Un futuro que no termina de llegar
Jhon Wilmer Morales tiene 29 años, es moreno y de rasgos delicados. De adolescente fue modelo, forjó músculos en un gimnasio, soñó con el dinero y la fama. Hoy se gana la vida cantando en los buses de Bogotá. Esta es su historia.
Fotografías: María Gabriela Méndez
—Buenos días, mi nombre es Jhon Wilmer Morales, soy de Maracaibo, Venezuela. Con mucho cariño quiero interpretar un tema que espero sea de su agrado…
Sabes que para darte tengo poco.
Quisiera que fuese el mundo aunque ni modo.
Pero puedo llenarte los oídos
de todas mis canciones.
No son mucho,
las hice a punta de ilusiones.
Su voz es potente, brillante y muy versátil: después de verlo varias veces en el bus de Transmilenio, en Bogotá, lo he escuchado pasar con facilidad del estilo meloso de los Voz Véis al tono oscuro de Alejandro Fernández o Javier Solís. Luego de cantar dos temas en la parte delantera del bus, y dos más en la de atrás, recibe el aplauso de los pasajeros. Wilmer pasa por cada puesto a recoger su paga, casi siempre en monedas. Al bajar cuenta la plata y la guarda en un pequeño bolso negro.
Al inicio de la jornada, el bolso apenas pesa. Adentro lleva una botella de agua, una galleta y jengibre que, a ratos, guarda en el bolsillo de la camisa. Cada tanto muerde un trocito de jengibre y lo devuelve al bolsillo. No ha comprado la miel y el limón que completan el brebaje para mantener su voz en buen estado. Después será.
Al final del día el peso del bolso es otro: está lleno de un montón de monedas que suman 70 u 80 mil pesos; el doble de lo que ganaría en un trabajo formal con salario mínimo, que este año es de 737 mil pesos. Los primeros 50 mil de cada jornada son intocables, y aterrizan cada noche debajo del colchón. Es su ahorro y sirve para enviarlo a su familia, o para acercarse a un plan más ambicioso: traer desde Maracaibo a su esposa y a su hijo de casi dos años. El resto es para comida, que Wilmer compra donde lo encuentre la hora del descanso, si es que almuerza y no pierde ese tiempo valioso para seguir cantando. Hoy el bolso pesa más de lo habitual: adentro hay 120 mil pesos. Las monedas las lleva separadas en “tubos” de 5 mil pesos envueltos con cinta pegante. Ese dinero es para una amiga que, después de cobrar una comisión, le dará el equivalente en bolívares a su esposa.
El frío húmedo de Bogotá a veces afecta su voz, pero eso no lo detiene. Hace jornadas de diez y once horas, de lunes a domingo. Después de cuatro meses en esta ciudad, conoce bien el ánimo de los pasajeros: en la mañana canta baladas y boleros; música suave, porque la gente va callada, recién despertando. A eso de las once comienza a estirar los límites de su voz con temas más exigentes, o incluso más movidos, como los de Chino y Nacho.
Pero apenas conoce la ciudad que se ve desde las ventanas del bus. Sus referencias no son las calles numeradas, sino las estaciones y los terminales, las incontables rutas de Transmilenio. Ha descubierto cuáles son las mejores para trabajar, las estaciones que tienen baños públicos, las horas pico —tiempo muerto, porque no puede cantar cuando los autobuses van tan llenos— y las estaciones donde están los policías, que hacen cumplir una reciente ley que prohíbe cualquier actividad comercial en buses y andenes. En esta primera etapa de sanciones morales, si lo encuentran solo lo sacarían del sistema de transporte. Pero pronto, en menos de seis meses, podrán detenerlo y obligarlo a pagar una multa. O algo peor: deportarlo, como lo hicieron con 1.956 venezolanos el año pasado, y lo han hecho con 172 en lo que va de 2017. Las deportaciones de compatriotas en situación irregular ha ido en aumento: hace dos años fueron solo 206.
Cuando divisa a algún policía, se le acerca y lo saluda. Sabe que el amplificador que lleva cargado en el hombro lo convierte en sospechoso, pero él se adelanta:
—Buenas tardes, oficial. Yo canto en un bar, no vaya a pensar que estoy trabajando en los buses—. Le creen y lo dejan ir sin problemas. Así evita que lo detengan o que le quiten las pilas a su micrófono, como ya le ha pasado un par de veces.
A diario se tropieza con otros venezolanos que cantan o venden dulces en el transporte de Bogotá. Todos sobreviven en condiciones como la suya. A veces hablan o se saludan, pero nunca más vuelven a encontrarse. Su percepción no es subjetiva: cada día hay más paisanos en las mismas.
Cada día sale de casa y se encomienda a Dios. Se aferra a la fe, convencido de que a quien obra bien, le va bien. Sin embargo, no escatima en previsiones. Se mueve con cautela, paga siempre su pasaje (la mayoría de sus colegas saltan el torniquete) y es respetuoso.
La primera semana que entró en vigencia la nueva ley, Wilmer temía que lo atraparan y se quedó en casa. Eso le dio tiempo para pensar. Y así lo hizo. Y lloró por su familia. Extrañó a su hijo como nunca. Lloró al verse a sí mismo pagándole con trabajo al señor de la casa donde vive.
El acuerdo inicial fue reparar un carrito de perros calientes. Wilmer atravesaba toda la ciudad, desde el suroccidente hasta el Portal del Norte. No recibía paga, pero sabía que disfrutaría de las ganancias cuando empezara el negocio. Además, juntaba algunos pesos cantando en todo el recorrido. Pero, una vez que comenzaron las ventas, las cosas no mejoraron. Eran pocos los ingresos y debía repartirlos con el hijo del señor, aunque éste no moviera un dedo. El dueño consideraba que darle techo era suficiente.
Un día se cansó. Concluyó que esas faenas hasta la madrugada no eran rentables, y decidió que se dedicaría a cantar. Ahora debe limpiar la casa, lavar los platos, barrer el patio, cocinar, bañar al perro. Y, a cambio, le permiten dormir ahí.
Nada detiene a un migrante convencido: ni los muros, por altos que sean; ni los mares, por más tiburones que acechen; ni las selvas o los desiertos, por peligrosos que resulten. Tampoco importa si el medio para llegar al destino soñado es un tren de la muerte como La Bestia, en Centroamérica; una patera amenazada por el peso excesivo; una balsa endeble o la espalda de un coyote. Un migrante puede temerle a la travesía, pero el mayor de sus miedos es quedarse atrapado.
La primera vez que Wimer salió del país, en julio de 2016, lo hizo sin pasaporte: desde Maracaibo viajó hasta Paraguachón, en el límite entre Venezuela y Colombia —ahí donde termina un territorio arrasado y empieza otro que promete—. Pasó por la trocha sin mostrar documentos, llegó a Maicao y siguió en bus hasta Cartagena. Los 6 mil bolívares semanales que ganaba no le alcanzaban para comprar los pañales de su hijo. Trabajaba los fines de semana, como asistente de bartender en una discoteca de Maracaibo, y vendía cosméticos.
En Cartagena nada fue como se lo pintaron: le costó mucho conseguir trabajo. Caminaba seis y siete horas todos los días; repartía ocho, diez hojas de vida, pero nadie lo llamaba. Caminaba por las calles, llorando de la desesperación. Cuando por fin tuvo una oportunidad, fue como vendedor de jugo en los semáforos, bajo un sol tan caliente y agobiante como el de Maracaibo.
Abrió zanjas de dos metros de profundidad, frisó paredes, lavó platos, recibió órdenes y maltratos de un italiano malgeniado. Los músculos que había tallado a fuerza de gimnasio no le sirvieron de mucho: Ahora es un hombre delgado, y ya no tiene los gruesos brazos de un fisicoculturista. Durmió en la calle, sobre dos sillas plásticas, o en una cama individual compartida; comió arroz y agua durante días. Pero nada fue suficientemente malo o insoportable como para que quisiera volver. A veces, pocas veces, quiso entregarse a la policía para que lo deportaran, pero espantó esas ideas a manotazos de fe. Entonces se calmaba, insistía y continuaba.
Sin embargo, Cartagena le dejó algo invalorable: allí conoció a un grupo de raperos que le dieron la idea de cantar en las busetas. Él se había enamorado del canto en la adolescencia y firmó un precontrato, que nunca se concretó, con la disquera Hecho a mano. No quiso volver a cantar en los siguientes cuatro años, pero su vocación fue más poderosa que su orgullo, y después de una audición formó parte del grupo Estilo Original, un trío de reggaetón con el que participó en un festival de la emisora Rumbera Network. El premio fue grabar un disco. Hoy uno de sus compañeros en aquel grupo trabaja en Chile como mensajero y el otro montó un burdel en Panamá. Solo Wilmer sigue empeñado en hacer carrera como cantante.
Los primeros días en las busetas de Cartagena, cantando a capella, necesitó que sus amigos raperos lo acompañaran para darle ánimo. Él había cantado para públicos más grandes que esos 20 pasajeros, pero esta vez la vergüenza no lo dejaba en paz. En su debut cantó “Mátalas”, un tema de Alejandro Fernández. Cuando uno de los amigos recogió las monedas y las puso en sus manos, los ojos le brillaron por primera vez en mucho tiempo.
—Todo esto es tuyo —le dijo.
Wilmer entendió que podía ganar dinero con su voz, sin jefes cascarrabias ni sueldos de miseria. Era el principio de su verdadera historia.
Empezó por armar su discurso cada vez que subía a una buseta.
—Mi nombre es Jhon Wilmer Morales —se presentaba—. Debido a las circunstancias por la cuales está pasando mi país, tristemente para todo el pueblo venezolano, he decidido cruzar la frontera en busca de nuevos horizontes, de una oportunidad. Debido al poco tiempo que tengo aquí en la ciudad no he encontrado la fortuna de tener un empleo estable. Esto es lo que hago día a día para poder sobrevivir y ganarme la vida honradamente. Con mucho cariño, quiero interpretar un tema musical, que espero sea de su agrado…
Aquel amigo de Cartagena no solo le dio el impulso, también le enseñó una máxima que todavía lo acompaña: “No te sientas mal si cantas y no recibes ni un peso, no importa. Porque en la próxima buseta vas a recibir bastante”.
Wilmer tiene la vista puesta en el futuro. El presente es apenas un trago amargo que debe superar antes de conseguir su sueño de ser cantante. Él tiene la dosis justa de terquedad y convencimiento; así consigue el aliento necesario para no devolverse a Venezuela. La experiencia en Colombia le ha enseñado a bajar la mirada y ser humilde.
Demasiado, tal vez.
Quiere volver a Maracaibo, sí, pero solo por unos días, para ver a su hijo que ya ha empezado a decir sus primeras palabras; para abrazar a su esposa y a su mamá. También para llevarles medicinas y comida. Pero no piensa quedarse: el plan es traer a su familia a Bogotá. Ya desechó la idea de irse a Santiago de Chile en bus, y también la de irse a Estados Unidos con visa de turista para trabajar seis meses y reunir un dinero.
Su ilusión está intacta, como cuando cantaba frente al espejo con un cepillo en vez de un micrófono. Colombia es el futuro, que no termina de llegar. Puede que mañana, por fin, le espere algo mejor.
Esta mañana ha elegido un tema que bien podría ser la letra de su propia historia:
Una tarde me fui
hacia a extraña nación
pues lo quiso el destino
pero mi corazón
se quedó frente al mar
en mi viejo San Juan
Adiós, adiós, adiós
borinquen querida
Adiós, adiós, adiós
mi diosa del mar
me voy, ya me voy
pero un día volveré…
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María Gabriela Méndez
Soy periodista y licenciada en Letras, egresada de la UCV. Hice un máster en editoría y periodismo cultural en la Universidad La Sapienza de Roma. He trabajado en El Nacional, El Universal, El Mundo y he colaborado para revistas como Arcadia, Gatopardo y Esquire. A inicios de 2012 me vine a Bogotá y desde 2015 soy Jefe de redacción de la Revista Bienestar.
Lo conozco y he visto cantar en publico es un artista en todo el sentido de la palabra que dios lo bendiga y le siga dando fortaleza oara luchar por sus sueños y talento