Cataluña siempre estuvo allí
El 30 de julio de 1950, huyendo de la miseria, la escasez y el desempleo, Antoni Espinasa i Masague y Teresa Vilanova i Llambías abandonaron Cataluña, con rumbo a Venezuela. Aquí los esperaban Paco, el hermano de él, y su esposa Conxita, con quienes habían huido anteriormente de las garras del fascismo. Se instalaron en Caracas e hicieron de esa casa de dos plantas una extensión de su universo catalán. La historia la recuerda Maite Espinasa, hija de Toni y Tere.
Fotografías: Álbum familiar
Destaparon dos botellas de coñac, lo que hace que haya mucha alegría y quizás puede ser mejor para no recordar que hoy iniciamos de hecho el viaje a América, ya que hasta ahora todavía podíamos devolvernos…, escribió el martes 8 de agosto de 1950, en su diario (en catalán, por supuesto), Antoni Espinasa i Masague.
Él y Teresa Vilanova i Llambías, su esposa, habían embarcado días atrás en el buque Monte Arnabal, en Barcelona, con rumbo a Venezuela. La despedida había sido triste, y durante los primeros días de navegación, cuando el barco se detenía sobre puertos mediterráneos, sentía que todavía podía aferrarse a esa tierra. Solo cuando empezó a ver tras de sí la silueta de Cádiz y sus ojos giraron para encontrarse con aquella inmensidad tan insondable como su destino, entonces su corazón acusó aquella despedida.
Habían sido largos meses de cavilaciones para, finalmente, tomar juntos la decisión de partir. Huían de nuevo. Esta vez de la miseria, las cartillas de racionamiento, la escasez, el desempleo, en aquella Barcelona ocupada hasta los tuétanos por el franquismo.
Antoni y Teresa nacen en el seno de familias de clase media de la época. Él en 1910 y ella en 1920. La Guerra Civil los encuentra convertidos en jóvenes con firmes convicciones republicanas y catalanistas. Él se incorpora a la resistencia en el Frente del Ebro y ella, con sus 16 años, hace lo que puede hasta donde sus manos alcanzan. Fue una guerra cruenta, que ocasionó graves pérdidas humanas y materiales y abrió heridas que, en no pocos casos, siguen sin cicatrizar.
Tras la derrota de la República, Antoni, así como su hermano Paco y otros cientos de miles, huyen a Francia, donde son recluidos en el Campo de Concentración de Argelés-sur-Mer. Creo que poco se ha hablado de estos campos donde los franceses confinaron a los refugiados españoles en muy lamentables condiciones de sobrevivencia. Fueron días brutales, pero Antoni y Paco, valiéndose de una serie de pillerías, logran escapar a los pocos meses. Ya la Segunda Guerra Mundial había estallado, hincando sus dientes en suelo francés en 1940.
Por su parte, Teresa y la esposa de Paco, Conxita Vendrell i Magri, decidieron calzarse sus botas de excursión y emprender el camino tras el encuentro con sus hombres. Durante días, solas, jamás dudaron en seguir adelante empeñadas en su objetivo, hasta que lo consiguieron. Finalmente lograron reunirse los cuatro, sumándose a ellos Salvador Vilanova i Durán, padre de Teresa y amigo y compañero de lucha de los Espinasa. Transcurre allí, entre Perpiñan y Burdeos, este primer exilio, en medio del estallido de esta nueva guerra y la ocupación de Francia por parte de los nazis.
El fascismo, una vez más, fracturando sus vidas.
Fueron, los cinco, una familia unida como un bloque, y así adheridos lograron enfrentar con firmeza los difíciles sucesos a los que se vieron sometidos. Sin embargo, en medio del conflicto y la estrechez, Conxita trae al mundo a Jordi, y con él llegó la alegría y la esperanza a aquel grupo familiar. Jordi fue el hijo de todos y creo que lo siguió siendo mientras todos ellos vivieron.
Finalizada la Segunda Guerra, Paco, Conxita y el pequeño partieron de Francia a Venezuela. Y Antoni y Teresa regresaron a Barcelona, junto al cuerpo agonizante de Salvador, quien deseaba despedirse de su mujer y del resto de sus hijos, y ser enterrado en su tierra.
El 31 de julio de 1950 Antoni y Teresa salieron de Barcelona hacia tierras desconocidas. Dejan atrás madre, hermanos, amigos, tres guerras y el sabor amargo de la derrota.
Luego de 25 días de travesía llegaron a La Guaira. Allí los esperaba la alegría del reencuentro. Todo son besos y abrazos, y la paz de saber que hay un techo dónde llegar. Paco y Conxita habían alquilado la casa número 4 de la calle El Porvenir, en Las Delicias de Sabana Grande. Estaban juntos de nuevo y así se dispusieron a construir este nuevo trecho del camino.
La gratitud por esta tierra que los acogió y les proporcionó el hogar que tanto ansiaban perduraría a lo largo de sus vidas. Trabajando arduamente, lograron traer a otros hermanos, a los que las miserias de la posguerra se los estaban tragando. De esta manera, se fueron reuniendo con ellos Jordi Vilanova i Llambías, Ramón Espinasa i Masagué y Teresa Bertomeu i Vilanova, quien sería por siempre la tieta de los que nacimos en esta tierra prometida.
Todos llegaron a esa Caracas de los años 50, políticamente convulsionada, pero donde los exiliados lograban respirar los anhelados vientos del progreso y la prosperidad. Las ciudades arrasadas y empobrecidas que habían dejado tras de sí hacían de esta ciudad un lugar más que cálido y placentero.
Quizás, por eso, a la par de este sosiego que le proporcionaron estas nuevas tierras, la vida permitió a Ton y a Tere (para su familia y amigos), finalmente, traer a dos hijas al mundo. De esta forma, Marimagda y yo entramos en esta historia. Conxi y Paco también habían dado un hermano a Jordi, y Ramón estaba allí para recibir a las primas. A mediados de esa misma década habían construido su hogar en un caserón, que eran dos casas una sobre otra, en la parte alta de la Avenida La Salle. Demás está decir que fue, además, el primer hogar de todos aquellos que iban llegando.
Pero si bien todas estas personas habían partido lejos de esa tierra donde nacieron, también es cierto que en su equipaje se trajeron a Cataluña. Y era tan intenso ese ambiente, que yo vine a entender que no vivía allá cuando entré en la escuela. En la Quinta Prop del Cel (Cerca del cielo, en catalán) solo se hablaba en esa lengua, y eso incluía a los visitantes. Se comía catalán, se bailaba catalán, las salidas eran al Centre Catala y los paseos eran con otras familias catalanas.
En fin, nací y crecí en la Cataluña venezolana.
Este Centre Catala era una casa acogedora, cuya sede estaba, en aquel entonces, al final de la calle Los Apamates de La Florida. Un gran grupo de estas familias exiliadas (Pi Sunyer, Grases, Vila, Cruxent, Puig, Grau, Vallmitjana), habían puesto todo su empeño en mantener viva su cultura en todas sus manifestaciones. Y Ton, Tere y Conxi participaron muy activamente en esta porfía. Ellas se convirtieron en actrices de su grupo de teatro y, por muchos años, actuaron en importantes obras de la dramaturgia catalana, en un montaje tras otro. Ton inclusive llegó a presidirlo. Nosotros, los hijos aquí nacidos, aprendimos todas las canciones, todos los bailes, todas las fiestas y vestimos los trajes típicos.
La política, por supuesto, era parte activa de la vida en aquella casona. En ella se traficaban noticias allende los mares, se desataban acaloradas discusiones y se organizaban ayudas para los que habían quedado allá y para otras actividades de la resistencia.
El pare (papá o padre, en catalán) era un hombre trabajador, de espíritu noble que amó sinceramente a su familia y a sus amigos. Nos protegió sobremanera, entregándonos su cariño y sus cuidados. Jordi y Ramón también disfrutaron de este cobijo. Fue siempre un gran refugio, bajo cuyo manto y comprensión cabíamos todos.
Se levantaba al amanecer, regaba las plantas, leía el periódico y preparaba el café con leche para todas. Se desempeñó en su oficio de contador, trabajando para diferentes empresas. Disfrutó y amó el suelo que lo acogió, lo recorrió hasta sus más apartados rincones, estuvo con su gente, pero mantuvo siempre a resguardo los espacios de su patria y apaciguaba su nostalgia manteniendo una copiosa correspondencia con familiares y amigos. Es inolvidable la resuelta alegría que producía la llegada de aquellos sobres llenos de sellos, cuyo contenido mi padre leía con detenimiento.
Guardaba también otras dos pasiones: el Barcelona Fútbol Club y las novelas de John Le Carré. Seguía todos los partidos con auténtica devoción, alzando su voz con cada jugada. Solo este deporte y las discusiones políticas sacaban de él las más ardientes controversias. En los otros ámbitos de la vida era un hombre sosegado que brindaba una calidez sin límites y era capaz de conmoverse hasta las lágrimas.
Desde la Guerra Civil le quedó el hábito de apaciguar sus ansiedades con cajas y cajas de cigarrillos que aspiraba uno tras otro. Su corazón lo resintió y, a los 60 años, abrió su primera grieta, llevándose un buen susto. En adelante, su salud no volvió a ser la misma y hubo de guardar muchos cuidados. Aun así, vivió 17 años más y pudo disfrutar la inmensa alegría de ser abuelo: Karina y Xaviera llegaron para sumarse al círculo de mujeres que lo rodeábamos.
Tere, en cambio, era una mujer atrevida, sin remilgos, de palabras directas, con un sentido del humor a toda prueba y con pocas aptitudes para los trabajos del hogar. Montó, Junto a Conxi, un pequeño negocio de bisutería: Miniaturas Margarita, pero al cabo de poco tiempo ya estaban inaugurando la boutique Margo. Estaba en plena Calle Real de Sabana Grande, al lado del Café Piccolo, donde funcionó por más de 30 años. Su especialidad eran los sombreros y tocados de novia, además de un sinfín de artículos femeninos. Esta casa llegó a ser muy conocida, y por allí pasaron desde primeras damas, misses, actrices, hasta las señoras de la noche que trabajaban por la zona. Allí estuvieron siempre Tere y Conxi para atenderlas a todas con el mismo esmero. Las dos hacían magia con esas manos que, desde que estaban en Francia, recogían los paracaídas y con la tela confeccionaban pañuelos que pintaban y vendían para ganarse el pan.
Sabana Grande fue, para nosotros, un segundo hogar. Era una zona de inmigrantes europeos, donde vivían y tenían sus negocios. La recorríamos como si fuera el patio de nuestra casa. Nos conocían en todas partes, decían “son las de la Casa Margo”, entrábamos al Piccolo como si fuera la cocina de la casa y, por supuesto, no pagábamos, ya que los adultos llevaban las cuentas. Ya muchachos, la tienda se convirtió en un punto de encuentro con los amigos. Muchos pasaban por allí por su cuenta a saludar a las “maras” (mares en catalán es mamás o madres) o a pedirles dinero prestado, en esa época en la que dos o cinco bolívares resolvían un montón.
En esas calles entendí y aprendí a respetar la diversidad humana. La mare nos habló siempre con mucha claridad y con pocos adjetivos calificativos. Supe, a temprana edad, de la prostitución, la homosexualidad, las amantes, los chulos, y los entendía, sencillamente, como hechos de la vida. Imagino que el exilio francés había dejado aprendizajes importantes.
La Casa Margo cerró en 1984. Ya cansadas de tanta brega, y quizá intuyendo que la llegada del Metro traería cambios importantes en aquel paisaje, Tere y Conxi decidieron bajar la santamaría.
Tere dedicó tiempo a los últimos años de Ton y a sus nietas. Pero, ya a sus 78 años, de lejos, empezó a reconocer el tufo del autoritarismo aparecer en el horizonte de esa tierra que los había acogido. Su talante político la llevó a participar en todas las marchas antigobierno habidas y por haber, hasta sus 87 años, cuando se fue a vivir a Margarita con mi hermana. Todos descansamos, ya que ella había resuelto que quería ir sola a todas esas protestas, para ir a su aire, apenas llevando en su bolsillo la cédula, unos billetes y un papel con nuestros números telefónicos. Nunca hubo quien le impidiera hacer su voluntad.
Sobrevivió a Ton 37 años. En 2013 empezó a apagarse, despidiéndose el 6 de enero de 2014. “La yaya se fue de parranda con los Reyes Magos” escribió en su muro de Facebook mi hija Karina, para quien la iaia (abuela, en catalán) es uno de sus afectos fundacionales. De hecho, vive en la tierra de sus abuelos maternos desde 2004 y allí trajo al mundo a Diego. Historias de ida y vuelta: Tere llevó la moda europea a Caracas con su tienda Margo, y Karina llevó música y comida con sabor venezolano a Barcelona con su bar El Bombón, en pleno Barrio Gótico.
Cataluña, desde donde ahora escribo, siempre estuvo allí. Vivieron en Venezuela, se hicieron venezolanos, la amaron, la recorrieron, nos enseñaron a quererla, simpatizaron con los adecos, comieron arepas, pero Cataluña, esa Cataluña de la que partieron el último día de julio de 1950, permaneció intacta en esos corazones en los que quedó grabada la frase aquí es parla catalá (aquí se habla catalán).
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Maite Espinasa
Hice de la Promoción Cultural mi oficio, y lo desarrollé en diferentes ámbitos e instituciones. La lectura me acompaña desde que tengo memoria, algunas veces con frenesí y otras con fastidio. La escritura me sobrevino, ya adulta, como una pulsión. Mis pocos artículos publicados, nacieron de la rabia. Voy aprendiendo.
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