Disfruta hablando con ellos de sus sueños
Al final de cada tarde, José Félix dedica un largo rato a entrenar a más de 30 niños de San Antonio, en el oeste de la Isla de Margarita, donde vive. Desde que perdió por completo la visión, se ha convertido en un atleta de alto rendimiento y creó una fundación a través de la cual se empeña en ayudar a quienes más lo necesitan. Es su forma de seguir mirando al mundo.
Fotografías: Gustavo Novoa
Cada día a las 5:00 de la tarde, José Félix escucha el mismo murmullo y las mismas risas estrepitosas cerca de la entrada de su casa, una vivienda rodeada de trinitarias en el sector San Antonio, al oeste de la Isla de Margarita. Son unos 10 niños que, después de asistir al colegio, lo buscan puntualmente para, como ya se volvió su rutina, ir a hacer ejercicios.
—¿Quiénes están por allí? —les pregunta y se asoma, siempre acompañado por su esposa Anaís y el hijo de ambos, Víctor, de 4 años.
Cada uno de los niños va diciendo su nombre y él, con mucha calidez, los saluda. De allí caminan hacia el terreno que convierten en una cancha deportiva durante una hora. José Félix comparte con ellos lo que tanto le apasiona: el deporte. De cuerpo fornido y ágil, durante muchos años practicó artes marciales porque sentía que haciéndolo tendría más formas de defenderse, aunque también incursionó en la natación y el atletismo.
Ese rato con los pequeños lo disfruta mucho. Se diría que tanto como ellos.
Los niños, entre 9 y 12 años, se forman en una fila. Uno pasa una lista, pesa a los demás y comienzan el calentamiento. Brazos, piernas, torso, cada parte del cuerpo se va despertando a la cuenta que lleva otro de los participantes. Dirigir el calentamiento es parte de las responsabilidades que van adquiriendo, dependiendo de las dotes para el liderazgo que muestren. Luego comienzan a trotar, dando vueltas en círculos. José Félix va de primero, ellos siguen su paso y repiten la estrofa de la canción que él les corea. Una que habla de fortaleza, dedicación y empeño.
Luego vienen las carreras de competencia, y él aprovecha cada explicación técnica para transmitirles mensajes de respeto, superación, valentía. Cada intento de desorden es atajado con el sonido de un pito que ellos mismos le regalaron; y eso le sirve a José Félix para recordar que cuando la vida suena hay que saber escucharla.
No está muy claro de cómo sucedió, pero sí sabe que una bacteria en el ojo derecho le fue destruyendo la córnea. Cuando su mamá lo llevó al médico por síntomas como dolor de cabeza, cansancio al leer y movimientos bruscos e involuntarios del ojo, el especialista que lo atendió dijo que era muy tarde para atacar el microbio y le advirtió lo que vendría. Progresivamente fue perdiendo la visión por ese ojo. Y a los 10 años solo percibía sombras.
En el colegio comenzaron a burlarse de él. “Celeste, un ojo para el sur y otro para el oeste”, “virolo”, “bizco”, “tuerto”. Eran tantas las bromas crueles que enfrentaba en el colegio, que devino en un niño tímido y llorón. Y nostálgico. Se sentía triste por la separación de sus padres. Así pasó la infancia y adolescencia. Con cambios, muchos cambios. Al entrar a la adultez se sintió más seguro de sí mismo. Terminó el bachillerato por parasistema, se inscribió en un curso técnico de mecánica y luego comenzó a trabajar en una empresa.
Y se convirtió en el sostén económico de su madre, con quien vivía.
El deporte le permitía drenar y espantar tristezas, por eso nunca lo abandonó. Muchas veces practicaba solo en su casa. Después de cada sesión se sentía revitalizado, con nuevas fuerzas.
Un día de 2010, mientras hacía sus ejercicios, se le ocurrió practicar con los ojos vendados. De fondo sonaban los temas de un disco de música cristiana que acababa de comprarse. Comenzó a lanzar golpes al saco de entrenamiento. Al principio se le devolvía y le pegaba en la cara; pero insistió y logró dominar el ritmo, la fuerza y el puño.
Quizá porque se sintió imbatible, o tal vez porque se sintió orgulloso de lo que acababa de hacer, José Félix sintió deseos de llorar. Y mientras se enjugaba el rostro en lágrimas, tuvo una premonición: “¿Dios mío, y si llegara a quedarme completamente ciego?”. Un poco consternado ante esa pregunta que se le ocurrió, dejó la práctica hasta allí.
Apenas dos días después tendría que recordar ese momento.
Estaba ayudando a su tío en la reparación de un carro, cuando un destornillador que aquel empuñaba saltó directo a su cara.
El dolor fue insoportable, la sangre no paraba.
—¡Mijo, te espiché el ojo! —gritó su tío.
Cuando se quitaba la mano de la cara, José Félix sentía que el ojo izquierdo iba a desprendérsele y caería en el suelo. Había perdido el ojo que le había permitido seguir viendo la vida. En su mente estaba aquella imagen del saco de entrenamiento golpeándolo. Y recordó las canciones cristianas de aquel día. “Señor, si tú has permitido esto y es tu voluntad, la acepto. Si tienes algún propósito, lo cumpliré”, se dijo en medio del desespero.
Alrededor, su familia gritaba.
Muchos corrían de un lado a otro para llevarlo a un centro médico cuanto antes. Pensaban que José Félix podía al menos caminar hasta el carro y salir por sus propios medios, sin ayuda. Pero cuando no pudo hacerlo, comprendieron que se había quedado totalmente ciego, cosa que les confirmaron cuando llegaron al médico.
Al regresar del hospital, días después, José Félix lloró. No porque quisiera volver a ver, sino porque se conmovió ante la preocupación de su madre por lo que había sucedido. Otro día volvió a llorar porque en casa no había nada para comer. “Si no hubiera perdido los dos ojos estaría trabajando y a mi mamá no le faltaría nada”, pensó esa vez.
Pero, salvo esos dos momentos, que recuerda con nitidez, José Félix sentía que su condición no era una limitación que lo incapacitaría. Y un año después del accidente, se inscribió en una escuela para ciegos.
Su buen ánimo era avasallante. “Tú eres raro”, le decían. La psicóloga de ese centro un día lo llamó aparte para conversar con él. Ella tenía la impresión de que su optimismo era una forma de encubrir una fuerte depresión que, le dijo ella, era muy normal en su caso. Pero ella entendió que lo de él era genuina resiliencia. “Si me pasó esto, tengo que ayudar a los demás. Tengo que seguir adelante”, decía.
Comenzó a reflexionar en cómo hacerlo. Solo sabía que debía ser a través del deporte.
Es así cómo, después de mucho pensar, el 26 de julio de 2013 —a tres años del accidente—, creó la Fundación Visión sin Límites, para promover la participación de personas con discapacidad en eventos deportivos.
Pronto logró alianzas financieras y con organizaciones que le ayudaron a mantener una programación de actividades. Creó la competencia “Corre como yo”, una carrera en pareja en la que uno de los participantes debe mantener los ojos vendados. El objetivo era que uno viviera la experiencia de correr sin ver nada, y que el otro se formara como guía de atletas invidentes. También dedica recursos a eventos deportivos con los niños de su comunidad, acompañados de desayunos y almuerzos solidarios y apoya a quienes necesitan medicinas.
José Félix se ha convertido en un atleta de alto rendimiento. Ha participado en el reto del cruce del río Orinoco a nado. Estaba preparándose para hacerlo por segunda vez, cuando, a principios de 2019, tuvo que cambiar su rutina. La falta de transporte le hacía cuesta arriba llegar a las 6:00 de la mañana a playa La Caracola, a una hora de su casa, para trotar. Las fallas en el único complejo de piscinas de entrenamiento cercano tampoco le permitían practicar con la intensidad que una cita como esa requiere, así que comenzó a correr por las avenidas de su sector. Ya de tantos años transitándolas, se las conoce, puede recorrerlas aunque no las vea.
—¿Por qué corres siempre? ¿Puedo correr contigo? —le preguntó un día uno de los vecinitos de la zona.
—Sí, claro.
Desde entonces empezaron a correr juntos. Cuando por alguna razón José Félix no llegaba a la cuadra, el niño lo buscaba en su casa. Ya sabía dónde vivía. Al cabo de unos días, ese niño trajo a su hermano más grande. Y él a una amiguita, y ella a su vecina. En tan solo semanas José Félix se vio rodeado de un grupo de 36 niños y pensó que era un designio para ampliar el trabajo de su fundación.
Ahora cada tarde lo buscan en su casa. Siempre a la misma hora y uniformados, como una forma de exigirles responsabilidad. Por lo mismo, uno lleva la lista de asistencia, otro el registro del peso, otro la dinámica del entrenamiento. Él dedica esas horas a enseñarles, a través del deporte, que no deben trazarse límites para crecer. Y mientras, disfruta hablando con ellos de sus sueños. En realidad es lo que más disfruta: escucharlos decir cuán lejos quieren llegar.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.
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Ana Carolina Arias
Encuentro en la empatía uno de los valores más humanos que amo seguir, y suscribiéndome a Ryszard Kapuscinski, pienso: “Las malas personas no pueden ser buenos periodistas”. Me ratifico periodista por dentro y por fuera. En las historias ahora encuentro una razón más para darle letra a la vida.
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