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Carlos, los kilómetros, la espera y el descanso

Sep 08, 2018

El protagonista de esta historia vive en El Cedrito, un lejano caserío en las adyacencias de Mampote, en el estado Miranda. Como el transporte público es deficiente, ir al colegio implica para él, que es un niño de 8 años, hacer un recorrido tortuoso, por escalas. Ahora está de vacaciones y sus tardes son de fútbol. A veces se va la luz en casa, pero a eso se acostumbró ya.

Fotografías: Régulo Gómez

 

Los zapatos deportivos de Carlos están gastados. No sabe desde cuándo los tiene, pero cree que desde hace dos años. Se le han ido ensuciando poco a poco de tanto jugar fútbol en una cancha de tierra que queda diagonal a su casa, cruzando una angosta calle de asfalto que atraviesa El Cedrito, un caserío del estado Miranda. Los zapatos eran blancos, pero se volvieron pardos, y todavía le sirven para correr hasta cansarse.

Esos los usa ahora, que está de vacaciones, para patear un balón prestado en las tardes de fútbol; porque para ir a la escuela se pone otros: unos mocasines que también están descoloridos y deteriorados; tanto, que el que corresponde a su pie derecho tiene un hueco por el que se le sale el dedo gordo.

Con ellos ha tenido que caminar. Y mucho.

Llegar al salón de clases implica una larga faena en compañía de su hermana Cristina, de 13 años. Ella ya se acostumbró, pero él, más pequeño, de apenas 8, aún no. Se agota: camina por kilómetros y espera por horas. Es parte de su rutina.

—Me paro, desayuno, me cepillo, me visto y salgo a pedir cola a Santiago.

Llegar a la escuela es un viaje por escalas.

Entre El Cedrito y Santiago de León hay tres kilómetros. Así lo indican unas improvisadas señales pintadas con letras negras en una pared blanca, justo frente a una urbanización de clase media custodiada con vigilancia privada. Al lado de una caseta está la parada de autobuses, en la que se sientan Carlos, Cristina y su mamá, luego de salir de su casa a las 5:30 de la mañana.

Como casi nunca pasan los carros, les toca caminar las curvas descendentes hasta llegar a Santiago de León, donde se encuentra la parada. Es un trayecto que recorren bajo la luz del sol naciente, y que suelen terminar aproximadamente en una hora, a eso de las 6:40 de la mañana.

—Si no nos dan cola, hay que devolverse —les advierte Carolina, su madre, cuando corren los minutos y no pasan los buses ni algún carro particular que les haga el favor de llevarlos hasta la siguiente parada frente al Club Mansión Mampote.

Andar ese tramo a pie es cuesta arriba, porque implica una distancia de 5 kilómetros, así que esperan. Solo si consigue quien los traslade, la madre les da la bendición y los encomienda a Dios para que lleguen sin contratiempos. Carlos y Cristina dan tumbos en el carro de turno por las fallas de borde y los cráteres que se han ido formando en el asfalto allanado por la maleza.

Al llegar allí aguardan por una camionetica, que también se tarda en pasar. Es la que los lleva 7 kilómetros más allá. Es un recorrido de 20 minutos por la carretera vieja Petare—Guarenas, hasta el barrio La Comunidad, en el municipio Plaza de Guarenas, donde queda el colegio. Se bajan frente al liceo “14 de febrero”, pero no entran.

No es ahí, todavía falta.

—Mi colegio queda después, a tres cuadras. Hay un parque y al lado se ve el Abel González Lima. Tiene el techo de zinc y las paredes son azules y blancas —dice Carlos.

Es una carrera contra el tiempo. Caminan a paso apresurado porque si llegan tarde, después de las 8:00 de la mañana, les toca devolverse: la directiva del colegio niega la entrada a los estudiantes que llegan demorados. A veces logran entrar en la raya, cuando sus compañeros ya están entonando el Himno Nacional en el patio, antes de comenzar a ver la materia del día. Pero otras no corren con la misma suerte y no les queda más que echarse a andar, de vuelta, los 15 kilómetros y medio hasta El Cedrito. Por eso es que cuando les dan las 8:00 de la mañana y aún están en Mampote, ni siquiera intentan continuar.

La hora de la salida de las aulas es a las 11:00 de la mañana. A esa hora comienza el viaje de regreso, también por escalas, hasta llegar a casa: esperan, caminan, piden a particulares que les hagan el favor de dejarlos más cerca.

—Hubo un día en que Carlos tuvo que esperar casi cinco horas porque no consiguió cola. Tuvo que subir solo porque yo estaba en la casa ese día. Llegó llorando y bastante cansado, como a las 5:00 de la tarde —recuerda Cristina.

Lo dice en un tono bajito, imitando la seriedad de su madre.

—Sí, a veces llego cansaaaaaado —interviene él, alargando la última palabra.

Y se sonríe.

No siempre fue así. Cuando Carlos estudiaba 1er grado, hace apenas un año, el transporte público no estaba en crisis, de modo que Carolina podía asegurarse de que sus hijos llegaran a tiempo al Abel González Lima, y que no fuera un recorrido tan tortuoso.

 

Carlos y Cristina están de vacaciones. Es decir, están descansando de las caminatas, de tanta espera. Él pasa buena parte de sus días libres jugando con sus 10 carritos de plástico, especialmente con un tractor amarillo y negro que le regaló su padrino cuando cumplió tres años. Es su juguete favorito.

Con su mano derecha pasea el tractor entre las patas de una mesa de madera hexagonal que adorna la sala de la casa, que sus padres levantaron hace una década en apenas dos meses.

“Rummmmm”, se escapa de su boca, mientras deja la mirada fija en el carrito, que avanza a paso lento.

A Carlos le gustan Mickey, Los Vengadores y el Capitán América. Además de los superhéroes. Antes veía películas en familia, pero el DVD está dañado desde hace meses. Se encuentra lleno de polvo, arrumado junto a una pila de quemaditos en la mesa donde está un televisor pantalla plana. Carlos pasa otros ratos en la casa cercana de su tía, donde toma clases —de “refuerzo”, como las llama Carolina—, gracias a las cuales ha pulido su caligrafía y ha mejorado la suma, la resta, la multiplicación y ha aprendido a tomar dictado más rápido. También se distrae jugando con los primos de su edad que viven en la casa contigua, en tardes de pelotica de goma, kickingball y, su deporte favorito, fútbol.

Son tardes como la de este día de agosto de 2018.

Después de un partido llega corriendo, pasadas las 4:00 de la tarde, al patio de su casa. Tiene la boca abierta y suda copiosamente. Practica porque cuando sea grande quiere ser futbolista como el portugués Cristiano Ronaldo, a quien admira. Abraza a su mamá, que se encuentra en la entrada.

—Bendición.

—Dios te bendiga —le responde Carolina. Después le da un beso en la cabeza y peina su pelo negro y liso con suavidad, sin importarle lo mojado que está.

La madre le toma la manga de la franela, y le señala un pegoste amarillento en el hombro. Carlos se ríe bajito, como quien sabe que ha hecho una travesura.

—Es que me comí un mango —dice todavía sonriendo.

Su mamá frunce el ceño porque le inquieta la higiene. Ella trabaja limpiando, en un sector cercano, y le pagan apenas 5 bolívares diarios, de los de ahora, de los soberanos. De allí se trae botellas plásticas llenas con agua porque en casa no cuentan con ese servicio. Como estos días ha llovido, tienen llenos varios tanques azules sin tapa. Carolina debe estirar su salario y una forma de hacerlo es ahorrando el detergente, que está escaso y es caro. No puede comprar más jabón porque acaba de invertir en toallas sanitarias para Cristina, recién llegada a la pubertad.

—Anda, quítate la franela para lavarla y métete a bañar —le pide, con ese tono apacible de las madres.

Las vacaciones y los días de ocio son diferentes a cuando la hiperinflación no se devoraba la economía del país. Carlos tiene esa época grabada en su mente. Atesora los recuerdos, tanto, que tiene varias imágenes de esos momentos pegadas en las rendijas del marco de madera de su espejo: allí aparece, feliz, en un circo, en un parque de diversiones, en el cine; con su hermana, sus primos y su papá, Martín.

Martín era su principal compañero de aventuras. Jugaban con el tractor. Reparaban juntos cualquier desperfecto de la vivienda, como la puerta de madera que una vez se dañó. Carlos le pasaba las herramientas y Martín martillaba.

Las cosas comenzaron a cambiar a comienzos de 2018. Se acabaron las salidas al cine o al parque de diversiones. Las cuentas en rojo imposibilitaban esos lujos. El desempleo empujó a Martín a Colombia, a una ciudad cercana a Bogotá, donde ahora trabaja en una finca atendiendo a los caballos y recibe un pago menor al salario mínimo de ese país.

A veces hablan desde el celular de su tía. O se envían notas de voz desde los teléfonos inteligentes de unos voluntarios que hacen labor social en la comunidad. Se dicen que se aman, que se extrañan. Pero el niño no le cuenta a Martín de los plantones en Santiago de León. Mucho menos de las lágrimas que a veces le recorren las mejillas, por esperar cola o por querer volver a verlo.

—Es triste —suelta Carlos, seco.

Desde que Martín emigró, él, su mamá y su hermana duermen juntos en el cuarto de sus papás.

—¡Mamá, llegó la caja!

Carlos grita cuando desde el patio ve a un hombre de la zona caminando con una caja a cuestas, en la que se leen las siglas correspondientes al Comité Local de Abastecimiento y Producción (CLAP).

—Mamá, mamá, llegó —repite.

Carolina se emociona porque desde hace mes y medio no llegaba el combo de alimentos subsidiados. Hacía semanas habían consumido todos los productos que trajo el anterior.

—En la mañana como arepa y la relleno con huevo, queso… sardina… ¡Plátano frito! Es rico. Y mortadela, a veces —exclama Carlos.

Pero en la cena, su plato no siempre es variado. No nota las cuentas que saca Carolina para rendir los cambures que tiene o el kilo de arroz que le queda. Hay noches que comen solo cambur o solo arroz: un ingrediente. Pero siempre se sientan juntos, agradecidos, en la mesa del comedor, de patas rojas peladas por la humedad y cubierta con un mantel de flores rosadas y amarillas. El puesto de Carlos da a la puerta de la casa; el de su papá, a la izquierda, está vacío. Suele suceder que, cuando están allí, se produce un corte de energía eléctrica. Entonces comen a oscuras.

—Acá se va la luz todo el tiempo. Prendemos velas, comemos y nos dormimos —cuenta sin exaltarse.

Él dice que está acostumbrado, pero Carolina no se habitúa todavía. Desenchufa los pocos electrodomésticos que tiene para que los bajones no les resten vida útil o los quemen. Tiene una computadora, un televisor y una nevera dañados por la intermitencia eléctrica. Son varios los bombillos que se han ido quemando. Solo funcionan tres: los de la sala, la cocina y el cuarto principal, donde duermen los tres. No ha podido reemplazarlos.

Pero su prioridad no es esa. Lo que más quisiera es comprarle unos zapatos nuevos a su hijo para el próximo año escolar 2018—2019. Pero vio unos mocasines en una zapatería en 50 millones de bolívares (500 bolívares soberanos). Hasta él sabe que son incomprables. Así que piensa remendar los viejos con nylon. A Carlos le parece una gracia que su dedo gordo del pie derecho despunte entre el cuero abierto. Incluso se ríe.

Él quiere volver a clases. Si no logra ser futbolista, aspira a ser médico.

—Así voy a la universidad a estudiar y después a curar.

Su madre y su hermana sonríen con él.

 

El nombre de los niños fue cambiado para proteger su identidad.


Esta historia forma parte de la serie Los hijos de la crisis, desarrollada en alianza con el Centro Comunitario de Aprendizaje (Cecodap) 


Esta historia forma parte del libro Días salvajes, 15 historias reales para comprender el colapso de Venezuela (Ediciones Puntocero), primer volumen colectivo de La vida de nos.

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Esta historia está incluida en el libro Semillas a la deriva, la infancia y la adolescencia en un país devastado (edición conjunta de Cecodap y La vida de nos).

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Venezolana nacida y criada en Caracas, mi salón de clases predilecto. Periodista siempre en formación, con interés en tocar fibra a través de la palabra. Actualmente cubro política para El Pitazo.

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