Por ahí anda un periodista gringo
Luego de culminar su trabajo en Cúcuta, cubriendo los sucesos del 23 de febrero en los que estaba previsto el ingreso de ayuda humanitaria a Venezuela, la periodista Lorena Evelyn Arráiz se dispuso a volver al país. La acompañaban sus dos hijas, también periodistas, una de ellas embarazada. Con la frontera cerrada, les tocó atravesar una de las “trochas” y ver de cerca cómo estas se encuentran bajo el control de civiles armados. Esta es su testimonio de ese tenso regreso en el que por primera vez sintió que no podía proteger a sus hijas.
Fotografía de portada: Lorena Evelyn Arráiz
—Apaguen los celulares, actúen normal, hagan lo que les digamos.
Escuché con atención las recomendaciones de los dos hombres que nos ayudarían a cruzar la frontera entre Colombia y Venezuela a través de una trocha. Tenía mucho miedo porque imaginaba que sería una ruta larga, intrincada y peligrosa, así que preferí no hacerles ninguna pregunta. No quería conocer los detalles. En silencio y muy nerviosa, me dispuse a iniciar la travesía.
Soy periodista y por eso me encontraba en Cúcuta, en el departamento colombiano Norte de Santander. Estaba con mis hijas, con quienes comparto el oficio: Lorena, la mayor, embarazada de cinco meses, es corresponsal de un medio de comunicación; y Daniela, la menor, la acompaña en algunas pautas haciendo de camarógrafa. Las tres habíamos viajado desde Táchira para cubrir el ingreso de la ayuda humanitaria a Venezuela, pautado para el 23 de febrero de 2019.
El mundo vio lo que ocurrió ese día. En los puentes Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, que unen a ambas naciones, tuvo lugar una batalla campal: guardias nacionales, acompañados de civiles armados, reprimieron a los manifestantes venezolanos que allí se encontraban, e impidieron el paso de camiones con comida y medicinas que ayudarían a paliar la aguda crisis que atraviesa Venezuela. Dos de los camiones fueron incendiados.
Pocos días después, del lado venezolano apostaron camiones llenos de arena para impedir el tránsito peatonal. Esa era la forma que tenían las personas de trasladarse de uno a otro país por esa zona, desde que en 2015 Venezuela cerró su frontera. Si bien la reabrió posteriormente, solo permitía pasar —entre las 6:00 am y las 8:00 pm— ambulancias, carros fúnebres, transportes escolares y con carga pesada que fuese autorizada y legalizada por ambos países.
Desde entonces es común ver a muchos venezolanos salir a pie, rumbo a Cúcuta, a abastecerse de productos que en Venezuela están escasos o, incluso, a llevar a sus hijos a la escuela. Según Migración Colombia, diariamente pasan por esos puentes unas 30 mil personas y, entre ellas, centenares de migrantes cargando sus enormes maletas y cobijas.
Que ahora ese paso estuviera truncado significaba que mis hijas y yo probablemente debíamos volver a San Cristóbal, donde vivimos, por alguna de las trochas que suelen usarse. Allí donde no hay puente sino ríos, piedras, monte y pasos improvisados.
No parecía haber otra opción.
Dado el peligro que suponía adentrarse en uno de esos caminos verdes, los jefes de mis hijas estuvieron evaluando la posibilidad de que ellas tomaran un avión hasta Bogotá y de ahí otro hasta Caracas. Pero por ahí también corrían riesgos: en Maiquetía estaban siendo hostiles con quienes llevaran equipos de prensa; se decía que se los decomisaban.
—Nos vamos contigo —me dijo finalmente Lorena. Y a mí se me paró el corazón.
Pero no podía decirle que no.
Angustiada, le conté a un muy buen amigo que vive en Cúcuta que estábamos atrapadas. Él me dijo que su tío podía ayudarnos a cruzar, que ese era su negocio. Lo llamé y fijamos el precio en pesos colombianos por el “servicio”, que incluía el transporte del hotel donde nos encontrábamos hasta La Parada —zona colombiana limítrofe con San Antonio del Táchira, en Venezuela—, cargarnos el equipaje, guiarnos por la trocha, pagarle a los “cuidadores” del lado colombiano y a los llamados colectivos del lado venezolano.
Acepté volver a mi casa de ese modo, a pesar de todo lo que me habían contado de esas rutas. Por allí, grupos paramilitares andan a sus anchas. Secuestran. Roban. Esas trochas —incontables en el Norte de Santander, aunque hay unas más transitadas que otras— tienen sus custodios, sus dueños, que ya en Venezuela son relevados por civiles armados. Me habían contado que eran frecuentes los enfrentamientos por el control del contrabando de gasolina, y que la gente debía lanzarse al suelo para esquivar las balas.
Pese a todo, al amanecer del 2 de marzo, como habíamos acordado, nos fueron a buscar dos hombres al hotel en el que nos encontrábamos en Cúcuta. Nos dieron recomendaciones y, al cabo de un rato, uno de ellos nos preguntó amablemente:
—¿Tienen cámaras, celulares, cosas de periodista?
—Solo llevamos una computadora portátil y va envuelta entre la ropa —le respondí.
Yo había tomado mis previsiones. Eché en un bolso mi carnet, el micrófono, el taco del medio para el cual trabajo, dos gorras que dicen #VAMOSBIEN, dos chalecos que nos acreditaban como voluntarios para el ingreso de la ayuda humanitaria, dos libretas periodísticas, la memoria extraíble de uno de mis teléfonos, las escarapelas oficiales de las actividades de la presidencia de Colombia, varias notas de prensa y un sticker de apoyo a los inmigrantes venezolanos. Todo lo dejé en el hotel.
Mis hijas habían dejado su trípode y llevaban el cable y micrófono dentro de la ropa. Al taco que identifica el medio en el cual trabajan le quitaron los stickers.
Aun así yo temía que nos ocurriera lo que le pasó a una colega extranjera días antes en uno de esas trochas: miembros de grupos parapoliciales afines a Nicolás Maduro le revisaron el equipaje. A ella y a su acompañante les robaron los equipos de trabajo y la ropa, dejándolos semidesnudos. Algo similar le había sucedido al dueño de un canal local: lo amenazaron y le quitaron la cámara de video. Y a una joven que había mandado a arreglar una cámara fotográfica en Cúcuta, y que no trabajaba en ningún medio de comunicación, le hicieron desnudarse para constatar que no tenía ningún tipo de micrófono oculto debajo de la ropa.
Todo eso me tenía nerviosa. Y estaba muy angustiada por mi hija embarazada. Ella no podía correr, ni lanzarse al piso, así que, después de un silencio, todavía en el hotel, le dije a nuestro guía:
—Por favor, no nos pasen por la trocha en la que la gente debe atravesar un río a través de un tronco.
—No, vamos por la más corta. Por eso es que les salió un poco más caro que las otras rutas.
A las 8:00 de la mañana comenzamos el recorrido. Aunque estoy habituada a hacer cobertura de situaciones muy tensas, me sentía muy ansiosa. Sentí, por primera vez, que no podía proteger a mis hijas.
Atravesamos pequeñas veredas que limitaban con patios y porches de casas familiares. No éramos las únicas. Había mucha gente por ahí que gritaba: “Te llevo por la trocha”, “te pasamos para San Antonio”. Recuerdo que vi a militares colombianos merodeando por el área.
Comenzamos a caminar por senderos. Era muchísima la gente que iba y venía. Uno de nuestros guías decía que ahí se movían diariamente entre 50 y 100 millones de pesos en total (17 mil y 32 mil dólares aproximadamente) por el cobro del paso de personas así como de diferentes objetos. El costo por persona se incrementa si llevas cajas, cauchos o maletas.
En un momento, uno de los hombres que nos llevaban se acercó a otro y le pagó. Por uno de esos caminos, vi a una amiga que me saludó. Yo le contesté con un movimiento de la mano. No quería decir su nombre ni que ella dijera el mío.
Fue como llegamos al río Táchira y se formó una cola para poder pasar, de lado y lado, por un trecho improvisado de piedras. Uno de los hombres agarró a Lore y la llevó de la mano. Daniela y yo nos tomamos igualmente de la mano. Le dije que no me importaba mojarme los pies con tal de pasar rápido el río. Y cuando finalmente pasamos, a los dos metros, nos detuvieron.
Ahí me di cuenta de que a mano derecha estaba el puente Simón Bolívar. Podía ver el vehículo atravesado que impedía el paso.
—Ya estamos en Venezuela —le dije a mi hija.
Fue rápido. No más de 15 minutos.
Pero llegar a Venezuela no fue ningún alivio. Cuando nos detuvieron (no solo a nosotros sino a una treintena de personas que íbamos en ese grupo), nos recibieron unos hombres con capuchas negras.
—Son los colectivos —dijo alguien susurrando en el grupo.
No voy a mirar, debo calmarme, me repetía.
Los hombres nos detuvieron para que el otro grupo, que ingresaría a Colombia, pudiera pasar. Nos pedían orden y colaboración. Silencio absoluto. Unas cinco personas por delante nos separaban a mis hijas y a mí de esas personas. Ya antes había rezado y había puesto todo en manos de Dios. Tomé el Cristo que tenía en mi collar y le pedí que nos hiciera invisibles. Pasamos ese trayecto que daba lugar a un paso compuesto de costales llenos de algo.
Mis hijas siempre bromean por mis torpezas. Derramo la comida en mi ropa o pierdo el equilibrio. Entonces pensé en que debía concentrarme, que debía fijarme bien dónde pisaba para no caerme, pero la mano de mi hija Daniela me dio la seguridad y pasamos por esos 20 sacos que hacían de puente. Ahí se formó otra fila.
Un nuevo grupo de encapuchados nos esperaba. Un hombre que llevaba un cargamento pesado en la cabeza recordó que, el día anterior, la espera había sido de dos horas. Mientras tanto, uno de los hombres encapuchados nos preguntó qué teníamos en las maletas. “¿Tienen electrodomésticos?”, a lo que nuestro guía respondió: “Solo mercado y ropa”.
El hombre tocó un equipaje e insistió en saber:
—¿Qué lleva esta maleta?
Pensé que podía estar señalando a la de mis hijas, donde llevaban los equipos de trabajo. Pero alguien dijo que solo era ropa. De haberlo querido, el hombre hubiese abierto y revisado la maleta. Lo hacen al azar.
En ese mismo espacio, que para mí fue de terror, otro encapuchado dijo:
—Por ahí anda un periodista gringo.
Una mujer que estaba con ellos (sin cubrirse el rostro pero a la que no vi porque siempre mantuve la vista al piso) dijo que ella también lo había advertido. Se me paró nuevamente el corazón. La sola palabra “periodista” me hizo temblar. ¿Qué pasaría si nos descubrían?
Por fin nos dijeron que prosiguiéramos a lo largo de un trayecto en el que había otros encapuchados. Y de repente, me vi en una calle de San Antonio del Táchira, muy cerca del comando de la Guardia Nacional y muchísima gente intentado ingresar por esa misma trocha.
Nos instalamos en un punto. Yo debía llamar a quien nos iría a buscar, pero no podía. Mis manos temblaban. Aguantaba las ganas de llorar para que mis hijas no me vieran así. Los hombres que nos guiaron nos apoyaron de la mejor manera. A Lorena y a su hijito guardado en la barriga los protegieron como si fuesen su familia y eso siempre se los voy a agradecer.
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Lorena Evelyn Arráiz
Soy periodista multitasking en Táchira. Doy clases en la Universidad de los Andes y soy voluntaria de la ONU. Tengo un programa de entrevistas en la TRT y también soy investigadora en Una Ventana a la Libertad e Ipys.