéramos en cualquier país europeo, pero los rayos de luz que se colaban por el techo entramado y transparente nos recordaba que seguíamos en Maracaibo. Adentro, menos de 20 grados centígrados; afuera, brillante y caliente, 36 grados con sensación térmica de 40 grados.
Por un instante, vuelvo a aquel agosto.
La bulla y la música se mezclaban. Había una larga fila de niños. Todos querían subirse a la pista. Sabían que podían caerse. Pero, aunque ninguno tenía patines propios ni destreza para usarlos, deseaban estrenarse en el hielo. Los curiosos se quedaban en los alrededores para reírse de los resbalones ajenos.
La pista atrajo curiosos de todos lados, no solo de Maracaibo. También llegaron compradores. Aumentaron las ventas en el centro comercial. Era el sitio obligado para los visitantes de la ciudad. No era el zoológico, un museo o una calle típica, sino esto: la rareza local.
En una ocasión fuimos varios primos. Mi familia es grande y solíamos hacer esos planes en grupo. Éramos como siete personas y alquilamos los patines por una hora. Me sentí muy cómoda desplazándome por todo el espacio, como si estuviera habituada a andar por una superficie como esa. Las barras metálicas rozaban el hielo, las cuchillas pegadas a las botas lo raspaban y lo que quedaba alrededor era hielo molido, muy parecido a ese de los famosos cepillados que todavía se consiguen en Maracaibo.
Por aquel tiempo hasta se abriría una academia de entrenamiento para jóvenes que querían incursionar, más formalmente, en el patinaje sobre hielo. Iniciaron sus prácticas soñando lograr esos saltos que veían en las Olimpiadas de Invierno, competencias que ocurrían a miles de kilómetros de distancia.
La pista de hielo de Galerías se mantuvo 17 años en funcionamiento y le dio a Maracaibo un aire de primer mundo. Había otra pista idéntica en Houston, en el Centro Comercial The Galleria. La copia de la zuliana. Eso, al menos, creían los maracuchos que habían podido viajar y ver a aquella hermana gemela. Se jactaban de tener lo mismo en casa sin necesidad de tomar un avión o pedir una visa.
Pese a que generaba ingresos, el costo del mantenimiento era muy alto: implicaba pagar técnicos, el camión aplanador y conseguir el agua, que era escasa en Maracaibo. No era fácil mantener el invierno en el Sahara venezolano. En 2012, removieron el hielo. Fue reemplazado por arena y, luego, dispusieron ese espacio para juegos infantiles: lo llenaron de inflables.
El centro comercial Galerías se fue apagando poco a poco. Cada vez iba menos gente. El cine se fue quedando solo. Nadie quería estar allí hasta tarde ni estacionar su carro por miedo a un atraco. Comenzó a hacerse común ver la ciudad abarrotada de colas de ciudadanos tratando de comprar comida cara y escasa. Y llegaron los cortes eléctricos, cada vez más frecuentes. Y la ausencia de agua corriente. Y las colas para la gasolina.
Eso que he visto en este recorrido sabatino.
Subo al último piso de Galerías y miro hacia donde estaba la pista. En el centro, queda el espacio de lo que fue. La temperatura es igual que afuera: 36 grados centígrados con sensación de 40. Solo se trabaja, si hay luz. Más de la mitad de los locales están cerrados. Los pasillos están oscuros, desolados. Lo mismo pasa en el segundo piso y en la pista central.
Estoy parada en el mismo lugar que ya no veo imponente. Vuelvo a pensar que estos años han sido vertiginosos. Todo ha menguado. Hasta el orgullo de vivir en Maracaibo.
Volví a Caracas el lunes siguiente a aquel sábado y desde entonces lo que vi en aquel paseo no se borra de mi memoria. Me conmuevo cada vez que mi mamá me cuenta que hay un nuevo apagón. Son muchos. Duran horas infinitas. Aún tengo la esperanza de que volvamos a ser una tierra próspera, pujante. En abril de 2019, anunciaron que probablemente Galerías sería cerrado definitivamente. Pero mientras termino estas líneas, una noche de octubre de 2019, sé que todavía está funcionando.
A medias, claro. Como Maracaibo toda. Como el país.
Historia elaborada en el XIII Seminario de Periodismo Narrativo de Cigarrera Bigott 2019.
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Mary Triny Mena
Soy periodista egresada de la universidad del Zulia, con 20 años de experiencia como corresponsal para medios nacionales y extranjeros en español e inglés. Para mí el periodismo es compromiso, lo desarrollo con entrega, respeto, siempre al servicio de los ciudadanos
Muy bien escrito. Pude leerte y ver tu historia como si hubiera sido la mía. Nada mejor que informar sobre cómo vive una sociedad que a través de la propia experiencia del periodista.