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Esas palabras latentes en mi corazón

Sep 15, 2018

Jannine Rodríguez perdió a su bebé de 9 meses, luego de batallar para conseguir que en algún hospital público la ayudaran a atender la cardiopatía con la que su niño nació. Deseosa de alzar su voz para que se conociera su historia, que es la de tantas madres en Venezuela, la invitamos a que escribiera sobre su pérdida con nuestro acompañamiento. Lo hizo en una sucesión de correos que nos envió entre el 7 y el 27 de junio de 2018. He aquí lo que escribió.

Ilustraciones: Leonardo Rosario

 

Mi nombre es Jannine, tengo 26 años de edad, casada y con un matrimonio muy estable. Tengo dos maravillosos hijos, aunque lastimosamente uno de ellos partió al cielo. Era un paciente cardiópata y quisiera alzar mi voz para cesar un poquito tan fuerte dolor.

Todo empezó con mi hijo mayor. Cuando recién cumplió sus 6 años, empezó a pedir a gritos un hermanito. A diario nos decía que se sentía muy solo y que él deseaba tener un hermano para que fuera su compañero. Fue tanta su insistencia, que mi esposo y yo decidimos dejar de cuidarnos y buscar ese hermano que Jeifre tanto deseaba.

Con el pasar de lo días para nosotros también fue importante la llegada de un nuevo miembro a nuestra pequeña familia, pero tardé un año y medio para poder quedar en estado. Un 17 de septiembre, por medio de una prueba de sangre, nos enteramos de aquella grandiosa noticia. A nuestro hijo mayor se le iluminó la vida, los ojitos le brillaban, le decía a todo el mundo “voy a tener un hermano”.

Desde mi tercera semana de gestación fui al control prenatal. La ginecóloga me dijo que todo marchaba muy bien. De hecho, me sentía súper bien. Me empezaron a pegar lo primeros meses del embarazo, las náuseas, los malestares y todo lo normal de esa condición. Me hice múltiples ecos y todos arrojaban que el bebé estaba en perfectas condiciones. Cuando cumplí mis 22 semanas, mi ginecóloga me pidió, de forma rutinaria, el eco genético. Me dijo que todo marchaba perfectamente, pero ya que soy asmática y había tenido múltiples crisis respiratorias, me advirtió que tenía un embarazo de alto riesgo.

Empecé a estar más atenta a mi embarazo, lo cual ameritaba que alguien me ayudara con las cosas de la casa. Por eso mi esposo y yo decidimos irnos a San Fernando de Apure, de donde son mis padres, para que mi madre me cuidara. Así fue que nos fuimos de San Juan de los Morros, donde vivíamos. Ya estaba en mi semana 28 de gestación. A pesar de las crisis de asma, estaba normal, dicho por los médicos en San Juan.

A la semana siguiente nos dirigimos al ginecólogo en San Fernando para expresarle que queríamos que yo diera a luz allí, en compañía de mi familia, para que él terminara de controlar lo que me quedaba de embarazo y me asistiera en la cesárea.

Y ahí todo cambió.

Después de una larga revisión, el médico nos dijo:

—Estoy un poco inquieto pues veo mucho líquido amniótico en esta barriga. Te voy a referir de inmediato a un perinatólogo muy amigo para que te evalúe.

Nosotros nos extrañamos.

—¿Cómo, doctor? Si la semana pasada nada más nos dijeron que todo estaba perfecto —le dijimos, a lo que él, con cara de asombro, respondió: “Eso no es lo que yo veo. Vayan al perinatólogo y nos vemos aquí en la tarde”.

Así fue. Mi esposo, mi madre y yo nos dirigimos al otro médico. Y después de un largo estudio empezó para nosotros lo que sería lo más doloroso del mundo y la lucha más grande.

 

Aquel perinatólogo nos dijo que el bebé venía con una cardiopatía muy compleja, que podía ser un niño con síndrome de Down, pues venía con una tetralogía de fallot. Aún recuerdo los latidos de mi corazón y las palabras de aquel doctor retumbándome en el oído. Dijo que el bebé podía morir al nacer.

Nos dirigimos al ginecólogo nuevamente y este nos indicó que lo mejor era que el bebé naciera en Caracas, porque había que operarlo no más llegara al mundo.

Pasaron las semanas y nosotros, con mucha fe en Dios, nos fuimos a Caracas, donde unos familiares pudieron recibirnos el 2 de mayo en la Maternidad Concepción Palacios, ya con 37 semanas de gestación.

Los perinatólogos de ahí estudiaron mi caso. El bebé ya pesaba 3 kilos, estaba en perfecto estado para salir, pero los médicos y hasta nosotros mismos nos preguntábamos: ¿Y después de que nazca qué pasará? Sentía miedo y por mi mente pasaban muchas cosas.

Después de unos largos ocho días de estudios, llegó el día.

El 10 de mayo del 2017 traje al mundo a Joffran Alessandro de Jesús González Rodríguez, un niño maravilloso, luchador, un guerrero de Dios, un ángel que vino a la tierra con alguna misión. Logré darle un beso antes de que nos separaran. A él se lo llevaron a la Unidad de Cuidados Intensivos y a mí a recuperación.

Después de seis horas de haberme hecho la cesárea, con todo el dolor del mundo me levanté y fui a verlo. Ya eran las 10:00 de la noche. Una enfermera me ayudó. Dormía plácidamente. Era perfecto. Me enamoré por segunda vez. Le dije al oído: “Hijo de mi vida, lucha, lucha, mi amor bello, te amo, tu padre y yo te amamos”.

Duró tan solo 24 horas en la Unidad de Terapia Intensiva Neonatal, pues luego de una valoración hecha por Fundacardin, el cardiólogo diagnosticó que mi bebé tenía una atresia pulmonar con una CIA (comunicación interauricular) y una PCA (persistencia del conducto arterial). Me dijeron que, a las 72 horas, esta última se cerraría y automáticamente el bebé moriría.

Después empezó la pesadilla, una pesadilla vestida de doctora, en la Maternidad Concepción Palacios. Aquella doctora decía en los pasillos, en las escaleras, en todos lados, que ese niño iba a morir en las próximas horas, que lo mejor era que se lo pusieran a su madre al lado para que lo viera por última vez. Mi esposo, mi madre y mi hermana escucharon aquellas palabras tan duras. Se derrumbaron, pero enfrentaron la situación y le pidieron a la doctora que tuviera un poquito de ética y diera sus opiniones en su consultorio, no en los pasillos, porque yo podía escuchar.

Aquella doctora sacó al niño de la terapia a las 48 horas de vida y lo mandó a poner en mis brazos para que muriera. Según ella, faltaban 24 horas para que esto sucediera. Y mi familia sin decirme ni una sola palabra, solo apoyándome.

Cuando las enfermeras me lo entregaron volví a ver a un guerrero, a un ángel muy bello. Lo recibí y lo llevé conmigo a la habitación. Lo vestí, lo amé más de lo que ya lo amaba, y le dije una y mil veces “vamos a luchar”.

Pasaron las 72 horas y Joffran aún seguía con vida. Aquella doctora se transformó y decía que aquello no podía ser. “Ese niño va a morir en cualquier momento”, decía. Fuimos nuevamente a Fundacardin y la cardióloga me dijo que al niño había que operarlo, pero a partir de los 3 meses de vida. Mandó un informe pidiendo que dieran al bebé de alta para que no se infectara y estuviera preparado para la cirugía.

Llegando a la maternidad aquella doctora, a quien tengo la fe de que algún día volveré a ver, nos dijo que el niño ya estaba infectado y que no se podía ir de alta, que ella no se explicaba cómo ese niño estaba vivo. “Dígame dónde tiene la infección”, le pregunté. Ella me respondió que había que hacerle una punción lumbar y se me derrumbó el mundo.

Me negué. Le dije que ella no le iba hacer eso a mi hijo.

La doctora llamó a la Lopna, que tan falsa, tan miserable como aquella doctora, me obligó a hacerle la punción lumbar a mi hijo. “Si sale negativo, ninguna de ustedes va a tener perdón de Dios —les dije—, porque la cardióloga solo me pidió una cosa: que no dejara que mi bebé llorara, y esa punción lo va a hacer llorar”.

Pues le hicieron la punción lumbar y el resultado dio negativo. Mi bebé no tenía meningitis ni infección alguna. A aquella doctora le dije lo poco profesional que era y que eso que estaba haciendo con mi hijo no tenía perdón. Y a la doctora de la Lopna le dije: “¿Qué clase de derechos cuida usted? Usted tampoco se merece tener ese cargo”.

Aun así, la doctora se negó a darle el alta a mi niño y empezó a meterle por la vena Meropenen, Astrionan, Bancomicina, Cansida, entre otros antibióticos que no recuerdo. Lo llevamos nuevamente a Fundacardin y ahí preguntaron por qué le ponían esa cantidad de antibióticos, y una residente, que era igual o peor que aquella doctora, contestó que lo hacían porque el examen de PCR le había salido alterado. La doctora de Fundacardin le explicó: “Mira, hija, este es un bebé cardiópata, por lo tanto siempre va a tener el PCR elevado, por favor, da de alta al niño para que empiecen a hacerle sus valoraciones para una cirugía”.

 

Pero fue inútil. Aquella doctora de la maternidad quería ver a mi bebé muerto, lo manifestaba en todos lados. Pasamos un mes ahí, y fue un mes maltratando a mi hijo. Diariamente se le iba la vía y lo puyaban cinco o seis veces para poder agarrarle otra vía. Sufría mucho mi pequeño.

Me dirigí a la jefa de esa área, una doctora igual de soberbia y mal educada, le planteé el caso y su respuesta fue que buscara otro hospital, pero que no me iban a dar de alta. Entonces me comuniqué con una excelente doctora que trabaja en el Pérez Carreño, le expliqué el caso y me dijo: “Tranquila, haré una junta médica y te aviso”.

Mientras esperaba la respuesta, me llevaron a Fundacardin nuevamente y allí una doctora muy prepotente, que no había visto nunca, dijo que mi bebé tenía una endocarditis infecciosa y que serían seis semanas de tratamiento por la vena. Pensar eso me dio de todo, Joffran se veía muy bien, nunca decayó. Era muy serio, no se reía por nada ni con nadie. Según me dijeron, era una endocarditis asintomática. Pero, ¿cómo se infectó el bebé si nunca tuvo ni vía central ni umbilical?

Nos carcomía la duda.

Luego de tres días, la doctora del Pérez Carreño llamó y dijo: “Voy saliendo a buscar a Joffran, ya que su mama pidió que lo trasladaran para este centro”. Vino ella personalmente en la ambulancia a buscarnos. Y al día siguiente me dijo que fuera a descansar un rato. No había descansado nada.

Le tomé la palabra. Ya no sentía miedo. Ya no estábamos en la Maternidad.

Fui a darme un baño, y cuando regresé, una enfermera me dijo que Joffran no tenía endocarditis. Aún recuerdo esas palabras. “¿En serio?”, le contesté. Le di mil veces gracias a Dios.

Pero en la tarde vi entrar a la pesadilla de doctora de la Concepción Palacios. Para mi sorpresa, trabajaba también en el Pérez Carreño. Por fortuna, apenas recibió la guardia, le dijeron que tenía prohibido siquiera acercarse al paciente Joffran González. Y al día siguiente la jefa de esa área nos llevó al Cardiológico Infantil.

Ahí me confirmaron que mi bebé nunca tuvo endocarditis, así que finalmente nos dieron de alta. Agradecida con Dios por ese momento, partimos a San Juan de los Morros.

 

Nuevamente en nuestra casa, disfruté de mis hijos al máximo. Puse a Joffran en control con una cardióloga infantil, sin duda la mejor doctora del mundo, humana, amiga, cariñosa y, sobre todo, esperanzada como yo.

Mi bebé empezó a crecer. Todo estaba normal. Mensualmente iba a Caracas a Fundacardin y al Cardiológico Infantil. Estábamos conscientes de que tenían que operarlo antes de los 6 meses. Cuando cumplió 4, fuimos a un control en el Cardiológico Infantil y nos dijeron que no podían operarlo porque no contaban con lo materiales. Les expresé que si mi bebé no se operaba ante de los 6 meses corría alto peligro de morir, y solo me contestaron que así es la vida, que buscara, que tocara muchas puertas.

Conseguí dónde podían operar a mi hijo. ¡En Colombia! Pero cuando me enviaron el presupuesto no hice más que llorar. Jamás iba a poder reunir 45 mil dólares. Busqué ayudas, pero nunca las conseguí. Cuando mi bebé cumplió 7 meses nos tocaba cita en el Cardiológico y ahí nos abofetearon con la respuesta de que fuera en mayo, si el bebé aún estaba vivo.

Recuerdo esas palabras latentes en mi corazón. Pues pasó diciembre perfectamente. Mi bebé nos regaló una Navidad incondicional, qué especial era nuestro niño maravilloso.

Y así llegó el 15 de enero. Mi hijo nunca había tenido una crisis de hipoxia, pero ya con 8 meses de vida empezó a tenerlas. Eran una tras otra, cada semana. Llamamos al Cardiológico Infantil y nos cerraron las puertas. Mi bebé quería vivir, luchaba por salir adelante, hasta aquel triste 18 de febrero de 2018, cuando tras una crisis de hipoxia, mi bebé dejó de respirar, a las 7:26 de la mañana.

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Soy ama de casa, esposa, hija, pero, por sobre todas las cosas, soy la madre de Jeifre y Joffran. Tengo 26 años y estudié ingeniería agrónoma. Desde que nació mi segundo hijo, abandoné el trabajo y me dediqué a él. Ahora estoy pasando por la más terrible experiencia que puede pasar una mujer.

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