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Después se sabría que allí no solo había agua

Jun 22, 2019

Los habitantes de Guanta, ciudad anzoatiguense unida a Puerto La Cruz, Barcelona y Lechería, viven con temor. Allí funciona, desde hace 69 años, una refinería y saben que algún accidente puede ponerlos en riesgo. Eso ocurrió, en efecto, el atardecer del sábado 8 de junio de 2019: luego de una pertinaz lluvia, se produjeron tres estallidos que dejaron un saldo de tres fallecidos. La periodista Magda Llovera, que es vecina de Guanta, cuenta en primera persona esas horas de angustia.

Fotografías: Arturo Ramírez / Portada: Magda Llovera

La amenaza de una explosión ha estado allí, latente. Desde que llegué a Puerto La Cruz, en 1981, no he dejado de escuchar que esta ciudad es un polvorín. Lo dicen por la refinería, fundada hace 69 años. Lo dicen por el petróleo. Pero nunca, hasta la tarde del sábado 8 de junio de 2019, creí que ocurriría tan cerca de mí.

Yo había estado todo el día en Lechería, uno de los municipios que conforman el eje de cuatro ciudades que, de tan juntas, parecen una sola: Barcelona, Lechería, Puerto La Cruz y Guanta. Después del mediodía, cayó un fuerte aguacero. Había sido anunciada una vaguada por una onda tropical. Los conductores debían preguntarse, preocupados, si iban a poder sortear las lagunas que suelen formarse en las vías cuando llueve. Pero lo que comenzó a rodar por las redes sociales no eran precisamente fotos de inundaciones, sino las de una llamarada y un espeso humo negro. Lo único que se sabía con certeza era que un incendio estaba en pleno desarrollo en Guanta.

Allí vivo yo, a escaso un kilómetro del complejo refinador. A unos 800 metros de donde tres personas morirían calcinadas esta tarde de lluvia.

Las suposiciones no tardaron en hacerse no más comenzó el incendio: era en un antiguo frigorífico de pescado… No, no, era en una empresa de servicio de transporte… había muertos, se hablaba de uno, se hablaba de tres. Poco a poco la noticia comenzó a tomar cuerpo y, periodista como soy, me apuré en averiguar, en el propio sitio del suceso, qué había ocurrido verdaderamente.

Un vehículo se incendió en la vía El Chaure-Punta Meta-Juan Pedro (urbanización, puerto pesquero e instalación militar, y Misión Vivienda, exactamente en ese orden). Tres integrantes de una familia (padre, madre, hija) murieron y otra persona sufrió quemaduras en 90% de su cuerpo. A Jesús Javier Marcano, el sobreviviente, lo trasladaron inicialmente al hospital Luis Razetti de Barcelona, luego a una clínica privada y, finalmente, a la Unidad de Caumatología de Maracaibo.

Las llamas consumieron el vehículo Toyota Corola donde se desplazaban. Juan Carlos Salazar, Eulimar Rodríguez y su nena de 4 años fueron las víctimas mortales. La chatarra quedó en medio de un pozo que se había formado con la lluvia.

Después se sabría que allí no solo había agua.

Se especulaba sobre las causas de la tragedia: un rayo cayó sobre el tendido eléctrico, un cable de alta tensión se desprendió, el Toyota se apagó al tratar de cruzar una laguna y, cuando el conductor trató de prenderlo en dos oportunidades, una chispa provocó el incendio. Lo cierto es que el sobreviviente alcanzó a decirles a funcionarios de Protección Civil que el vehículo se incendió luego de haber escuchado una explosión.

Después se comentó: en el lugar había lastre o restos de hidrocarburo, provenientes de la refinería, que fueron arrastrados por la lluvia hasta una quebrada. Esto lo corroboró el comisionado agregado de la Policía Nacional Bolivariana, Iván Gregorio Parra Vásquez, al declarar sobre lo sucedido. Claro, el boletín oficial de la Región Estratégica de Defensa Integral Oriental informó otra cosa: un cortocircuito había causado la tragedia. Ni ese día, ni el siguiente, Pdvsa emitió algún comunicado.

Las llamas resistían a la espuma y al agua de los camiones cisternas de los bomberos de Anzoátegui, Marinos y de Pdvsa. En las urbanizaciones más cercanas, conformadas por edificios, los habitantes estaban desconcertados y llenos de angustia. Donde vivo, los vecinos comentaban la necesidad de abandonar las residencias, aunque otros no se mostraban ganados a la idea. Ya había caído la noche y no había electricidad. Después me enteraría de que a raíz del incendio en el que murió la familia Salazar, vecinos de dos de las torres habían decidido marcharse.

Subí a mi apartamento a quitarme el lodo de los zapatos y el pantalón sucio que me había dejado el recorrido que hice para saber qué había ocurrido. Pensé en regresar a Lechería, a refugiarme en casa de un familiar. El olor a humo persistía, a veces a caucho quemado, a veces a monte. Me preocupaba que la batería del celular estuviera a punto de fallecer y no tenía cómo recargarla.

Entonces sentí una fuerte explosión.

Al observar por la ventana, vi cómo una columna amarilla-naranja-roja, con su capa negra, se elevó hacia el cielo. Eran las 7:00 de la noche.

Me quedé paralizada. Mi mente se puso en blanco. Hasta que reaccioné: creí que en el edificio no iba a quedar nadie.

Luego sabríamos aquello que temimos por años: que quienes vivimos en Guanta podíamos ser testigos (o víctimas) de dos estallidos en cuestión de segundos. Porque fueron dos explosiones, debido a la acumulación de gases cuyo detonante nadie ha explicado cuál fue. Dos explosiones que parecieron una, además de la primera, muy cerca de ahí, donde Juan Carlos Salazar, su esposa y su hijita habían dejado la vida.

Aquella bola de fuego que vi se produjo dentro de la propia instalación petrolera, unos dicen que detrás de la estación de servicio ubicada en la vía a Puerto La Cruz, donde yo suelo poner gasolina a mi carro. Otros decían que en la parte posterior del cementerio guanteño.

Desde el estacionamiento, Daniela, una vecina del piso tres, llamaba a gritos a su esposo Carlos:

—Cooorrreee, cooorrree, vámonooos, vámonooos, apúuurate…

Otra vecina bajaba en tropel desde el cuarto piso. Yo estaba en el segundo, en medio de una angustia sosegada y le grité:

—Laaaly, Laaaly, ¿qué haceeemos?

—¡Baja al estacionamiento!

—¿Para dóoonde vamos?

—¡Baaaaja!.. para Cumanáaaa.

De Guanta a Cumaná es poco más de una hora por una carretera sinuosa, de vértigo.

Con una linterna, que a duras pena iluminaba, y el teléfono celular moribundo, bajé al estacionamiento, donde ya se encontraban una decena de vecinos, todos de la Torre J, donde vivo. Estaba tan oscuro que no pude distinguir si de los otros edificios habían salido más personas.

Entre nosotros, la discusión era si debíamos irnos corriendo de allí o quedarnos. Un vecino aseguró que la alcaldía había dado instrucciones de evacuar el lugar, que había que irse para Puerto La Cruz, pero alguien comentó que no había paso.

—¿Y entonces? —pregunté.

Laly respondió que más seguros estábamos en Guanta, porque en Puerto La Cruz se encuentran todas las tuberías de petróleo. Imagino que se refería a la gran tubería que atraviesa Puerto La Cruz para trasladar el petróleo de la zona sur de Anzoátegui.

En mi mente vi la refinería, a ambos lado de la avenida-carretera nacional. De ambos lados, los tanques color gris. El complejo refinador parte de Puerto La Cruz y a su alrededor han crecido barriadas y urbanizaciones, con instituciones educativas y de salud. Sus instalaciones se extienden hasta Guanta. Son no menos de 800 hectáreas, donde se encuentran 129 tanques de almacenamiento, en lo que constituye el cuarto complejo refinador más importante del país, después del de Paraguaná (refinerías de Amuay y Cardón), en Falcón; el de El Palito en Carabobo y el de Bajo Grande en Zulia.

Y pensé: de tanto ver día a día esa hilera de tanques y otras estructuras, no nos damos cuenta del riesgo que supone para quienes vivimos tan cerca. Recordé los últimos incendios, en el área del complejo dentro de los linderos de Puerto La Cruz. El primero ocurrió el 11 de agosto de 2013 y el segundo el 30 de octubre de 2016, ambos un domingo de fuertes lluvias, en lagunas de lastre y causados por rayos.

Llenaron de miedo a los residentes de las zonas más cercanas. El de 2013 se produjo en una zona próxima al llenadero de combustible y unas 180 familias, de sectores próximos a las instalaciones, debieron ser desalojadas mientras sofocaban las llamas, según informaron las autoridades de Pdvsa de entonces. El de hace tres años fue en el cerro de carga de Guaraguao, en las adyacencias de la urbanización del mismo nombre y del hospital César Rodríguez, el más importante de Puerto La Cruz. Debido al temor que desencadenó, los pacientes tuvieron que ser llevados a otro recinto asistencial. En las propias camillas sacaron a quienes se encontraban en precarias condiciones de salud, a otros los movilizaron en sillas de rueda y no faltaron los que se trasladaron a pie o en vehículos de familiares.

Este sábado 8 de junio, la segunda explosión del día (y claro que la tercera, que vino en seguidilla) se sintió a unos ocho kilómetros, en el barrio El Pensil de Puerto La Cruz, cerca del llenadero de gasolina de la refinería y del Comando de la Guardia Nacional Bolivariana. El temor sobrecogió a sus habitantes, igual que en 2013. Mi vecina del piso uno, Lourdes, lo vivió ahora. Se encontraba en casa de su mamá y vio cuando una residente de El Pensil acudió a la sede militar para preguntar qué iban a hacer.

No hubo respuesta.

Así estábamos en Guanta.

En la oscuridad del estacionamiento de mi edificio alguien comentó lo mismo que me había gritado Laly:

—La otra alternativa es que nos vayamos para Cumaná.

No era una decisión sencilla. Irnos a Cumaná a esas horas de la noche era exponernos a un asalto en la carretera. Esa vía es conocida por los robos constantes. Hasta los camiones cargados de alimentos suelen ser asaltados.

—Vente para Lechería —me escribió por mensaje de texto mi hija. Manuel, un vecino, me había prestado un cargador portátil para la batería del celular, y con ello había logrado alcanzar un poco más de carga.

—¿Cómo, si no hay paso? —le contesté.

Me acerqué a la entrada del conjunto residencial. El portón estaba cerrado. Pensé que, si había que evacuar el edificio, haría falta alguien que coordinara la salida. ¿Cómo hacer con aquellas personas que no tienen vehículos?, me pregunté. En el conjunto residencial hay 192 apartamentos.

Nadie sabía nada. Al otro día me enteré de que a la urbanización cercana, Parque Guaraguao, construida en la franja de seguridad de la refinería, habían enviado una camioneta pickup para trasladar a un número de familias similar al nuestro. Y que en el sector donde vivían las víctimas del incendio, en el Núcleo Endógeno Juan Pedro, a los vecinos los habían evacuado por el mar hacia el Paseo Colón.

En nuestro caso no hubo plan de contingencia.

Mi hija se comunicó con una amiga que vive en Guanta. Le dijo que sí había paso hacia Puerto La Cruz. Pero le escribí y repetí lo que había dicho Laly: “Más segura estoy en Guanta”. Una carita preocupada fue su próximo mensaje. Por el grupo de la familia preguntaban por mí. Mi hija les contó lo que sabía. El calificativo de tozudez, que no me es ajeno, se leía claro por mi negativa de salir del edificio. Me alejé del grupo de vecinos para enviarles un mensaje de voz. Insistí: “Más segura me siento aquí”. No me gustó el tono con que se los dije. Más tarde tomé conciencia de ello, lo suavicé y les di una explicación más detallada.

Al regresar, escuché a Larisa, una vecina de otra torre, decirle a Laly:

—Yo me voy.

—¿Y si nos roban los apartamentos?

—No me importa.

Caminamos. La noche prometía ser larga. Continuamos tragando humo, a veces negro, a veces gris.

Larisa nos invitó a ir a su casa para cargar los celulares con una planta eléctrica que se vio obligada a comprar para sobrellevar los apagones que comenzamos a padecer desde el 7 de marzo. Le dije que me esperaran porque debía buscar el cargador. El humo en mi apartamento seguía molestando. Bajé rápido.

Y a los pocos minutos llegó la luz.

—Ya todo está resuelto —agradeció Laly. En el fondo yo también lo creía. Bendita luz. Nadie más habló de irse del conjunto residencial.

Nos reunimos en el apartamento de Laly. Su esposo, Jesús, ex trabajador de Pdvsa, nos mostró imágenes satelitales de todo el complejo refinador y conversamos sobre lo que había sucedido. Larisa recordó las veces que el condominio denunció el bote de petróleo en el lugar de la tragedia, sin que nadie hiciera nada por corregirlo.

Me fui a casa y con cierto desasosiego logré dormir.

Al día siguiente, desde mi ventana observé que persistía un hilo de humo blanco. Y fue cuando caí en cuenta de la existencia de un gran tanque que se eleva en un cerro, y de otros tanto en la parte baja, cerca del lugar del incendio. De tanto verlos a diario, se nos hacen invisibles, igual que la preocupación.

El domingo, enviaron equipos a recoger el hidrocarburo que había en el agua e hicieron movimientos de tierra. Pero el temor está allí. Y hay razones. En agosto de 2012, una explosión en la refinería de Amuay, en el estado Falcón, dejó 55 muertos entre los habitantes de zonas aledañas. Y otros siniestros de menor escala han ocurrido en Puerto La Cruz.

Esta vez fue otra campanada. Seguimos viviendo en el peligro.


Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.

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Egresé de la UCV en 1981, aunque tengo 40 años dedicada al periodismo… y no ha habido lugar para el arrepentimiento. Hasta 1999 me dediqué de lleno al reporterismo y la mayor parte se lo dediqué a la fuente política. Llevo 36 años en El Tiempo de Puerto La Cruz y ahora busco un poco de tiempo para aprender a narrar historias. Al menos, eso intento.

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