Los primeros zapatos que cosió Daniel
Daniel es un vigilante que aprendió a coser zapatos, y que consiguió clientes entre los residentes de la urbanización donde trabaja, venidos a menos tras la debacle económica que asola al país y a esa Maturín que conoció la prosperidad gracias al petróleo. Luego de la muerte de sus dos hijos adolescentes, se refugió en ese oficio que lo alejó de pensar en su gran dolor.
Fotografías: Luis José Boada
Daniel tiene en sus manos unos zapatos rotos y desgastados. La suela se sostiene a medias, dos o tres pisadas más y se despegan. Se sienta en el patio de su casa, debajo de un árbol que le da sombra. Allí pasa horas cosiéndolos con cariño.
El oficio lo aprendió observando. Comenzó de a poco. Aquel calzado se volvió una obsesión. Los cosía con cuidado y esmero. Una y otra vez. Se inició en la faena en medio de un gran dolor. Tras la muerte de sus dos hijos mayores, Daniel decidió secar sus lágrimas con trabajo e intentar calmar su depresión. Fue así como se volvió un experto en “remendar” zapatos viejos, lo que le sirvió para conseguir una nueva entrada de dinero.
—Yo trabajo desde muy chamo. Desde los 18 años —les decía a sus hijos adolescentes, Gabriel David y Daniel Esteban, o “El Gato”, como la familia apodaba a este último por sus ojos rayados.
Uno más inquieto que el otro. Diferentes, pero siempre unidos. De 16 y 17 años. Andaban de aquí para allá. Vivían con esa fuerza adolescente que busca independencia, que empuja a dejar de ser niños cuando todavía falta mucho para ser adultos, reflexiona Daniel mientras prueba un nuevo remiendo.
—¡Ser adultos! Como me hubiese gustado verlos ser adultos. Mañana “El Gato” estaría cumpliendo 17 años.
Pero ni “El Gato” ni Gabriel alcanzaron a cumplir la mayoría de edad.
Fue una mañana de marzo de 2016 cuando los vio por última vez. Dormían, uno al lado del otro. En dos de las cuatro camas que ocupaban el cuarto compartido con sus otros dos hermanos.
Ese día no sabe por qué se sentía extraño. Con frío, miedo. Era algo que le caminaba en el estómago. Se lo comentó a su esposa:
—¡Tengo como un susto! Así como cuando algo malo va a suceder.
—Ay, no chico, deja de estar atrayendo malas energías. ¿Qué puede pasar? Aleja esos pensamientos.
Y así lo hizo. Se terminó de vestir, tomó sus cosas y salió rumbo al banco. Iba a retirar un dinero para hacer algunas compras, y luego volvería a casa. Sin embargo, pese a la exhortación de su esposa, el miedo no lo abandonó. Los pensamientos negativos lo acosaban. Mientras caminaba intentaba ver a la gente, distraerse. Quería alejar esa sensación de espanto que llevaba en el estómago.
Luego comprendería muy bien de qué se trataba. “Ya sé a qué se debió. Uno no lo cree hasta que lo vive. La muerte te habla. Ese día a mí me habló”.
Eran buenos muchachos. Tremendos, inquietos, no malos. Pero aquel día estaban en el lugar equivocado. Así lo recuerda Daniel. Por aquella época la crisis ya había arropado al país. Eran los primeros días de la tempestad económica que azota a los venezolanos. “Lo que yo ganaba no me daba ni para comprar un pote de Nenerina para mi hija menor que acababa de nacer”, recuerda.
Las horas de estar con la familia debieron ser sacrificadas por el trabajo. Ya no había espacio, ni momento para hablar. Por más intensa que fuera la jornada, el pago siempre era poco. No alcanzaba para comer.
Antes no era así. Un trabajo bien remunerado y un país de oportunidades le permitieron formar su familia y que sus hijos tuvieran una infancia sin carencias.
—¡Vamos a pasear otra vez en los carros, papá! —le comentaban con emoción Gabriel David y Daniel Esteban cuando, siendo niños, los llevaba a pasear.
En la Maturín del “boom petrolero”, la novedad eran los carritos eléctricos que recorrían las plazas públicas. La ciudad nororiental de Venezuela se transformaba. Sus pobladores estaban comenzando a vivir las bonanzas del oro negro. El descubrimiento del yacimiento El Furrial, en la década de los años 80, hizo que experimentara un rápido crecimiento. Llegaron taladros, empresas e inversiones. El petróleo dibujaba un rostro de ciudad en aquel pueblito sereno. Eran tantas las bondades petroleras de El Furrial, que en el año 1998 lograron extraer 453 mil barriles diarios de petróleo. Así también surgieron los campos petroleros de Santa Bárbara, Jusepín, Carito y Quiriquire.
Hasta que la crisis se asomó.
En el camino de regreso a casa Daniel recibió una llamada. No logró entender. La voz se percibía angustiada. Era el esposo de una sobrina. Le pedía que volviera lo más pronto posible. No encontraban a sus dos hijos mayores y el barrio estaba alborotado. La policía entró y en medio de un operativo mató a dos adolescentes y a un niño de 12 años.
Llegó al lugar atormentado por la bulla de las sirenas. Patrullas, policías y vecinos se aglomeraban. Se abrió paso como pudo. La gente lo observaba pero nadie le hablaba.
Había sangre y una cinta amarilla que le impedía el paso. Sentía como si una piedra le oprimiera el pecho. Tenía miedo de preguntar, de imaginar la respuesta.
—Son tus hijos Daniel, dos de los muertos son tus hijos.
Escuchó y se desplomó.
No recuerda quién se lo dijo. No distingue entre tantos rostros que vio ese día, pero esa voz le sigue hablando de vez en cuando. Como si le susurrara al oído. ¿Fue la muerte?, se pregunta todavía. “Sí, fue ella quien me habló”, se responde también.
Y para no pensar tanto, Daniel se refugió en el oficio de coser zapatos. Es su manera de hacerle trampa a la mente. O al menos eso cree él. El dolor de ese día vuelve de pronto, sin avisar, casi a diario, sobre todo en las noches. Él procura que no lo encuentre inoficioso. “Cuando uno está sin hacer nada, piensa, piensa mucho y el dolor vuelve”.
Ahora está más en casa. El nuevo oficio le permite tener más tiempo para su familia. El mismo día que mataron a sus dos hijos mayores, su hija menor cumplía 15 días de nacida. A ella y a sus otros dos chamos se aferró.
La mayoría de sus encargos le llegan de la urbanización donde trabaja como vigilante: El Faro. Está en pleno corazón de la Zona Industrial de Maturín, donde la mayoría de las empresas petroleras se instalaron durante los tiempos del progreso. Esta urbanización de clase media acoge a buena parte de los trabajadores de la Pdvsa previa a la crisis. Ahora, en medio del espiral hiperinflacionario que inició en 2017, muchos de sus trabajadores, “los petroleros”, andan por la vida con los zapatos rotos.
—¡Qué más, chamo! ¿Será que me puedes arreglar este par? No tengo para comprar más, están muy caros. Cóselos ahí para que aguanten otro poquito —dice uno de los nuevos clientes de Daniel.
En la urbanización todo parece estar a medio terminar. Como si el tiempo se hubiese paralizado en una etapa en la que todos podían comprar y construir.
El nuevo zapatero del urbanismo tiene como norma no aceptar muchos encargos. Aunque la plata hace falta en casa, quiere tener tiempo para descansar y compartir con sus dos hijos adolescentes y su niña, que ya tiene 2 años.
Todas las tardes, cuando termina sus guardias como vigilante, vuelve a casa temprano. El lugar suele estar a medio iluminar. La luz de una vela se mantiene encendida. Si se apaga, su esposa Rita cuida de que se vuelva a encender.
—Se volvió a apagar la velita, ¡enciéndela! No me gusta que esté apagada. Tiene que estar siempre prendida, ¡te lo he dicho! —le reclama la esposa.
Tras cumplir con la encomienda y jugar con su pequeña hija, Daniel se incorpora a su trabajo. Ahora cose con más habilidad y rapidez. El resultado agrada a sus clientes.
Sus primeros zapatos, esos que cosía debajo del árbol, los guarda con recelo. No es para menos, le tomó muchos días coserlos y aquel cliente era especial: no lo llamaba zapatero, lo llamaba papá. Los encontró entre muchas cosas viejas guardadas.
—¿Por qué estos zapatos están rotos? —le preguntó a su mujer cuando los halló.
—Esos eran de Gabriel, la Navidad pasada los usó así. Como sabía que no alcanzaba la plata para comprar zapatos, no quiso decirte nada ni preocuparte. Decidió usarlos rotos.
—¡Dios mío! Cómo no lo noté, estaba tan ocupado en tantas cosas que no lo noté. Perdóname, hijo —dijo Daniel para sí, y se afanó en arreglarlos.
Era de tarde. Aunque la luz del sol se metía por la ventana e iluminaba la sala, la vela seguía prendida. Daniel recorrió la casa.
—¿Quedaron bonitos, verdad, Rita?
—Prende la velita, chico. La brisa la volvió a apagar, no me gusta que esté apagada, debe estar siempre encendida —le respondió ella.
Él acató la instrucción. Llegó a la mesa y encendió la vela. Frente a ella una foto, dos rostros se iluminan. Allí están, Gabriel David y Daniel Esteban.
—Mira hijo —dijo Daniel mirando a Gabriel en la foto. Aquí están tus zapatos, los acomodé, mira, los cosí. ¿Qué tal quedaron? ¿Quedaron bien? Los guardo en el cuarto tuyo y de tu hermano. No dejo que nadie los toque. El otro día llegó tu primo Taifran y dijo que se los iba a poner, le dije que no. Creo que se molestó.
Antes de irse a acostar pasa a la habitación de sus otros hijos. Dos adolescentes y una bebé descansan. Les apaga la luz, les echa la bendición. De las cuatro camas dos continúan ocupadas y las otras quedaron vacías e intactas.
Esta historia fue producida dentro del programa La vida de nos Itinerante, que se desarrolla a partir de talleres de narración de historias reales para periodistas, activistas de Derechos Humanos y fotógrafos de 16 estados de Venezuela.
Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.
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Vanessa Leonett
Soy periodista y tengo 33 años. Formo parte del equipo web de El Pitazo. Desde niña me apasiona escribir y conectar con las emociones a través de las palabras. Creo que la vida está llena de historias y solo hay que estar atentos para descubrirlas y contarlas.
Nunca dejar que se apague esa vela. Nunca olvidar sus nombres. Víctimas de una mano asesina, ojalá que lea este relato. Que sepa que la vela no se apaga, que más bien se multiplica.