No existe causa perdida
Antonio Celestino Freites, un taxista de 73 años, recibió con indignación la noticia según la cual su nieto había muerto al enfrentarse a una comisión policial. Empeñado en que se hiciera justicia, cambió su ruta por aquella en la que murió el joven, y fue hilvanando testimonios entre los pasajeros, hasta que la paciente búsqueda dio sus frutos. El hecho ocurrió en Barcelona, estado Anzoátegui, en agosto de 2014.
Ilustraciones: Douglas Doquenci Torres
Don Antonio, que a sus 73 años seguía trabajando como taxista en horario nocturno, regresaba de su último servicio cuando recibió la noticia. Cada palabra de su hija Liduvina, en medio del llanto, fue un mazazo que le golpeó el cuerpo y el ánimo.
—¡Apareció Enmanuel Antonio! ¡Lo mataron unos policías!
De sus 32 nietos, Enmanuel Antonio era el único que llevaba su nombre. Tenía tres días desaparecido cuando lo encontraron en la morgue del Hospital Luis Razzeti de Barcelona. Estaba oculto debajo de dos cadáveres. La noche del 18 de agosto de 2014, el muchacho de 22 años había fallecido como consecuencia de dos disparos detonados por la policía de Anzoátegui.
Según la versión oficial, el joven se enfrentó a una comisión de tres policías que atendía una denuncia de secuestro y robo. Tras una persecución en la avenida Fuerzas Armadas de Barcelona, el auto de los presuntos secuestradores se estrelló y, al salir del vehículo, estos abrieron fuego contra los policías, suscitándose un intercambio de disparos en los alrededores de la plaza del Palotal. En el enfrentamiento, siempre de acuerdo con esa versión, Enmanuel Antonio Guaregua Freites cayó herido mientras que los otros dos sospechosos huyeron. La comisión lo trasladó a un ambulatorio cercano, donde falleció a los pocos minutos de su ingreso.
La indignación de Don Antonio fue enorme al leer en la prensa que a su nieto lo presentaban como un delincuente. Enmanuel se dedicaba a la economía informal y jamás anduvo en malos pasos. Él lo crio junto a la madre, quien en una terrible ironía de la vida era jubilada de la policía.
Liduvina lo vio con vida por última vez caminando despreocupado por la vereda del barrio para luego subirse a un desvencijado jeep azul y partir. Vestía un pantalón rojo, una franela gris y unos zapatos beige. A los pocos días debió elegirle su ropa para el entierro: lo despediría con su traje más elegante.
Conmovido frente al féretro, Don Antonio juró a su hija que mientras le quedara vida no descansaría hasta ver presos a los responsables. Él mismo se encargaría de que se hiciera justicia. Sin recursos, el abuelo y la madre del muchacho buscaron ayuda en la Fundación de Derechos Humanos del Estado Anzoátegui, una pequeña ONG del oriente del país.
—Presentaremos la denuncia ante la Fiscalía, señor Antonio, señora Liduvina —les prometieron en la fundación—. Pero necesitamos testigos de lo ocurrido. Sin eso, se impondrá la versión de la policía.
Ante la indiferencia de los órganos de justicia, Don Antonio decidió investigar por su cuenta. Al principio creyó que no podría seguir trabajando, sentía un dolor enorme dentro de su alma. Pero una vez sentado frente al volante de su viejo Chevrolet, fue como si el espíritu de Enmanuel impulsara sus cansados huesos. Cambió la ruta que durante 24 años trazó con su taxi y empezó a recoger clientes en los alrededores de la plaza donde habían asesinado a su nieto.
—Fue en esta plaza que unos policías mataron a un supuesto delincuente, ¿no? —preguntaba a sus pasajeros mientras iba al volante.
Al cabo de varios meses, logró reconstruir los hechos con las distintas versiones de los vecinos que iba montando en su vehículo. El taxi era su centro de operaciones nocturnas. Sin embargo, a pesar de ofrecer pistas, ningún vecino ni cliente del taxi se atrevió a servir de testigo. Temían represalias por parte de “los asesinos con placa”.
Aquella noche, la comisión policial que patrullaba la zona recibió una denuncia de secuestro y robo a mano armada. Los tres jóvenes se encontraban conversando en la poco iluminada plaza cuando la patrulla arribó y los policías se bajaron con la amenaza de llevárselos presos. Los otros dos muchachos corrieron espantados, pero Enmanuel solo tuvo tiempo de entrar a una casa del barrio aledaño donde le permitieron esconderse. Los funcionarios allanaron arbitrariamente la vivienda, lo devolvieron a la oscuridad de la plaza y allí mismo lo ejecutaron, salpicando con su sangre la estatua de piedra de Jesús Bombón Reyes, hijo ilustre de Palotal.
El juicio se encontraba estancado. Los policías, juzgados en libertad, faltaban a las audiencias y sus abogados retrasaban el proceso con papeleos y solicitudes innecesarias. Sobrepasada por la burocracia judicial, la Fundación de Derechos Humanos del Estado Anzoátegui decidió solicitar apoyo a la ONG Provea, en Caracas, que aunque trabaja con énfasis en la defensa de los derechos sociales, aceptó prestar su colaboración en el caso de Enmanuel Guaregua.
Al conocer que Provea sería parte en el juicio, la defensa les recomendó a los acusados que asistieran a la siguiente audiencia. Los hombres llegaron uniformados, acompañados de sus abogados. La juez de la causa permitió que el acto se realizara en la mesa de un pequeño despacho y no en una sala, como si se tratara de un acto conciliatorio, con los asesinos a poca distancia de Liduvina y Don Antonio, quienes por primera vez tenían frente a sí a los responsables de la muerte de Enmanuel.
—Cumplimos con nuestro deber, ciudadana juez. El occiso era un delincuente que nos disparó y actuamos en legítima defensa. No hay pruebas de lo contrario.
—¡Asesinos! —gritó Liduvina mientras Don Antonio y los abogados de las ONG intentaban calmarla ante la amenaza de la juez de sacarla de la sala.
—Asuman lo que pasó y comprendan que apenas somos unos servidores públicos que hicimos nuestro trabajo…
La juez permitió que los policías siguieran siendo juzgados en libertad. Don Antonio, que ya lo había hecho parte de su rutina, continuó con sus rondas e interrogatorios clandestinos, a pesar de la resistencia de Liduvina.
—No hay nada que hacer viejo —intentaba persuadirlo la hija—, solo vas a conseguir que te hagan daño a ti también.
Pero ya nada iba a impedir que siguiera adelante.
Una de tantas noches, luego de muchos meses de recorrido, Don Antonio se encontró con una respuesta inesperada, mientras relataba a un cliente su hipótesis sobre el caso:
—Dicen que por esta plaza unos policías mataron a un supuesto delincuente, ¿no? Dicen que ese muchacho no era ningún ladrón. Que andaba con sus amigos y se asustaron cuando llegó la patrulla. Ahora lo quieren poner como un enfrentamiento. Pero por más que lo digan, por aquí saben que no fue así…
—¡Esos muchachos no estaban armados, maestro! —le dijo el hombre de pronto—. A ese chamo le sembraron una pistola y lo arrodillaron para ejecutarlo. En esas circunstancias es imposible alegar un enfrentamiento.
Don Antonio frenó de golpe. Respiró profundo y se volteó hacia el cliente con lágrimas en los ojos:
—¿Y usted cómo lo sabe? ¡Dígame por el amor de Dios! ¡Enmanuel Antonio era mi nieto!
—Soy policía retirado, abuelo. Y esa noche llegué al sitio en la siguiente patrulla de refuerzo.
Don Antonio vio su tenacidad recompensada en aquel fortuito encuentro. Anotó el número de teléfono del hombre y lo dejó en su destino sin cobrarle la carrera.
Lo llamó una y otra vez. Quedaban en reunirse, pero el policía respondía con evasivas. No lograba convencerlo de que declarara como testigo en el juicio.
—Me gustaría ayudarlo, abuelo. De verdad. Pero estas cosas son muy complicadas.
—Solo le diré una cosa más —le miró con el ceño fruncido mientras tomaban café en el encuentro tantas veces postergado—. Si usted no actúa será un monstruo igual a ellos.
—Usted es demasiado terco, abuelo… —le dijo el hombre, mientras parecía sopesar lo que diría a continuación—. Está bien, lo haré, pero no se haga muchas expectativas. No se puede confiar en el sistema judicial.
Con este nuevo elemento probatorio, Liduvina y Antonio acudieron al fiscal de Derechos Fundamentales, José Luis Azuaje, quien ordenó, sin vacilar, la detención de los tres funcionarios policiales involucrados en lo que sería considerado, ahora con evidencia, una ejecución extrajudicial. A pesar de recibir amenazas de muerte, el fiscal actuó con rapidez.
Transcurridos tres años desde el asesinato de Enmanuel Antonio Guaregua, sus familiares y abogados esperaron la sentencia en la sala de juicio. El alguacil pidió silencio y solo se escuchaba la voz áspera de la juez leyendo el dispositivo del fallo. Don Antonio apretó la mano de su hija y se quedó inmóvil, como si eso lo ayudara a escuchar mejor:
—Por las razones expuestas, este tribunal, administrando justicia en nombre de la República por autoridad de la ley, declara a los acusados culpables por el delito de homicidio intencional y uso indebido de arma de fuego, y en consecuencia son condenados a 8 años y 2 meses de cárcel…
Don Antonio Celestino Freites tenía 76 años cuando cumplió la promesa que le había hecho a su hija.
Esta historia fue desarrollada en el marco del 1er taller de Escritura Narrativa para defensores y activistas en DDHH, organizado por Provea en alianza con La vida de nos.
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Carlos Patiño Pereda
Defensor de derechos humanos. De noche me quito el traje y escribo cuentos. Publiqué un libro, tuve hijos pero jamás planté un árbol.