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Ensartando un hilo en una aguja imaginaria

Ago 08, 2018

La muerte de su abuela llevó a Jhoy Plaza Navea a embarcarse en un viaje en el recuerdo para reconstruir la memoria de quien considera una artista popular anónima y su referencia inmediata para dedicarse al cine a tiempo completo. Ese viaje de sanación al pasado dio como resultado el guion de un corto de ficción y animación, el cual será su homenaje a una vida sencilla dedicada a la creación. 

Fotografías: Álbum familiar

 

Mi abuela Teodora Catalina Estaba, la mamá de mi papá, fue una mujer con mucho temple. O, al menos, esa fue la impresión que siempre me causó de niña. Recuerdo vagamente su apartamento en Catia, al oeste de Caracas, donde se asentó desde su juventud con mi abuelo, luego de salir casada de su natal Carúpano, un pueblo costero y de tradición cacaotera del oriente de Venezuela. Iban en búsqueda de mejores oportunidades laborales para él, quien se iniciaba con gran habilidad en el negocio de la confección de calzados de cuero.

De Catia, más que recordarla a ella, recuerdo su habitación, su cama perfectamente tendida, su máquina de coser y su pequeño rincón, que era como una especie de altar donde tenía una imagen de Jesucristo parado en una puerta con nubes de fondo que se movían como un holograma, una estatuilla de la virgen María, una biblia, su rosario y en la pared la fotografía enmarcada de su esposo, Francisco Plaza, quien murió en 1951 en un accidente automovilístico cuando regresaba de La Guaira a Caracas, publicado en prensa como un suceso trágico no muy habitual para la época.

Tenían entonces 27 años —nacieron el mismo día y el mismo mes— y, a esa edad, a ella le tocó asumir también la paternidad y manutención de sus cuatro pequeños hijos: Jaime, de 6 años, Jhonny, de 4 años, Henry, de 2 años y Yasmín, de tan solo 4 meses, manteniendo vivo el recuerdo de mi abuelo a través de esa única foto suya que conservaba.

Todas las máquinas de coser calzado y mostradores de la Zapatería Plaza, que años antes había levantado mi abuelo con mucho esfuerzo, en la concurrida Avenida Sucre de Catia, fueron llevados a Carúpano y arrumados en un depósito. Todo se había ido a la quiebra.

Mi abuela, en cambio, decidió continuar viviendo en Catia e hizo de la costura su oficio, alcanzando gran maestría para hacer finos bordados y tejidos, que le permitieron trabajar durante años para algunas fábricas textiles de Caracas, y llevar modestamente el sustento a casa hasta tener la dicha de ver a todos sus hijos graduarse de la universidad, casarse y empezar a formar sus propias familias. Tiempo después, se mudó a la ciudad de Barquisimeto, en el estado Lara.

Yo, que en mi niñez vivía en Caracas, solía viajar a visitarla con mis papás en las vacaciones escolares, período en que empecé a conocerla mejor. Su dureza la notaba en su rostro serio, su carácter regio, su vestimenta negra, su poca demostración de afecto y el misterio que envolvían sus respuestas ante las miles de preguntas que mis hermanas, primos y yo le hacíamos durante la infancia.

Pocas veces me dio un beso (fuera del saludo habitual) o me dijo que me quería, pero siempre, cuando en Navidad hacía hallacas, me apartaba unas cuantas, rellenas especialmente con mis ingredientes favoritos. Me guardaba postres (galletas o torta de zanahoria horneada por ella), confeccionaba mi ropa o me invitaba a activar la imaginación hallándole figuras a las piedras, corchos de botellas o cualquier material que tuviera a su alcance.

Siempre tenía algún material en sus manos, envuelto entre sus dedos, dándole forma. Nunca sabías qué era y mucho menos lo revelaba hasta que te sorprendía con un regalo para jugar o un objeto decorativo, dentro del cual siempre había envuelto un rollito de billetes que alcanzaba para comprar alguna chuchería o para esperar con ansias el sonido característico del heladero. No había material en su casa que fuese desechado porque ella siempre le creaba una nueva utilidad; las latas de galletas las convertía en su costurero, los frascos de vidrio donde venían sus pastillas terminaban por ser contenedores de canutillos y mostacillas, y las láminas de aluminio que cubrían las latas de leche en polvo mutaban en hermosas mariposas repujadas para adornar una de sus paredes.

Gran parte de los objetos que había en su casa fueron hechos por ella. Desde los adornos con imán para la nevera hasta los cojines de las sillas del patio, pasando por el tendido de su cama y Ernestina, la muñeca de trapo tamaño real que cambiaba periódicamente de ropa, cuando la ocasión lo ameritaba, y que formaba parte de nuestros juegos. A todo le ponía un nombre (o un sobrenombre), producto de sus tantas ocurrencias. Esa habilidad ligada con sentido del humor la heredó mi papá con maestría, al punto de que siempre la llamó Antonia, en lugar de mamá o Teodora, que era su nombre real, lo cual vine a descubrir ya en mi adolescencia.

Misia Teo, como cariñosamente la empezó a llamar mi tía Miriam –su primera nuera–, tuvo además el don de brindar su apoyo, dentro de sus posibilidades, a todo aquel que lo necesitara, a tal punto que su apartamento en Catia era conocido entre sus allegados como la Embajada de Carúpano en Caracas.

 

Siempre me pareció curioso cómo una persona tan reservada y estricta como mi abuela Teodora atesorara al mismo tiempo un espíritu lúdico, una capacidad para inventar cualquier motivo para reunir a la familia, para compartir y sonreír a pesar de las adversidades, principalmente en Navidad, al ritmo de la famosa gaita zuliana “Pajarito vola”, que solía bailar de principio a fin.

Poco a poco, fui descubriendo que toda su aparente rigidez fue un escudo que adoptó desde su juventud para sacar adelante a sus cuatro pequeños hijos, a mediados de la década de los 50, cuando el único amor de toda su vida y sostén del hogar desapareció físicamente, en una época en la que solo sabía ser esposa y madre. Desde entonces hasta hoy día, cada aniversario de muerte de mi abuelo, es recordado luego de su respectiva misa con una taza de chocolate caliente, acompañada en ocasiones de pan y queso blanco rallado.

Ya en mi adultez, supe que mi abuela no era tan estricta como pensaba. Además, los años la hicieron cada vez más desinhibida y alegre, tanto que incluso fue abandonando su ropa gris. Podía conversar con ella sobre mis proyectos, preguntarle sobre cómo eran mi papá, mi tía y dos tíos cuando niños, o sobre mi abuelo y acerca de cómo iban sus nuevos inventos manuales. Disfrutaba mucho escuchar sus historias, sus ocurrencias e ir pescando poco a poco sus enseñanzas.

En mi familia paterna cercana, pocos de mis antecesores se han dedicado al arte. Mi papá (Jhonny) es ingeniero y escribe poesía, mi tío Jaime (el primogénito de Teo) es médico y alguna vez tomó fotografías, mi primo mayor e hijo de Jaime es publicista y dibuja. Sin embargo, a excepción de mi abuela que logró hacerlo con las manualidades, ninguno hizo del arte su oficio constante o formal. Y aunque ella nunca se vio de esa manera, para mí siempre fue una artista popular anónima.

Yo, que descubrí por curiosidad el arte del cine y dejé el título de comunicadora social en segundo plano, hallé en mi abuela una referencia cercana para dedicarme al cine a tiempo completo, para afinar la mirada, para experimentar otras sensaciones y, sobre todo, para aprender a valorar lo que me rodea; la maravilla de lo sencillo.

Ya avanzados mis estudios en la carrera de medios audiovisuales, mi abuela tenía más de 80 años, cuando sufrió varios accidentes cerebrovasculares de los que había salido ilesa. Pero, ya cercana a los 90, el último le paralizó la parte izquierda de su cuerpo, interrumpiendo abruptamente su destreza motriz y su fuente de creación. Recuerdo claramente cómo me impactó verla acostada en una cama clínica, con sus ojos cerrados, como dormida, pero moviendo su mano derecha en un intento por coser, tanteando sobre la sábana un hilo para ensartarlo en una aguja imaginaria. Su movimiento iba y venía como las olas del mar.

Esa acción, que se hizo constante durante su padecimiento, se convirtió en un ritual en medio de su silencio, y me reveló mucho más de lo que sus labios podían decir. Entendí que sentía una profunda pasión por su oficio y, en silencio, con los ojos conteniendo las lágrimas y el pecho apretado, me identifiqué con ella.

Yo que siempre guardaba papeles, cartones, plásticos de todas formas y tamaños que me sirvieran para hacer una tarjeta o cajita para regalar en una fecha especial, que preferí decir lo que siento por escrito porque la cobardía o la timidez me  vencían y que coleccioné entradas al cine o a conciertos para conservar recuerdos, asumí que llevo su esencia en mis genes.

El motor que ella representaba para mi familia empezó a disminuir su velocidad. Su estado de salud afectó la vida de todos nosotros, las navidades, los cumpleaños, las fechas importantes dejaron de ser lo que eran.

Durante ese tiempo en cama, su salud mejoraba y retrocedía a cada tanto.

Mi abuela Teo se comunicaba con familiares cercanos ya fallecidos, incluso algunos recientemente desaparecidos la visitaban para despedirse, a pesar de que tratáramos fallidamente de ocultarle la noticia de su muerte. Mi abuelo Francisco era el más frecuente y casi siempre le llevaba flores. A mí me parecía tan surrealista como fascinante que ella pudiera desafiar el tiempo y el espacio para hacer que el único hombre del que se enamoró regresara para regalarle destellos de felicidad en un momento tan difícil.

Fue ahí cuando comencé a escribir un guion para homenajear, desde el cine, su vida, su influencia, y agradecerle tanto amor, justo cuando en la universidad debía realizar un cortometraje para la cátedra de animación. Fue más complejo de realizar de lo que pensé, no solo porque técnicamente elegí hacerlo de la forma más tradicional, artesanal y complicada posible (moviendo poco a poco todos los objetos de la escena y tomando fotografías cuadro a cuadro/segundo a segundo, en stop motion, hasta completar 8 o 10 minutos de la historia), sino porque además era muy corto el tiempo en que debía entregarlo durante el semestre.

Mi abuela permaneció tres años en ese estado, desmejorando hasta que el ritual que representó el día de su muerte me hizo reafirmar de golpe la importancia de “estar” presente, de vivir el ahora rodeado de los seres que amas, y de reconocer y aceptar cada situación que se nos presenta, porque lo único constante es el cambio.

Y desde el 2016, brindamos dos de veces al año con una taza de chocolate caliente.

 

Ahora, a mis 33 años, cada vez que veo una lata de galletas siento la ilusión de que, verdaderamente, representa una caja de sorpresas. Me genera la grata sensación de que dentro hallaré un tesoro lleno de recuerdos (al mejor estilo de Amélie), y con suerte hasta un rollito de billetes.

La ausencia de mi abuela me motivó a retomar su historia, reescribir hasta ocho veces el guión inicial, gracias al apoyo de mi tía Yasmín –la menor y quien cuidó de mi abuela hasta el final de sus días–, quien me alentó a convertirlo en mi trabajo final de grado de la Escuela de Medios Audiovisuales de la Universidad de Los Andes.

Desde entonces, con esa fiel asesoría, emprendí este duelo como un viaje amoroso de sanación para llevar a cabo “Teo”, una película de ficción y animación (sí, con algunas partes en stop motion), de género fantástico, en homenaje a mi abuela y a todas las abuelas del mundo, para que esa aguja de la imaginación no deje de moverse.


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Coleccionista de materiales de desecho para reciclar, películas y entradas a conciertos. Me dedico a la producción audiovisual y en ocasiones a escribir sobre lo que me rodea o me hace soñar. Fundadora de Gran Angular.

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