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El hombre que sigue buscando la paz

Jul 25, 2018

En este testimonio, el periodista y escritor Miro Popić dibuja el camino que explica el origen y significado de su nombre, partiendo desde una pequeña aldea ubicada en Dalmacia (actual Croacia) en la que nació su padre a principios del siglo pasado. Así, relata el periplo que recorrió para terminar siendo un venezolano de origen croata nacido en Chile.

Fotografías: Álbum personal

 

Algunos me conocen por mi nombre: Miro Popić. No es un seudónimo, así me llamo y me llaman. Aunque me han dicho de todo. Desde Mary Poppins, hasta preguntarle a mis hijos sin eran hijos del payaso Poppy. No, señorita, es Miro Popić. Ah, bien, señor Miró, ojalá recordándole al pintor español ante la imposibilidad de creer que alguien pueda tener nombre de verbo. ¿Popik me dijo? No, Popić, p-o-p-i-c, con acento en la c y se pronuncia como si fuera ch. Ah, no, escríbalo usted mismo. Imagínense lo que hubiera pasado si de una vez les digo mi nombre completo, tal como está escrito en mi cédula venezolana: Miroslav Zvonimir Popić Pastene.

Durante muchos años recriminé en silencio a mi padre por haberme bautizado así, Miroslav, no porque fuera tan largo, poco práctico y enrevesado, sino porque en el colegio cada vez que lo mencionaba se burlaban de mí, llamándome Miroslaaaava, Miroslaaaava, Miroslaaava, aludiendo al nombre de una famosa actriz mexicana de mediados del siglo pasado. Como el bullying nace generalmente de la ignorancia, me consolaba la certeza de saber que se trata de un nombre propio masculino de origen eslavo, por lo que los equivocados eran ellos.

Tuvieron que pasar muchos años, ya en Caracas y después de haber emigrado desde Chile, para que lograra reconciliarme con mi nombre y con mi padre por esa fe de bautismo que hoy me enorgullece.

La luz llegó en la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Central de Venezuela, en una clase de teoría de la comunicación de Adolfo Herrera. Con su enorme tamaño, su bigote y esa voz pausada que lo caracterizaba, Adolfo nos entretuvo hablándonos de lo que los nombres podían decir de nosotros y ahí cambió mi percepción del mundo y de mí mismo para siempre. Entonces, solo entonces, indagué sobre el origen y me enteré, finalmente, de que significaba paz, por lo que podía ser interpretado como el hombre que trae la paz.

No podía ser de otra manera. Vine al mundo en plena Segunda Guerra Mundial, con Croacia, la tierra natal de mi padre, invadida por el nazismo hitleriano y el fascismo musoliniano, poco antes de que se convirtieran al comunismo en la Yugoslavia de Tito y sus partisanos.

Miroslav, el hombre que trae la paz. Debe decirse Míroslav, por esa manía de los eslavos de hablar en esdrújulas. Cómo debe haber ansiado la paz mi padre para bautizar a su hijo con ese nombre, Míroslav, en una tierra donde nadie hablaba croata y el español no aceptaba sino nombres de santos.

Lo de Popić, así, con tilde en la c, tiene también su propia historia. La mayoría de los apellidos provienen de los oficios y, en el caso del español, está el ez, para identificar aquellos de donde proceden, Fernández hijo de Fernando, Martínez hijo de Martín, etc. En croata ese sufijo es ić, originado en el sufijo genitivo romano ici, por lo que se pronuncia ich y se escribe ić. Lo de Popić viene de pope, cura, sacerdote, padre, que, interpretado a mi manera, vendría a ser el hijo del cura. Imagínense entonces si me preguntan: ¿cuál es su nombre? Bueno, señor, Míroslav Popić, el hombre que trae la paz hijo del cura. Pero puede llamarme Miro Popich o Meri Poppins si usted quiere, yo sigo siendo el mismo Miriiiito, como me llamaba mi madre, hijo de Roko, que no era cura, y continúo luchando por traer la paz al mundo, para cumplir con mi nombre.

Antonieta, mi nuera favorita, me pregunta si alguna vez he pensado en lo que hubiera sido mi vida de haber tenido otro nombre. Y no, en realidad no lo he pensado.

Lo de Pastene me viene de esa mujer rigurosa, estricta y seria que era mi madre. Una chilena forjada en el desierto de Atacama, en las salitreras de Pedro de Valdivia, María Elena, etc., que llamaban hipócritamente oficinas, cuando en realidad eran miserables minas a cielo abierto para explotar la materia prima que alimentó las armas de fuego de todas las guerras, desde que los chinos la inventaron, allá en el 462 d.C.

Durante más de seis siglos, el nitrato de potasio constituyó el componente principal de la pólvora y ese salitre, como lo llaman por allá, fue la primera riqueza de la zona más árida de la tierra, mucho antes de que esa región pasara a manos chilenas luego de la Guerra del Pacífico. Abandonadas por inútiles a partir de 1930, cuando se inventó la pólvora sintética gracias a la nitrocelulosa, los restos de esas oficinas sirvieron de campos de concentración a la dictadura de Pinochet, verdaderos cementerios vivientes llenos de presos de conciencia cuyos huesos aún siguen bajo las piedras y el polvo del olvido.

Mi madre era la disciplina, el aseo, el hacer la tarea y comerse todo, incluso esas horribles acelgas que dormían en el plato de la cena para ser recalentadas al día siguiente como desayuno, hasta que las digirieras como fuera si querías continuar con cosas más placenteras. Mi padre era el cómplice complaciente, el de salir a pescar o andar de cacería, el de hacer mercado y aprender a diferenciar lo fresco de lo viejo, el que me enseñó a manejar, el del primer vino en mi vida. Ambos me educaron bien y si a veces cometo errores, alzo la voz o digo groserías, es porque soy mal aprendido, no por culpa de ellos.

¿Cómo se conocieron? Pues, en verdad, no lo sé. Nunca se los pregunté. Pero si sé que estuvieron juntos hasta el fin de sus días, que mi padre acompañó a mi madre los últimos años cuando un ACV paralizó la mitad de su cuerpo y que, cuando ella se fue, él apenas esperó un año para seguirla.

A ninguno de los dos pude enterrarlos.

 

Roko, mi padre, hijo de Iván Popić y Matija Mornar, había nacido con el siglo XX, en agosto de 1901, en una hermosa aldea de piedras blancas llamada Kaŝtel Stafilić, cerca de Split, Spalato para los italianos, en Dalmacia, actual Croacia, donde el emperador Cayo Aurelio Valerio Dioclesiano trató de poner orden en el Imperio Romano con una serie de reformas y la orden de perseguir a los cristianos por mandato de Júpiter, lo cual no impidió que bajo el gobierno de su sucesor, Constantino I, el cristianismo se impusiera en todo el imperio romano de oriente. Roko era el menor de cinco hermanos y aún hoy en Kaŝtela existe una estrecha calle llamada Braće Popić, hermanos Popić, que recorro en silencio cada vez que vuelvo a donde empezó todo, al menos mi historia.

En los predios de Dioclesiano creció por primera vez la uva crijenak kaŝtelanski, que luego los italianos bautizaron primitivo y que fue llevada a California, donde se conoce con el nombre austriaco de zinfandel. Mi abuelo Iván fue dueño de parte de esas tierras, donde hoy está el aeropuerto internacional de Split, en Trogir, antes de que el comunismo yugoeslavo de Josip Broz Tito las confiscara. En esos viñedos milenarios trabajé la vendimia de 1969 en la pequeña parcela que aún pertenecía a la familia, la primera vez que visité la tierra natal de mi padre, bajo la República Socialista Federativa de Yugoslavia y su comunismo light.

Allí comencé a averiguar cómo había sido la aventura inicial de mi padre.

A 240 kilómetros de Split, en Sarajevo, el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria dio origen a la Gran Guerra conocida como Primera Guerra Mundial, que, entre otras cosas, puso fin al imperio austro-húngaro que se había repartido gran parte de Europa a su antojo, incluido el territorio croata desde comienzos de la era cristiana, ocupando parte de lo que hoy se conoce como los Balcanes. Las consecuencias familiares de esa guerra fueron la muerte en batalla de Iván, el mayor de mis tíos croatas, la partida de Josep y Augusto en un barco carguero con destino a América, mientras Antonio se ocupaba de los viñedos de Kaŝtela y el más pequeño, Roko, soñaba con reunirse con sus hermanos mayores que habían emigrado al acabar el conflicto.

Con 15 millones de muertos a causa de la guerra, con una economía destruida, la desaparición de cuatro imperios y el surgimiento de nuevos estados, entre ellos el reino de Yugoslavia –formado por Serbia, Eslovenia y Croacia, en 1929–, Europa no era el mejor continente para vivir. La única manera de salir de allí era en barco rumbo a otros destinos, especialmente América. Así lo hicieron mis tíos Josep y Augusto hasta que desembarcaron en Nueva York, luego Chicago y finalmente Seattle. Mi padre, el menor, quiso seguir su ejemplo y fue tras ellos en el primer barco que encontró que iba a América. Luego de dos meses de navegación desembarcó en una tierra inhóspita y desolada de nombre impronunciable: Antofagasta.

Allá preguntó por sus hermanos, pero nadie los conocía. Claro, estaba en el otro extremo de América, casi en el fin del mundo, en Chile, y como el barco regresaba a Europa cargado de salitre, decidió quedarse allí. A los pocos años nací yo, en la sospechosa paz del desierto que había proporcionado la pólvora que alimentó la primera gran guerra del mundo. De haber ocurrido como él lo quería, yo hubiera resultado gringo y habría tenido que ir a la guerra de Vietnam. O, simplemente, no hubiera sido lo que soy.

Los croatas comenzaron a emigrar a Chile a fines del siglo XIX cuando los barcos que salían de Europa rumbo a América, tras la quimera del oro de California, debían atravesar el estrecho de Magallanes y el peligroso Cabo de Hornos, y luego remontar todo el Pacífico en un viaje interminable que se redujo a la mitad cuando se abrió el Canal de Panamá. Otra vía, más corta y más barata, era tomar un barco en Génova, Italia, navegar casi un mes hasta Buenos Aires, luego viajar 1.200 kilómetros en tren hasta Salta, y de ahí en mula hasta la frontera entre Chile y Bolivia, atravesando los Andes, bajando por el volcán Socompa y luego atravesar unos 302 kilómetros de desierto hasta el mar, en el puerto de Antofagasta. Agentes alemanes, como los de la compañía Hamburgo Sociedad Sudamericana de Buques de Vapor, cuya oficina estaba en la calle Petriniska 73, en Zagreb, recorrían Dalmacia ofreciendo pasajes y alabando las posibilidades de fortuna con el oro blanco del salitre chileno.

Extrañamente, el nombre de Croacia, como nación, no aparece en ningún documento oficial. Los que emigraban, como lo hizo mi padre en esa época, eran reconocidos por la nacionalidad del Estado de donde provenían. Así, fueron austriacos hasta 1915, luego siervos del reino de Serbia, Croacia y Eslovenia, en 1918, y después yugoeslavos hasta 1991, tanto como súbditos o como republicanos socialistas.

Mi padre siempre se consideró croata, aunque su pasaporte dijera otra cosa. Es más, ni siquiera era un pasaporte como los que usamos ahora, sino un certificado de convivencia moral y política llamado pasus. Conozco un documento de este tipo, de 1923, donde se lee: “Se atestigua que Leopoldo Tabulov Srtelov, hijo del fallecido Tomás de Zlarín, es una persona decente y se porta bien; no es mendigo profesional ni vagabundo; no es polígamo; no seduce a las mujeres ni a las muchachas para la prostitución; no pertenece a organizaciones corrientes que proclaman que las leyes y gobiernos existentes se destruyan o que caigan por fuerza o violencia, o los que concuerdan con, o enseñan la destrucción ilegal de la propiedad. Viaja a Buenos Aires, Argentina, Sudamérica, para ganar algo y es capaz de ejercer trabajos de obrero”. Luego, un sello y una firma en cirílico y en letra latina. Pienso que mi padre debe haber tenido un documento semejante, aunque nunca logré verlo, solo un pasaporte yugoeslavo pero ya de los años 50 del siglo pasado. Siempre que le preguntaban si era yugoeslavo, él respondía, en perfecto español, soy croata yugoeslavo.

En un censo de 1879, se dice que en la provincia de Antofagasta, perteneciente entonces a Bolivia, había 23 austríacos, se supone croatas, dedicados a la explotación del salitre. Fueron de los primeros en llegar y sus propiedades reconocidas una vez anexado el territorio a Chile. Un informe de 1923 del cónsul chileno en Zagreb da cuenta de que, en 1873, los hermanos Kraljević, de la isla de Brać, abrieron “la primera fábrica de salitre”. La prosperidad los hizo convertirse en los hombres más ricos del país, como Pasco Baburica Ŝoleti, considerado el nuevo rey del salitre. En el censo chileno de 1920 se dice que en Antofagasta vivían 671 yugoeslavos, que en informes posteriores fueron identificados como 655 croatas, 12 montenegrinos y 4 macedonios. Es fácil suponer entonces que para mi padre no fuera difícil tomar la decisión de quedarse en el sur de América, mientras lograba descifrar dónde estaban sus hermanos.

El descubrimiento de la pólvora sintética, los estragos de la guerra y la gran depresión de 1929, contribuyeron a la muerte del salitre chileno, el cierre de las oficinas salitreras y el abandono de la pampa nortina, generando una nueva migración, esta vez interna, más al sur, hacia otras regiones chilenas. Así llegó mi padre hasta La Serena, en Chile, una hermosa ciudad colonial fundada en 1544, donde nací, en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, siendo bautizado en una de las 27 iglesias de la ciudad, con este bendito nombre de Miroslav, el hombre que trae la paz hijo del cura.

 

No puedo decir que viví la guerra siendo tan niño y estando a más de 12 mil kilómetros de distancia, pero sí puedo afirmar que la sufrí y que, en cierta manera, me forjó en la cultura de la austeridad y la solidaridad. Padecíamos por las noticias que no llegaban y por lo que costaba conseguir una emisora en onda corta que se escuchara en la vieja radio Telefunken, a la que se pegaba mi padre cada noche para adivinar entre la estática lo que estaba pasando con aquellos que se habían unido a las guerrillas de Tito en contra de los nazis para expulsarlos del territorio invadido. Además, no importaba que Tito dijera ser comunista, era croata.

Terminado el conflicto vino la tarea de enviar comida, medicinas, cobijas, ropa y zapatos, sin certeza de saber si llegarían o no y a quienes les servirían. Un barco tardaba meses en llegar a destino, si es que lo hacía. En la espera, los mayores recordaban a su vez la primera guerra que ellos vivieron en su adolescencia. Nunca he olvidado, por lo que me contaron, a la madre de mi padre, mi abuela, entregando su anillo de bodas para cambiarlo por un poco de maíz y prepararles una polenta a sus hijos.

Una imagen de aquellos tiempos me persiguió por años y no fue sino hace poco que creo haberla interpretado. Es la de mi padrino Antonio, quien cada vez que llegaba el momento de las noticias en la radio, se ponía los anteojos para escucharlas. Nadie reparó en ello nunca, solo yo, y creo tener la respuesta. Pienso que lo hacía por un reflejo instintivo al asociar las noticias con la lectura del periódico. Es probable que este propósito adquirido, seguramente involuntario, influyera en mi decisión de convertirme algún día en periodista.

No soy hijo de ningún cura y, en cuanto a la paz, la sigo buscando en esta Venezuela que me acogió como inmigrante, en la que espero morirme un día aunque mis hijos decidan seguir el ejemplo de su abuelo.


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Periodista, editor y escritor venezolano, de origen croata, nacido en Chile. Soy autor de: Morir en Tacoa (1984), El libro del pan de jamón (1985), Manual del vino (2007), Comer en Venezuela (2013), El nuevo libro del pan de jamón… y 26 panes más (2014), El pastel que somos (2015), El señor de los aliños (2017) y Venezuela on the rocks! (2018).

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