No pueden seguir matándolos
Mientras monitoreaba la represión contra una protesta ciudadana en San Cristóbal, la periodista y profesora Lorena Evelyn Arráiz reportó que había dos fallecidos ese 23 de enero de 2019. Atareada en la convulsión del día, no se percató de inmediato que uno de ellos, Luigi Guerrero, había sido su alumno.
Fotografías: Carlos Eduardo Ramírez / Álbum familiar
—Profe, ¿es Luigi?
Apenas informé en mi cuenta de Twitter que Luigi Ángel Guerrero Ovalles había sido uno de los asesinados de ese día, comencé a recibir mensajes de mis estudiantes.
Era el 23 de enero de 2019. Mientras en Caracas el diputado Juan Guaidó juraba como presidente encargado de la República, en el centro de San Cristóbal, en Táchira, se desataba un horror: la multitudinaria marcha opositora que había llegado a la Plaza Bolívar, en la Séptima Avenida, era disuelta a tiros por civiles armados y efectivos de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana. La gente corría buscando refugio. En el momento de la balacera se fue la luz en todo el estado, lo cual colapsó la señal telefónica y de internet. Eso nos impidió conocer en tiempo real los inéditos hechos que estaban sucediendo en la capital del país.
Yo no estaba allí. Debido a un reposo médico que me impedía hacer actividades físicas, preferí reseñar lo que ocurría desde la Avenida Carabobo, a cierta distancia; y luego me fui a mi casa. Entonces comenzaron a llegar los reportes: “Hay heridos, parece que hay muertos”, leí en el chat que tenemos un grupo de periodistas locales y que usamos para confirmar hechos antes de publicarlos. Luego los colegas precisaron que había dos muertos: Eduardo José Marrero, de 21 años, y Wilmer Antonio Zambrano, quien no portaba su cédula de identidad. Así lo informamos en nuestras redes sociales.
Pero al cabo de unos minutos, a través de un mensaje de texto, un familiar que vio mi tuit me preguntó si conocía de primera mano aquellos nombres. Le dije que sí y se los pasé.
—Es que una amiga me dice que está en la morgue porque a su hijo se lo mataron, pero él no es ninguna de esas dos personas —me respondió.
—¿Cómo se llama el hijo de tu amiga?
—Luigi Ángel Guerrero Ovalles.
Le expliqué que podía ser un error, pero que iba a verificar. De inmediato consulté sobre ese tercer nombre en el chat de periodistas y de inmediato la colega Omaira Labrador aclaró que había habido una confusión, y que la segunda víctima era, en efecto, Luigi Guerrero, de 24 años de edad, y no Wilmer Zambrano.
Dado que habíamos informado los datos incorrectos, hicimos la aclaratoria respectiva en las redes, y fue cuando comenzaron a llegarme los mensajes de mis estudiantes.
—Profe, ¿es Luigi? —me escribió el primero.
—Profe, no puede ser —me dijo otro.
Soy profesora de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad de Los Andes desde hace más de una década. Los mensajes de mis estudiantes de 2do, 4to y 5to año no paraban de llegarme. Pero yo, en medio de todo lo que ocurría —en el país, en mi estado— me sentía confundida. No entendía lo que me escribían.
Hasta que me llegó el mensaje más desconcertante. El de María Gabriela.
—Profe, soy la novia de Luigi. Dígame que no es verdad.
Tengo mala memoria para recordar los nombres de todos mis alumnos. Y atareada en la dinámica convulsa de ese día, aquel nombre no me resultó familiar en un primer momento, así que, nerviosa, le respondí a uno de los muchachos:
—¿Cuál Luigi?
—Uno de nuestros compañeros.
Le pedí una fotografía y poco después me la envió. Me quedé paralizada. Era el joven de cabello hirsuto color castaño y de tez blanca, tan parecido a la figura de El Principito de Saint-Exupery. El chico despierto, el buen alumno. El “niño azul”, como lo llamaba cariñosamente, porque me inspiraba ternura.
Sin salir de la impresión, reenvié la foto a mi familiar y le pregunté si ese era el hijo de su amiga. Y ella me corroboró una vez más el nombre: era Luigi.
Tuve a Luigi dos veces en mis aulas: en 1er año, cuando cursó psicología de la comunicación, y en 2do, en la asignatura de comunicación visual y fotografía. Ahora estaba en la última semana de su 4to año. Y tenía dos trabajos, que atendía a distancia desde la computadora de su casa. La situación del país lo abrumaba y su meta era irse a Colombia con su abuela y su mamá. Le había propuesto a Julieta, la madre, que se fueran ellas primero y que, apenas terminara los estudios, él se les uniría; al fin y al cabo, Colombia quedaba al lado. Pero ella, que también había cursado esa carrera y solo le faltó la tesis para graduarse, se negó. Acordaron que esperarían a que él obtuviese el preciado diploma para migrar juntos.
Aunque no solía ir a marchas, la de aquel día le entusiasmó. “Este domingo es la calma antes de la tormenta del 23”, escribió en su cuenta de Twitter el 22 de enero. Allí mismo, al amanecer del día siguiente, contó que por su zona se escuchaban morteros y publicó: “Esta noche Venezuela no duerme”. Dos frases que resultaron proféticas.
Cuando le dijo a su mamá que iría a la marcha, ella se sorprendió.
—¿Con quién va?
—Solo —le respondió.
Porque sus compañeros de clases, que imaginaron que él como siempre no se animaría, no lo convidaron. Julieta, sin embargo, se quedó tranquila cuando su muchacho se fue porque sabía que muchos vecinos de la zona irían también. Eso sí, después de echarle la bendición, le recordó que debía tener cuidado.
Más tarde, cuando ella se enteró a través de la radio que había comenzado la efervescencia en las anchas calles de San Cristóbal, se angustió y comenzó a pensar. “Luigi no ha vuelto a casa y los vecinos sí”. “Luigi no es callejero”. “Luigi debería haber regresado porque tiene que trabajar y él es muy responsable”.
No tenía forma de saber de él, porque no se llevó su celular. Pero entonces se le ocurrió que quizá se había ido a la casa de María Gabriela, su novia, y comenzó a llamarla. Pero ella no le contestaba.
Fue entonces cuando escuchó en la radio que varios heridos estaban llegando al Hospital Central de San Cristóbal. Y se sobresaltó.
—Vámonos al hospital, mamá —le dijo a la abuela de Luigi.
Mis colegas estaban en el hospital y desde allí enviaban los reportes al chat de periodistas. Narraban, como si fuera el parte de una guerra, que ingresaban heridos, heridos, heridos. Tantos, que la emergencia estaba colapsada.
Julieta llegó preguntando por la lista de lesionados y allí no aparecía su hijo. Escuchaba rumores. Comentarios de pasillo. Alguien dijo que en la morgue estaban los muertos de la protesta y, con el corazón acelerado, se fue para allá. Le confirmaron que sí, eran dos: uno de apellido Marrero y otro de apellido González. Ella, seguramente guiada por el pálpito certero que suelen tener las madres, increpó al funcionario:
—¡Seguro hay más fallecidos! ¡Yo quiero saber si aquí está mi hijo! ¡Yo tengo su cédula porque él no se la llevó a la marcha! —le dijo mientras le mostraba el documento de identidad.
Entonces el hombre comenzó a preguntar:
—¿El muchacho tenía brackets?
—Sí.
—¿Arriba y abajo?
—Sí.
—¿Tenía tatuajes?
—Sí, en la pierna.
—¿Cuántos?
—Dos.
—¿Tiene alguna cicatriz de algo?
—Sí, la de una operación de apendicitis.
En ese momento iba saliendo un carro del estacionamiento de la morgue. Adentro iban unos hombres que, pensó Julieta, eran del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas. El funcionario se acercó al vehículo a hablar con ellos y regresó para pedirle la cédula de su hijo. Se fue de nuevo y al cabo de un rato volvió.
—Señora, le voy a mostrar una foto de los tatuajes.
Los vio. Le parecieron los de él. Pero aferrándose a la idea de que los muchachos a veces se hacen tatuajes parecidos, pidió que le mostraran la cara.
—¡Mamá, es Luigi! —gritó al verlo.
Me desconecté de la vorágine informativa de aquel día. No supe más de Guaidó, dejé de ver el chat de periodistas. No podía seguir. Solo pensaba en Luigi. Sentí pena por no haber asociado su nombre de inmediato. Llena de una profunda tristeza, releí la última conversación que tuvimos, sobre algo de la universidad.
Desde Caracas, Lisseth Rivero, otra de mis estudiantes, me contactó. Era su mejor amiga. Lidiando con el dolor, se dedicó a juntar dinero entre sus compañeros para ayudar con los gastos del funeral. Evidentemente conmovida, lo recordó con unas palabras que me parecieron genuinas.
—Cuando se trataba del desapego, Luigi fue nuestro gurú. Su pilar de vida era simple: disfrutar y coleccionar experiencias con sus seres queridos. Siempre decía que iba a la montaña a hablar con Dios. Uno de mis momentos favoritos siempre fue reunirnos para tomarnos unas cervecitas y hablar hasta que se nos hiciera tarde sobre muchos temas.
Le hicieron un velatorio bajo los preceptos cristianos evangélicos en una funeraria de San Cristóbal. Antes del sepelio, llevaron su cuerpo a la Universidad de Los Andes, donde le rindieron un homenaje póstumo. A los días, se celebró allí mismo una misa en su memoria. Imploré que un acto como ese no se repitiera nunca más: pedí que ese siempre fuera el lugar de la risa, de la reunión, de la espera, de la bulla universitaria que a veces aturde.
He visto las caras largas de mis estudiantes, que es la misma de mis compañeros profesores. Y la misma que tengo yo. Una tristeza se ha instalado en ese recinto, está ahí, no se va. Volví a la universidad a dar clases y es como si un duro golpe nos mantuviera aletargados a todos. Estamos finalizando el año académico y los alumnos ni siquiera tienen la preocupación típica por los exámenes finales.
Ellos dicen muchas cosas sobre Luigi. Los he escuchado con atención. Es un coro de voces que van describiendo a un ser excepcional.
Omar, el amigo que le hizo los tatuajes, me comentó que querían lanzarse en paracaídas alguna vez, que hablaban de religión. Ronaldo me dijo que sus conversaciones versaban sobre libros, sobre el amor; que era uno de esos seres en peligro de extinción. Lisseth, su mejor amiga, que él le dejaba un agujero negro en el pecho.
Y yo he llorado en medio de esta historia.
Pienso en Julieta, quien todavía no encuentra las respuestas a la pregunta de cómo asesinaron a su hijo, a su único hijo. Ella está por irse definitivamente a Colombia. No quiere estar más en San Cristóbal. Por eso mismo, no ha vuelto a su casa desde que ocurrió esta tragedia. Cada espacio está lleno de su niño, y duele.
Y pienso: esos chamos son nuestra familia también. Y no pueden seguir matándolos. Ya no más.
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Lorena Evelyn Arráiz
Soy periodista multitasking en Táchira. Doy clases en la Universidad de los Andes y soy voluntaria de la ONU. Tengo un programa de entrevistas en la TRT y también soy investigadora en Una Ventana a la Libertad e Ipys.
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