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Ahora en el pueblo la ven con malos ojos

Jul 23, 2019

Hace tres meses, el 23 de abril de 2019, Yubreilis zarpó desde Güiria, en la costa oeste del estado Sucre, rumbo a Trinidad y Tobago, con la idea de trabajar allá y poder mantener a sus tres hijas. La embarcación en la que ella y otras 37 personas navegaban naufragó. Ella es una de los ocho sobrevivientes.

Fotografías: Nayrobis Rodríguez

 

—Dios nos dará una segunda oportunidad.

Angélica trataba de calmar a Yubreilis, quien no dejaba de llorar. Sentadas en una piedra grande frente al mar, esperaban que, por un milagro de esos que suelen ocurrir alguna vez en la vida, alguien pudiera verlas y rescatarlas. Era la tarde del 25 de abril de 2019. Después de nadar y flotar a la deriva durante 37 horas, habían llegado a Boca de Dragón, en la Isla del Pato, entre las aguas de Trinidad y Tobago y Güiria, en el oeste del estado Sucre.

La noche del 23 de abril, igual que las otras 36 personas que viajaban con ellas, habían caído al agua cuando el peñero en el que se trasladaban a Trinidad y Tobago naufragó. Luego del accidente, tratando de estar a salvo, se separaron de los otros pasajeros que luchaban por sobrevivir en altamar. Los vieron sucumbir a los embates de las olas, a la fuerza del mar. Ellas nadaron y llegaron hasta una cueva en Boca Dragón, zona conocida por tener corrientes marítimas muy fuertes ya que ahí confluyen las aguas del océano Atlántico y el Mar Caribe. Yubreilis no había dejado de orar, de gritar pidiendo auxilio, ni tampoco de llorar. Quería volver a ver a sus tres hijas, sobre todo a la que ese día cumplía 8 meses de edad.

Allí estaban, esa tarde del 25 de abril. Veían pasar botes a lo lejos, demasiado lejos. Ellas gritaban, pero sus voces débiles se diluían en el viento. De pronto vieron una pequeña embarcación un poco más cerca. Gritaron con la fuerza que les quedaba, pero no las escucharon. Siguieron gritando, con más bríos, como si se desgarraran. Gritaron de nuevo, hasta que, finalmente, lograron captar la atención de quienes navegaban. El peñero se acercó. Dentro iba Mario, el padre de las hijas de Yubreilis, junto a un compadre. No habían dejado de buscarla desde que se conoció la noticia del naufragio.

Yubreilis estaba demacrada, con ojeras, luego de tantas horas sin dormir. Lloró al ver a Mario: lloró porque sintió que estaba a salvo y porque estaría de vuelta a casa. Lloró hasta llegar al pueblo.

Yubreilis, de 22 años, se dedicaba a lo único que sabía hacer: cortar y pintar cabellos, arreglar uñas y delinear cejas. Lo había aprendido de su madre,  quien se dedicaba a la peluquería y desde hace al menos un año vivía en Trinidad, donde se estableció e inició un negocio formal en esa área.

Pero lo que ganaba Yubreilis en Güiria no le alcanzaba para los pañales y la leche de fórmula que necesitaba su bebé de 7 meses; ni para comprarle ropa y medicinas a su niña de 3 años; ni para enviar al preescolar a la mayor de 5 años que necesitaba uniformes, zapatos y comida. Todo era muy caro. La comida, incluso rubros como el pescado o los tubérculos, ya los vendían en dólares.

“No puedo dejar que mueran de hambre”, se decía constantemente, al ver que cada vez era más difícil darles de comer a sus hijas tres veces al día. Fue entonces cuando decidió dejar a las niñas al cuidado de su padre y la familia de él, e irse a Trinidad, como muchos vecinos de Güiria venían haciendo.

En promedio, unas 100 personas zarpan semanalmente desde la última costa de Sucre, en botes clandestinos que no cuentan con salvavidas. Cada pasajero paga un monto de 200 dólares por el pasaje y los lancheros deben cancelarles unos 500 dólares a los funcionarios de la Guardia Nacional, de la Guardia Costera o de aduanas, para que les permitan iniciar el recorrido.

Para Yubreilis todo parecía más sencillo: en Trinidad tenía a su madre. Al llegar, le pediría asesoría a un amigo para solicitar asilo político y, de obtenerlo, buscaría un trabajo formal. Pensaba enviar dinero a sus hijas para comida y medicinas. Y soñaba con volver en unos meses y hacerle una fiesta de cumpleaños a la más pequeña.

Esos eran los planes.

El martes 23 de abril en la mañana, Yubreilis se encontró a Yocelys, una amiga suya, y le comentó su idea de irse a Trinidad. Por esas casualidades de la vida, su amiga le dijo que esa misma noche ella tenía previsto salir para allá en un bote.

—Sí quieres aprovechar, ve a las 6:00 de la tarde al Muelle del medio y pregunta por Julio, el capitán.

Yubreilis no lo pensó demasiado. Hizo una maleta con poca ropa, dejó en casa de su abuela paterna a sus hijas y a la hora indicada estuvo en el muelle. Pasó inadvertida ante dos guardias nacionales que bien pudieron detenerla, como solían hacer con pasajeros para pedirles dólares a cambio de dejarlos montarse en los peñeros. La joven no tenía dinero. Ni siquiera para el pasaje. Su plan era que el capitán le permitiera pagarle el monto correspondiente al traslado una vez llegaran a Chaguaramas, en Trinidad, donde su madre la esperaría con el dinero. Y funcionó: Julio, aunque no la conocía, aceptó el trato.

Al montarse en el bote “Jhonaili José”, los pasajeros sospecharon que algo no estaba bien: el peñero estaba lleno de agua. Aún así, luego de zarpar, Julio se detuvo en otras playas para subir más pasajeros. Terminaron siendo, en total, 9 hombres y 29 mujeres, algunas adolescentes, que se rumoraba, iban a ser explotadas sexualmente. La embarcación cargaba también con unos sacos con limón y cobre, y muchos bolsos con ropa.

Yubreilis iba apretada, con otra mujer sentada en sus piernas. Las olas se hicieron fuertes al llegar a Boca Dragón. Fue entonces cuando uno de los motores falló. Julio detuvo el bote para pedir un teléfono, llamar a un contacto en Trinidad y avisar que estaban cerca. El peñero estaba lleno de agua y comenzó a hundirse. Todos gritaban y lloraban.

De pronto, una ola feroz volteó la embarcación y todos cayeron al mar. Quienes no sabían nadar, procuraban no ahogarse aferrándose a quienes sí lograban mantenerse a flote. Otros, como Yubreilis, se abrazaban a las pimpinas de gasolina para no hundirse. Pero ella sentía que el combustible la quemaba, así que decidió agarrarse de la embarcación, que reflotó. Muchos querían esa tabla de salvación y Yubreilis sintió que la ahogarían. Decidió alejarse del grupo e ir en dirección contraria. Angélica, una compañera de viaje que había conocido ese día, fue con ella.

“¿Y si me dejo caer, y si desisto?”, pensaba mientras lloraba y nadaba sin rumbo fijo. La inmensidad del mar la intimidaba. No pensaba que podría llegar a tierra firme, pero sucedió que lograron llegar a la Isla del Pato. ¡Estaban a salvo! Allí se acomodaron en una cueva. Y amaneció.

Desde que supieron de la desaparición del bote “Jhonaili José”, en la mañana del miércoles 24 de abril, los pobladores de Güiria empezaron a exigir a las autoridades que iniciaran la búsqueda de los pasajeros. Pero ni la Guardia Nacional ni la Guardia Costera respondieron: alegaron que no tenían botes ni combustible para buscar a los náufragos.

Entonces los pobladores se organizaron para buscar a los suyos. Uno tras otro, los pescadores comenzaron a poner a disposición sus peñeros para buscar sobrevivientes. Algunos familiares procuraron gasolina, y otros, sobre todo dueños de abastos y supermercados, donaron alimentos para darles de comer a quienes emprendieron aquellas jornadas en el mar.

Al ver la iniciativa de la comunidad, a las autoridades no les quedó más remedio que entregar galones de gasolina para los botes. Aunque los familiares habían exigido que el gobierno dispusiera de al menos un helicóptero para hacer rastreo y búsqueda aérea, esto solo pudo ser posible tres días después, el sábado 27, cuando eran pocas las posibilidades de hallar personas con vida.

Angélica y Yubreilis fueron encontradas después de que habían hallado a otros seis náufragos. La alegría de dar con dos sobrevivientes más llenó de esperanzas a un pueblo.

Pero ellas fueron las últimas.

A las otras 30 personas pareciera que se los hubiera tragado el mar.

Al llegar a tierra firme, a Angélica y Yubreilis las montaron de inmediato en una ambulancia, que estaba lista y en espera de que llegara algún sobreviviente. Las ingresaron al único centro médico de la localidad, donde estaban hospitalizados el resto de los náufragos. En la entrada había una muchedumbre, tanto de familiares de desaparecidos como de pobladores, buscando información sobre los rescatados.

Yubreilis estaba deshidratada, insolada por la cantidad de tiempo que estuvo expuesta al sol. Tenía quemaduras en el vientre, el rostro y la espalda. Estando en el hospital, mientras recibía atención médica, tomó una decisión: nunca más intentaría viajar a Trinidad ni a ningún otro lado. “Ya no quiero irme de aquí. Dios realmente me dio una segunda oportunidad y debo aprovecharla, todo lo que me va a pasar en la vida será aquí, este es el lugar de donde nunca debí salir”, se dijo a sí misma.

Ahora, en el pueblo en el que decidió quedarse, la ven con malos ojos. Los mismos que celebraron su rescate, comenzaron a murmurar cuando ella pasaba a su lado. “Allí va la náufraga”, “ella anda tan tranquila por la calle, mientras los otros están desaparecidos”, “¿cómo es que se salva precisamente ella y no los demás? ¡Debe haber algo raro ahí!”, “mírala como anda vestida y ya con los amigos, como si nada le hubiese pasado”, “presa debería estar para que explique por qué se salvó ella y los demás no”.

Son muchos los comentarios que llegan a sus oídos. Se ha sentido como una paria, una intrusa que camina por las calles mientras todos la señalan.

—No voy a tenerles miedo aunque intenten intimidarme. Me juzgan por estar viva y poder salir a la calle —le dijo a Angélica, una vez que se encontraron en la calle. De ella comentaban cosas similares.

—Estoy a punto de golpear al próximo que me diga que qué hago yo tan tranquila por la calle mientras los demás no han aparecido —le respondió Angélica.

Yubreilis tiene una razón para sobreponerse a los señalamientos: la necesidad de darle bienestar a sus hijas. Desde el naufragio, no hay día en que no busque qué hacer. Allí sigue, pintando cabellos, haciendo manicure, vendiendo comida en un tarantín en el mercado, ofreciendo productos de belleza a domicilio. Todo, eso sí, dentro de ese pueblo perdido a orillas de un mar que ahora solo le produce miedo.

 


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

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A los diez años decidí ser periodista. Egresé de la UCAB en el 2005 y, desde entonces, escribo desde Cumaná, estado Sucre, donde también soy mamá, ciudadana, reportera, activista de Derechos Humanos y delegada sindical.

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