Si levantas la cabeza, te doy dos cachazos más
La tarde del 23 de enero de 2019, día de protestas ciudadanas en todo el país, sorprendió a Luis José y Alexander atrapados en el torbellino en que se sumió el centro de Tinaquillo, en Cojedes. Tratando de huir, los liceístas fueron interceptados por guardias nacionales que los golpearon salvajemente y los llevaron al comando. Ni siquiera padecer de esclerodermia, una enfermedad que le pudre la piel, salvó a Luis José de permanecer seis días preso. Tiene 16 años.
Ilustraciones: Robert Dugarte
—Dale un tiro y mátalos —se escuchó decir a uno de los guardias nacionales.
—No se puede, porque son estudiantes —dijo el que les apuntaba.
—Dale un tiro, que a los estudiantes no los paga nadie.
Y mientras la discusión seguía, Luis José y Alexander debieron preguntarse cómo es que se encontraban en medio de aquella situación.
Cerca de la 1:00 de la tarde del 23 de enero de 2019, Tinaquillo era todo un alboroto. Se escuchaban gritos y la gente corría. Se podían ver carros y motos en todas direcciones sin respetar el sentido de las calles.
Ya pasadas las 2:00, pareció que había vuelto la calma, así que Luis José y Alexander, luego de su salida del liceo, trataron de regresar a su casa para preparar juntos el proyecto final de una materia. Tomaron los caminos verdes para así evitar la congestión. Se decía que habían quemado la casa del Partido Socialista Unido de Venezuela, cuya inauguración estaba prevista para los próximos días, y también la Casa de las Misiones. Se decía que habían saqueado algo que era del gobierno, y que en el centro de esta ciudad de Cojedes había una batalla campal. Un río de personas huía corriendo de guardias nacionales en motos.
En el camino, los muchachos vieron que la proveeduría de Fonturco había sido saqueada. Se desviaron, pues por ahí no podrían pasar, y tomaron la Tamanaco con la idea de llegar al sector La Cruz. Pero a los pocos minutos escucharon un grito.
—¡Corran, que vienen las motos!
La calle estaba sola. Ellos ni siquiera supieron de dónde vino el grito.
—Péguense contra la pared.
Eran ocho funcionarios de la guardia, que los habían interceptado.
—Levanta las manos y pídele a Dios —le dijo Luis José a su amigo cuando lo notó paralizado por el miedo y con ganas de llorar, mientras él rezaba en silencio.
Uno de los guardias gritó:
—¡Bajen las manos! —y uno se bajó de la moto y golpeó a Alexander con una tabla en el estómago.
—¿Eres sordo?, te dijimos que bajaras las manos.
Luis José sintió un golpe fuerte en las costillas que lo dejó sin aire.
—Ya bajé las manos, no me vuelvan a golpear, por favor —les rogó.
—Pégales, que esos aguantan —dijo otro de los guardias y comenzaron a golpear a su compañero. Sintió que una mano le apretaba fuertemente el cuello y, mientras le gritaban que levantara la cabeza, otro le daba fuertes cachetadas en el rostro.
Su vista se nubló, el suelo se le movía. Le siguieron pegando. Como pudo, recuperó el aliento y, al ver cómo golpeaban a Alexander con la tabla, alcanzó a decirle: “No metas las manos y déjalos”. Su brazo se le hinchó como cuando lo inyectaban y se le infectaba el lugar donde le habían dado el pinchazo. Luis José sabía muy bien lo que era eso, porque sufre de esclerodermia. A él se le pudre la piel si se da un golpe o no tiene la higiene adecuada.
No sabe cómo se armó de valor, ni de dónde sacó las fuerzas suficientes para reclamarle al guardia que no le siguieran pegando a su amigo.
—Ah, ahora tú eres el abogado de este, vas a llevar por alzado —y le comenzaron a dar tablazos también.
Optó por no decir nada. Tampoco pensaba en su enfermedad. Solo le imploraba a Dios que aquello acabara. Sus piernas flaquearon y, cuando iba a caer, el guardia lo haló por la camisa y lo levantó.
—Quítate la camisa del uniforme, porque si llego al comando contigo uniformado me voy a meter en un problema —le ordenó.
Cuando se estaba quitando la camisa, otro guardia dijo:
—Dale otro, que ese aguanta.
Y le dieron un tablazo en la espalda que lo hizo caer arrodillado. El guardia lo levantó, lo obligó a entregarle la camisa, se la enrolló en la mano y la botó.
—Súbete a la moto y pon las manos atrás.
Los llevaron para el comando. Y ya sin poder hacer más, Luis José comenzó a llorar.
—¿Ahora vas a llorar?, aquí no queremos llorones… Te me vas para allá y te me quitas el pantalón que te voy a revisar.
Él no cargaba nada, solo la cartera y la llave de la casa, tal como corroboró el guardia segundos después.
—No carga nada —dijo, y botó su pantalón.
Quedó con los zapatos, un short que cargaba y sin camisa. Le esperaban más de tres horas en el Comando de la Policía Estadal en Tinaquillo, mientras llegaba el camión que los llevaría a San Carlos.
Estaban agachados y uno de los superiores comenzó a maldecirlos y a acusarlos de que ellos eran los propios guarimberos, los que trancaban las calles y avenidas.
—Mírate cómo andas, sin camisa, cuántas piedras tirarías –le dijo a Luis José.
Él no pudo aguantarse y le respondió que estaba así porque uno de los guardias le había botado la ropa, porque él cargaba su uniforme de estudiante.
—No me respondas, párate y ponte en la orilla del camión.
Ya rodando hacia San Carlos, uno lo agarró por el hombro y le gritó que no le costaba nada lanzarlo y que, cuando le preguntaran qué pasó, diría que se quería volar, saltó y se mató.
—A mí no me importa hacer eso porque tú eres un maldito guarimbero.
Nuevamente guardó silencio, lo que provocó que le dieran un culatazo en el pecho con un fusil.
—Te sientas, y si veo que levantas la cabeza, te voy a dar dos cachazos más.
Iban agachados con la cabeza entre las piernas y las manos detrás de la espalda. El camión lo colocaban al sol y no les permitían tomar agua.
El Comando de la Guardia Nacional de Los Mereyes, en Tinaco, fue el sitio a donde los llevaron y donde estuvieron detenidos por cinco días. Allí no los golpearon, dejaban que usaran el baño y permitían que sus familiares les llevaran comida. Algunos de los funcionarios fueron amables, e incluso los aconsejaron y les decían que solo cumplían órdenes.
Al ver que no llegaba a la casa, Maryuril Gutiérrez, la madre de Luis José, comenzó a preocuparse. Fue a casa de sus compañeros y nadie sabía de él. Su desesperación era tan grande, que veía a motos y carros de la guardia en la calle, y les gritaba que la ayudaran.
Cuando supo a dónde habían llevado a su hijo, pidió hablar con el comandante. Le daba golpes al portón y se hacía sentir, así que al salir el jefe del comando le preguntó:
—¿Tú eres la bullera?
Ella le respondió que era la madre de un niño que se encontraba allí y que él tenía una condición de salud especial.
–Eso a mí no me interesa. ¿Tienes el informe? ¿Dónde está Protección al Menor, donde está protección?
Su insistencia hizo que la dejaran entrar. Cuando vio a Luis José, lo consiguió sucio y en shorts. Ese era su temor más grande, verlo así, porque la esclerodermia, que es una enfermedad autoinmune, hace que tenga pocas defensas. Toma Metotrexato y Prednisona, y recibe ciclos de quimioterapia que lo dejan muy débil.
El día 24 de enero, en la audiencia de presentación, le entregó el informe médico al fiscal y le suplicó por sus hijos que aislaran a Luis José para evitar que recayera en su enfermedad.
—Solo pido que no lo maltraten, porque si se le quiebra la piel se le puede podrir —les explicó luego a los guardias. Su condición hace que las heridas y golpes no cicatricen bien, no tiene defensas, y se le pueden infectar. El comando de Los Mereyes de Tinaco parece una jungla y, al ver las condiciones del sitio, exigió que se respetara el derecho a la salud de su hijo, pero los guardias le contestaron con una pregunta:
—¿Usted es doctora?
Ella les dijo que no.
—Pero soy su mamá, su enfermera y su todo, la que conoce mejor que nadie su condición.
Luego de insistir, se lo dejaron ver. Estaba temblando por los nervios y por la falta de su tratamiento. Ella quería ver que no le hubieran tocado la espalda y los hombros, que en una ocasión se le infectaron y tardaron en sanar. Le dio la comida y no le permitieron verlo más.
El médico que lo trata se lo dijo: las 48 horas siguientes serían decisivas. Comenzó a descompensarse el jueves, ella lo presentía, ella lo conoce.
El viernes 25 fue la audiencia de presentación. El fiscal solicitó que liberaran a los dos liceístas, así como a nueve adolescentes más detenidos en medio de las protestas del día 23. Pero el juez no aceptó y pidió fiadores que debían ganar tres sueldos mínimos y no debían tener antecedentes penales.
El fiscal pidió que Luis José se quitara la camisa, para que mostrara los golpes que había recibido, pero el juez no prestó demasiada atención. Entraba y salía de la sala, hasta que dijo:
—Yo soy aquí la ley y sus hijos están en mis manos.
Dictó sentencia y Maryuril no pudo traer a su hijo de vuelta a casa.
El sábado la llamaron para decirle que se había puesto mal. Los guardias lo llevaron a los tribunales, y no había nadie que firmara la orden para que fuera trasladado a un hospital. Tampoco estaba el médico forense. Hasta que lo llevaron al hospital de Tinaco. La doctora de guardia no quería atenderlo por las condiciones en las que estaba, pero luego de los ruegos de Maryuril accedió a recetarlo. Tenía la tensión alta y mucha fiebre. La doctora le dijo al capitán que el muchacho se encontraba en malas condiciones de salud y que allí no podía tenerlo, que se lo llevaran.
El domingo salió bien temprano a verlo y su salud seguía deteriorándose. Y aun así no lo soltaban. Tuvo que esperar hasta el lunes, cuando le otorgaron la libertad con medidas cautelares. Debe presentarse cada mes en los tribunales. Días después y con idénticas medidas dejaron en libertad también a Alexander.
A Maryuril se la vio en El Pancartazo del 2 de febrero. Fue su modo de protestar por lo ocurrido con su hijo. Entre tanto, Luis José ha estado recibiendo hidratación por una vía que le abrieron en una de sus manos. Ya se encuentra en el ambiente limpio y con la temperatura adecuada que su cuerpo tanto necesita.
Esta historia forma parte de la serie Crecer en represión, desarrollada en alianza con la ONG Cecodap.
Esta historia está incluida en el libro Semillas a la deriva, la infancia y la adolescencia en un país devastado (edición conjunta de Cecodap y La vida de nos).
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Alexander Olvera
Periodista y abogado venezolano. Egresé como comunicador social de la Universidad Católica Cecilio Acosta. Corresponsal de El Pitazo en el estado Cojedes. Mi pasión es informar y seguiré haciéndolo hasta que me quede el último hálito de vida. Si volviera a nacer estudiaría periodismo, porque siento que es la profesión más bonita del mundo.